jueves, 29 de diciembre de 2011

Desde Galicia con amor

-¿Por qué no vamos al Museo do Pobo Galego? –Laura y yo recibimos la propuesta de Alberto con moderado entusiasmo, pero la expectativa de otra tarde desaprovechada con el repetitivo plan de tomar una caña en algún bar nos dio el ánimo necesario para emprender rumbo al edificio depositario de buena parte de nuestro patrimonio histórico.

Dejando atrás un mostrador hundido bajo folletos de toda clase nos adentramos en el claustro, pisando con reverencial respeto el mismo suelo de piedra que siglos atrás pisaban los monjes del antiguo convento de Bonaval. Si mirábamos al patio podíamos encontrar la viva imagen de lo que era Galicia, un espacio revestido de vegetación donde algo tan natural como el batir de las ramas a causa de la tormenta, enmarcado en un escenario de gótica arquitectura, daba a una noche cualquiera la atmósfera de un cuento de meigas y trasgos.

Como el susurro de un fantasma del pasado, a nuestros oídos llegaba el alegre silbido de música portuaria; la seguimos, llegando a la Sala do Mar, donde toda clase de instrumentos pesqueros ilustraban el leitmotiv del norte de España. Una humilde embarcación ocupaba el espacio central, y, al tocar la resistente madera de que estaba hecha, se me ocurrió que de aquella misma robustez y porosidad estarían hechas las manos de quienes se habían subido a ella para faenar antes de que se viera reducida a un nostálgico elemento de exposición.

Atravesamos las salas dedicadas a los oficios, donde las herramientas del ferreiro descansaban tras años peleándose con los distintos metales y la labor de las tecedeiras, vibrando secretamente en las inactivas máquinas de tejer, parecía haber sido congelada en el tiempo.

Mientras Laura leía los titulares de O Tío Marcos da Portela, el primer periódico escrito en gallego, imaginando tiempos mejores en su profesión, mis ojos se dejaban seducir por la evocación romántica de una antigua imprenta. Aquel rudimentario instrumento había perpetuado las palabras de Rosalía de Castro, cuyos restos descansaban en el Panteón de Galegos Ilustres a pocos metros de nosotros, dotando a la autora de la inmortalidad que un talento como el suyo merecía.

Salimos a la calle con la sensación de habernos conocido un poco más y la intención de mantener encendido el fuego del hogar, que tan acostumbrados estábamos a desatender. La noche era fría, húmeda y silenciosa; ya no llovía, pero el viento soplaba en nuestra contra, como si quisiera empujarnos de nuevo al interior del museo.

Nos habría gustado quedarnos un poco más, pero, como el estricto horario de visitas de un hospital, el horario del museo limitaba con rigidez el acceso a la más enferma de todas las madres: la Historia.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Cita antes de Navidad

No hay espacio más amplio que el que separa a una pareja en su primera cita. Lleno de preguntas, esperanzas y suposiciones, dicho espacio (que puede abarcar desde la amplia superficie de una mesa hasta los escasos centímetros que constituyen la proximidad de ambos cuerpos) existe con el propósito de ser llenado de toda clase de información, como el informe preliminar que un inspector redacta sobre sus primeras impresiones de la escena de un crimen que sirvan de base para la investigación que da comienzo.

Llamaré al chico en cuestión Juan Sin Miedo, tal era la actitud con que se había presentado en el lugar de encuentro, una cafetería escogida por mí entre todas las que pueblan la zona vieja de Santiago por ser la única cuyo ambiente y estilo no se correspondía con la personalidad de natural desenfado que caracterizaba dicha ciudad; al contrario, era un local imbuido por el espíritu capitalista de las franquicias, cuyo característico look, en lugar de dotarlo de personalidad propia, hacia precisamente lo contrario. Era, pues, artificial. Y artificial era el haberlo escogido, porque esperaba camuflar mi provinciana sencillez en un escenario pretencioso y banal. Y esas eran las dos posibles opciones para toda primera conversación: o innecesariamente profunda o exageradamente frívola.

Juan Sin Miedo cogió su té rojo del mostrador (porque allí no se atendía en las mesas) y se sentó a la mesa en la que yo llevaba un rato esperando con mi humeante descafeinado.

Hablamos durante aproximadamente dos horas, sin detenernos demasiado en ningún tema, saltando de uno a otro como si de nenúfares se tratasen, y nosotros ranas temerosas de hundirnos en el estanque si permanecíamos en el mismo demasiado tiempo. Nos despedimos con dos besos y la posibilidad -aún no sé si probabilidad- de volver a vernos.

El cielo estaba despejado, y aunque hacía bastante frío, en lugar de tomar el camino más corto, me desvié con la intención de ordenar las ideas con la ayuda de aire fresco. No tardé mucho en comprender que no había muchas ideas que ordenar (que guardasen relación con la cita) y mi mente se fue por otros derroteros. Las luces de Navidad indicaban el estado de ánimo de la ciudad, y el ritmo acelerado en las calles el de sus ciudadanos. El mío era plano; tal vez me sentía cansado, o aburrido. O nostálgico. Me preguntaba si había una diferencia real entre aquellas tres sensaciones.

El último tramo hasta mi portal fui en compañía de una pareja, el brazo de él cómodamente instalado en la cintura de ella. Ellos se pararon antes que yo, y mientras ella abría la puerta, él le anticipaba lo que esperaba que sucediera una vez dentro de casa arrimándosele por detrás y besándola en la nuca.

Hay citas que acaban, por así decirlo, bien; y hay citas que, simplemente, no acaban.



Felices fiestas a todos.

lunes, 19 de diciembre de 2011

"CAMversaciones"

Me confieso como una de esas personas que no soportan la navidad. La sobredosis de luces de colores colgando de los edificios, la culpable necesidad de comprar sin descanso; el frío y la nostalgia. Cuando se lo dije al M&M, vía Skype, se limitó a esbozar una expresión de suficiencia enmarcada en sus cinéfilas patillas y musitar un cínico "Te pega". "A ti te pega precisamente lo contrario, ataqué yo, tras el par de segundos que me llevó digerir su apreciación. El colorido artificio que esconde una realidad gris, el espíritu festivo que sirve de excusa para un obsceno consumismo..."

-Todo lo obceno me encanta -me interrumpió-. Y el consumismo. Al igual que a ti. Y no me creo que odies tanto la navidad, lo que pasa es que no estás pasando por tu mejor momento, y cuando uno no es feliz, jode ver que los demás sí lo son.

-No es eso.

-Por supuesto, no solo es eso. Además, hay que tener en cuenta que eres una drama queen.

-Le dijo la sartén al cazo. -Salí del encuadre para coger el bocadillo de nocilla que llevaba un buen rato esperando a ser probado, junto con una lata de fanta de naranja a medio acabar y una bolsa de patatas fritas abierta. La merienda del universitario-. Vamos, dime una cosa positiva de la navidad que no tenga que ver con las compras.

-Las canciones de navidad -escuché atentamente, buscando inmediatamente una contestación tan rápida como ingeniosa-. ¡Adoro las canciones de navidad!

-No te imagino cantando "Hacia Belén va una burra" al compás de una zambomba...

-Eso es un villancico -me corrigió exasperado al mismo tiempo que se limaba las uñas, se detenía para soplar sobre ellas y volvía a limárselas-. Yo hablo de las canciones de navidad. Let's Make Christmas Merry Baby, I Saw Mommy Kissing Santa Claus y otras por el estilo.

-No olvides Santa Baby -añadí, pensando en la versión más buscona posible de la navidad.

-¡Me encanta Santa Baby! -exclamó con entusiasmo. A continuación se incorporó y, como un híbrido entre Mrs. Claus y una conejita Playboy, empezó a contonearse delante de la cam mientras cantaba-: Think of all the fun I've missed/ Think of all the fellas that I haven't kiss...

-Estoy bastante seguro de que no te quedan demasiados fellas a los que besar.

-Me queda un buenorro de Historia que tengo fichado -pensó en voz alta, ignorando mi crítica a su promiscuidad-. Y me quedas tú, no lo olvides.

Silencio.

-Pero yo solo me lío con chicos que tengan espíritu navideño. Sorry.

-Yo lo siento mucho más -exclamé teatralmente, mostrando exagerada consternación, cerrando mi actuación con un guiño dirigido a la cam, al que él respondió acercándose a la pantalla con los labios apretados para lanzarme un húmedo beso-. Me voy a la cama, Santa Baby.

-Se me acumulan los motes. M&M, moderna de manual, Santa Baby...

-Al menos tú no tienes complejo de Carrie Bradshaw -puntualicé, devolviendo la indirecta envuelta en una sonrisa burlona.

-Que duermas con los Reyes Magos -concluyó mi archienemigo-. Mi versión de los Reyes Magos, mucho mejor que la de la Biblia. Créeme.

-Siempre te creo.

Llamada finalizada.

sábado, 10 de diciembre de 2011

El M&M

Las escaleras a la entrada de la facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Santiago de Compostela son el lugar donde, como se suele decir, se "cuece" todo. Es el equivalente al patio de un colegio –o de una cárcel- o la sala de descansos de una oficina. Allí los fumadores se encierran en su nublado paréntesis mientras pulmones más sanos reservan todas sus energías para la charla casual que nubla en nuestras mentes preocupaciones mayores, tal es el caso de algún examen importante o la intermitencia de los sentimientos del chico deseado. Entre una clase y otra (a cualquier hora, en realidad) ese es el lugar de reunión de los estudiantes de dicha facultad.

Hace un par de días estaba yo sentado en uno de los escalones, haciendo tiempo antes de entrar en clase, pensando en todo y en nada mientras temas de conversación ajenos se solapaban a mi alrededor. Tenía la mirada puesta en el bar de en frente. La puerta se abrió y un conocido de vista, de esos cuya vida está perfectamente documentada en la memoria de uno a pesar de no tener con él relación alguna, salió a la calle con una gélida energía que no era otra cosa que la apariencia de seguridad propia de los arrogantes. Era él, el M&M (Marica y Mala, de colorida apariencia y oscuro en su interior); como era costumbre, iba escoltado por sus doncellas, que no apartaban la vista de sus smartphones. Con paso firme caminaron hacia la entrada de la facultad y, durante una fracción de segundo, mi mirada se cruzó con la del macho alfa, que, a juzgar por la inmediatez con que apartó la vista dejando escapar una mal disimulada sonrisa, me había reconocido.

Más tarde el mismo día me encontraba en la biblioteca pasando unos apuntes a limpio; la sensación de que alguien me observaba llevaba un buen rato clavándoseme en la nuca, frustrando todo esfuerzo por concentrarme. Sospechando el color de los ojos de quien me llamaba en silencio, me di la vuelta. Era él. Esta vez no ocultó la sonrisa, añadiendo picardía a la desafiante expresión. Yo se la devolví, divertido. Me gustaba aquel juego, y a él también.

A última hora de la tarde, de nuevo en las robustas escaleras, todavía mojadas por el aguacero que había caído minutos antes, nos volvimos a encontrar, y esta vez nos saludamos con dos besos, riéndonos el uno del otro con recíproca cordialidad.

-Acabaremos siendo íntimos –dijo él, mientras guardaba mi número de teléfono en su móvil-. Ya verás.

-Enemigos íntimos –apunté yo, haciendo lo mismo que él.

-Como Batman y Catwoman.

-¿Esos dos no acababan liados? –la respuesta a mi pregunta quedó en el aire, como un final abierto. ¿Y qué es la vida sino una sucesión de finales abiertos?

jueves, 1 de diciembre de 2011

(Estereo)tipos de chicos gays

Dicen que las mujeres son como leonas entre ellas. Peores somos los maricas, diría yo. Esta misma tarde he presenciado un ejemplo de que a veces, aunque no nos guste, los tópicos no nacen de opiniones arbitrarias, sino de experiencias exageradas. Y en toda exageración hay una parte, por pequeña que sea, de verdad.

Ester y yo desayunábamos en la cafetería más próxima a nuestra facultad. Los párpados caídos y la falta de conversación definían con claridad el efecto que levantarse temprano tenía sobre nosotros. En la mesa más próxima dos chicas -claramente mezquinas- y un chico -claramente gay- apuraban el último sorbo de sus cafés. Mientras las chicas ponían a parir a una de sus compañeras de promoción -disfrutando cada palabra-, el chico tenía los ojos fijos en la pantalla de su Mac.

-¿Qué lees que te tiene tan absorvido? -preguntó una de las chicas a su amigo.

-Un blog -respondió este sin apartar la vista de aquello que tanto le interesaba.

-¿Qué blog?

-"Vida a los 20". Lo escribe uno de último curso -apuntó, haciendo saltar todas las alertas en nuestras hasta entonces aletargadas mentes-. Otro bloguero marica con complejo de Carrie Bradshaw.

Haciendo un esfuerzo descomunal para no soltar la mayor carcajada de su vida, Ester tragó oxígeno y se tapó la boca con las dos manos. En cuanto a mí, no sabía si unirme a su cómica reacción o presentarme a los de la mesa de al lado con la intención de incomodarlos, idea que descarté al comprender que, con toda probabilidad, plantarles cara no haría otra cosa que divertirles. Las chicas me mirarían de arriba abajo, analizando cada detalle de mi vestimenta, y, enarcando las cejas con el ceño fruncido, me dirían al unísono un hiriente "¿Y?". Él, que ya habría detectado nuestra coincidente naturaleza gracias a ese instinto que se nos atribuye sin saber hasta qué punto es real, se uniría al desprecio de sus amigas, y lo haría con la hostilidad añadida con la que algunos miembros de minorías tratan a sus iguales.

-Marica mala -mascullé con mi taza tapándome parcialmente la boca. Bebí un sorbo de aquel líquido tan amargo como mi estado de ánimo y miré a Ester, que todavía no se había repuesto-. Me gustaría ver su cara cuando lea la próxima entrada del blog.

-A mí también -dijo Ester al mismo tiempo que se enjugaba los lagrimones que le caían por la cara enrojecida-. Seguro que le encantará sentirse el protagonista.

Esperando no ser visto, me quedé mirando a mi improvisado enemigo mientras este y su séquito se levantaban para pagar. Botines de ante color mostaza, vaqueros pitillo, camiseta de moderna (blanca con rayas horizontales azules y cuello más grande de lo normal) y una rebeca que recordaba haber visto en las últimas rebajas de H&M; una ligera capa de vello facial que en modo alguno era señal de abandono, sino todo lo contrario, masculinizaba su afeminada presencia, y un peinado a lo James Dean determinaba su gusto -solo superficial- por los grandes mitos del cine. Un estereotipo andante; yo, uno sentado.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Bebedores habituales

Yo creo que la gente que nunca bebe oculta algo, sentenció Laura sembrando la sombra de una duda en todos nosotros, sensación que no tardó en disiparse dando lugar a la seguridad de haber escuchado una verdad en potencia.

En una esquina del local, desde donde se podía apreciar una panorámica reveladora del ambiente que nos rodeaba, un grupo de dispares caracteres estábamos reunidos. Un gin tonic, tres cervezas, un ron con cola y dos mojitos.

Elevando la voz por encima de nuestras cabezas nos interrumpíamos los unos a los otros con vehemencia y desconsideración; en lugar de signos de puntuación, terminábamos las frases con tragos más o menos largos, según la necesidad de lubricar la garganta o añadir combustible al calor de nuestros argumentos.

En algún momento entre las tres primeras cervezas y la segunda copa desvié mi atención hacia la mesa de al lado, donde estaban sentadas dos chicas de aspecto tan uniforme como su conversación y las bebidas que la acompañaban: dos tónicas sin hielo. Las intervenciones de cada una eran escuchadas con aparente interés, respetando los tiempos con armoniosa complicidad. "Yo creo que...", "Pero estarás de acuerdo conmigo...", "Perdona por haberte interrumpido...".

Empecé a imaginar el cambio (o distorsión) que se obraría en ellas en caso de que empezasen a beber algo más fuerte. Después de todo, aquella estampa no era muy distinta de la que mis amigos y yo formábamos antes de que el camarero nos hubiera servido. Me pregunté si nosotros, como aquel ejemplo de corrección -cuya única amargura se encontraba en el sabor de sus bebidas-, nos pasaríamos la vida ocultando nuestra verdadera cara tras una apariencia de serenidad que solo éramos capaces de descubrir con la ayuda del alcohol, al igual que aquel compuesto químico que liberaba al monstruoso Mr. Hyde de la cárcel victoriana que era la personalidad del Dr. Jekyll.

¿Quién es más auténtico? ¿El sobrio contenido o el bebedor desinhibido?

martes, 15 de noviembre de 2011

La importancia de llamarse Paloma

Antes de saber que yo sería un niño mis padres escogieron el nombre que me habrían puesto en caso de nacer niña. Paloma. Esta mañana, en un taimado esfuerzo por desviar mi atención de los libros de texto, me dio por imaginar la hipotética vida de esa chica que no fue, sustituida a la razón de una naturaleza caprichosa por el proyecto de hombre que soy yo.

Paloma habría sido un bebé adorable, de esos que detienen admiradores y reciben sus cumplidos con graciosa indiferencia. Abrumada por tantas atenciones, habría pasado por la primera infancia en una prudente discreción, buscando en los juegos solitarios la paz de la que fuera privada tras su debut en el mundo. Se habría convertido en una niña de mente inquieta, confusa en un cuerpo desgarbado que daría lugar a una joven de belleza tan sutil como caleidoscópica sería su personalidad.

Superada su fase de individualismo habría avanzado con decisión a una independencia que la definiría el resto de su vida. Al contrario que su homólogo varón, ella habría atravesado las turbulencias de la pubertad sin necesidad de cinturón de seguridad, superándolas además mucho más rápido y con menos secuelas, pues ellas son el sexo fuerte, de eso no hay duda. Asímismo, afrontaría su dispar sexualidad como cualquier otro reto: de frente y sin ambages.

Llegaría a ser una veinteañera resuelta y carismática, consciente de sí misma en sus pros y sus contras, decidida a explotar en su propio beneficio cada uno de ellos. Paloma, a sus prometedores veinticinco, sería una chica realmente feliz; satisfecha, en cualquier caso. Ella sería muchas cosas que yo no soy, que me gustaría ser. De muchas otras, que a mí me definen, carecería por completo. Me gusta pensar en ella como alguien real, en quien verme reflejado, a la que imitar; un punto de referencia, y de apoyo. Un Álvaro en potencia. Yo habría podido ser ella, de no haber sido porque he terminado siendo yo. Lo que no significa que no exista. Paloma está, sin estar, en mi imaginación, imprimiendo carácter a quien la naturaleza quiso que fuera, un chico que piensa en su yo hipotético cuando debería experimentar su yo real.

Paloma me mira con esos ojos hundidos en energía y me dice: "No me imagines porque ya existo. Soy tú, tonto."

martes, 8 de noviembre de 2011

Opciones para el soltero de hoy

Opción nº1: recibes/envías una solicitud de amistad a través de una red social de las muchas que hoy en día están a nuestra disposición. La aceptas/te aceptan. Tiene lugar un concienzudo trabajo de espionaje. Recíproco. Álbumes de fotos, amigos en común; gustos y disgustos, ambos relacionados con lo encontrado en los dos grupos anteriores. Uno de los dos da el primer paso y tiene lugar la primera conversación, si es que a chatear se le puede llamar así. Démosle esa consideración. Supera/superas el periodo de prueba y empezáis a salir físicamente. Os dais la oportunidad de conoceros en el mundo real, no el que Internet nos ayuda a crear, donde hay tiempo suficiente para pensar respuestas ingeniosas y la música en orden aleatorio llena los silencios incómodos. La cosa -eso que se nos ha dado por llamar feeling- funciona y, poco a poco, de forma totalmente inesperada, el atrevimiento de ponerse en contacto con un completo desconocido a través de una realidad virtual da lugar a una relación de verdad.

Opción nº2: sales de fiesta con tus amigos. Ligas. Tienes suerte: juegas bien tus cartas y vuelves a casa acompañado. Aunque la resaca impida que te des cuenta de ello en un primer momento, la suerte no se ha largado a hurtadillas por la mañana, porque la química existente entre tu lío de una noche y tú se ha dilatado hasta entonces, el tiempo suficiente para que a ambos os queden ganas de volver a veros de nuevo "a ver qué pasa". Y lo que pasa es una relación de pareja, incluso puede que sana.

Estas, salvo excepciones elevadas a la categoría de leyenda urbana (que alguien se fije en ti mientras te tomas un café/buscas un libro en la biblioteca/esperas a alguien que llega tarde y te ofrezca su número de teléfono) son las únicas opciones que el siglo XXI nos ofrece a la hora de encontrar pareja. Aceptémoslo y sigamos adelante. Es lo mejor.

jueves, 27 de octubre de 2011

Donde viven los doppelgängers

Doppelgänger es un término alemán que sirve para designar al doble o gemelo malvado de una persona. Su origen etimológico viene de doppel, que significa doble, y gänger, andante. Lo he descubierto a través de dos fuentes de mitología de indiscutible rigor: The Vampire Diaries y Wikipedia.

El del doppelgänger es un tema que me fascina. Me gusta fantasear con la idea de encontrarme un día con el mío, con mi opuesto, cómo sería la experiencia, qué haría. Lo primero: me quedaría embobado mirándole, observando el rostro que hasta entonces creía tener solo yo. Después le pediría consejo, porque el doppelgänger es como yo, pero más listo, porque él es mi alter ego maligno, y una persona maligna no sufre, en tanto en cuanto es ella la que causa el sufrimiento de los demás. Yo no quiero hacer sufrir a nadie, pero como en esta vida jodes o te joden, es bueno saber cómo sacar tu lado malo a pasear si la situación lo requiere.

Precisamente el otro día bromeaba con Eloy sobre la posibilidad de que haya suelto por el mundo un doble suyo, asegurándole que, en caso de ser cierto, él sería el doppelgänger, y el otro Eloy sería el doble bueno. No es que Eloy sea malvado, pero sí malo en dosis que hacen de él alguien carismático, de afilada respuesta. Todo un personaje, no por ello peor persona.

Me he propuesto ser mi propio doppelgänger. Uno más descafeinado que el del folklore y la ficción, eso sí, pero la misma idea.

A partir de ahora, cada vez que me enfrente a mi reflejo, dirigiré la mirada a esos ojos iguales a los míos, frunciré el ceño en señal de desafío, y sonreiré con descaro, mostrando una confianza renovada, haciendo ver un cambio que era necesario. Dejaré el sentimiento de culpa y abrazaré la sensación de seguridad que constituye la esencia de ese nuevo yo al que tanto temía. Después de todo, la luz solo se hace donde hay oscuridad.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Relativiza y vencerás

La noche ha caído en la mitad del mundo, y tú en tu cama. Cierras los ojos. Estás inquieto, preocupado, y pensabas que todo se pasaría al bajar la persiana. Error. Sigues viéndolo todo negro, ahora en más de un sentido. Esta oscuridad es total -salvo por alguna de esas lucecitas que se proyectan sobre los párpados cerrados-, y no hace otra cosa que adherirse a la oscuridad que hasta ese momento solo existía en tu pensamiento.

Abres los ojos. La luz está apagada, pero no tardas en acostumbrarte a la penumbra de tu habitación, y el blanco del techo, la lámpara que cuelga de este y toda una serie de detalles indefinidos se perfilan tímida e inquietantemente a tu alrededor.

Esperando que esta vez te arrope el sueño, vuelves a cerrar los ojos. Tu cuerpo te pide un descanso, tu mente también, pero ni uno ni otro ponen de su parte. Las piernas no encuentran la postura adecuada, los brazos se revelan contra las endemoniadas mantas, el cuello empieza a dolerte y el estómago burbujea. Te duele la cabeza, y como ya habías tomado una aspirina antes de acostarte, esta se une a la huelga a la japonesa que el resto de tu anatomía ha comenzado con impenitente obstinación.

Te preguntas qué te pasa. Sabes qué es y lo analizas. Lo exageras. Lo distorsionas, convirtiendo el problema en tragedia, y la tragedia en novela rusa. Te ríes de ti mismo, porque sabes cómo eres; eres un melodramático, e inmediatamente te enfadas contigo mismo, porque esta actitud no es saludable, te deteriora; te impide dormir y, en consecuencia, hará que el día de mañana te comportes como un zombie, uno que, en lugar de comer cerebros, solo podrá pensar en que el suyo no encuentra descanso.

Te has dormido. Te darás cuenta al día siguiente, tras dos horas de sueño. El problema, o lo que sea que te ha estado martilleando la cabeza, seguirá trabajando a pleno rendimiento. ¿Hasta cuándo? Hasta que te enfrentes a ti mismo -no al problema, que, en caso de existir, probablemente no sea tan grave-; hasta que te plantes cara y, tal y como haces con la gente cuya actitud no te preocupa censurar y, a veces, corregir, te digas, con una determinación inaudita en ti: ¡Basta ya!

miércoles, 17 de agosto de 2011

El Mago de Roma

La de ayer se anticipaba una tarde aburrida. Había quedado con las chicas para tomar algo por la noche y la espera se me estaba haciendo interminable, así que encendí la tele con la esperanza de que fuera suficiente distracción para hacer pasar el tiempo con rapidez. Así fue. Estaba a punto de empezar El Mago de Oz, lo que me aseguraba casi dos horas over the rainbow. Kansas en blanco y negro, el Oz technicolor, y de nuevo Kansas. Todo un viaje.

Una vez terminada la película salté a los informativos. Estaban hablando de la JMJ. En pantalla apareció la Plaza de Cibeles de Madrid, donde una aglomeración se apiñaba ante la imagen del papa proyectada en una enorme pantalla. Los habitantes de la ciudad Esmeralda reunidos en torno a la llameante cabeza del gran Mago.

No pretendo hacer un alegato contra la religión; se trata de una defensa de la espiritualidad. Una y otra deberían estar relacionadas, y sin embargo no es así. Tal vez deberíamos dejar de mirar hacia arriba, donde solo hay nubes -y algún avión-, y empezar a mirar hacia dentro, donde reside la verdadera espiritualidad, la auténtica fe. Algunas culturas creen que hay un dios en todos nosotros, y es ese el que debemos buscar, no uno que ha sido descrito y sigue siendo interpretado bajo los valores de la sociedad de hace dos mil años. Cada uno debería ser su propio sacerdote, aprender a caminar en solitario en lugar de dejarse conducir por los dictados de alguien que no deja de ser una persona más, un hombre corriente cuyo único valor es el que le ha conferido haber sido elegido por un tribunal elitista y politizado.

Solo hay una cosa más peligrosa que una idea, y es una idea representada en una sola persona; que dicha persona tenga el control absoluto de esta, y que aquellos que la siguen encuentren en dicha persona a su único y válido representante.

Dorothy no tenía ninguna necesidad de acudir al Mago de Oz para conseguir lo que quería; durante todo el tiempo el poder para lograrlo estuvo en sus manos. En realidad en sus pies, pero creo que se entiende lo que quiero decir.

Vivimos en un mundo de colectivos, no de individuos, y, en mi opinión, este es y siempre ha sido el gran error de la humanidad, especialmente en lo que a religión se refiere, porque un grupo no puede sobrevivir sin un líder, y este, inevitablemente, terminará sintiéndose superior al resto. ¿Por qué? Porque nosotros lo habremos hecho superior.

martes, 9 de agosto de 2011

Pensamientos y vivencias de un viejoven

Sabes que te estás haciendo mayor cuando pasas cuatro días de acampada y tres noches de conciertos, y solo piensas en volver a casa. No se trata de nostalgia, sino de cansancio. Quieres dormir, y que al hacerlo tu espalda no te recuerde la edad que ya no tienes, que ya no aguantas cosas que antes ni notabas -o no te importaba notarlas-; que necesitas comer tres veces al día, siempre a la misma hora. Comida de verdad. Y bebida de verdad, lo que también incluye alcohol de verdad.

Te haces mayor cuando hasta de tus amigos necesitas desconectar, que 24 horas acompañado son muchas horas, y ya tienes suficiente con aguantarte a ti mismo todo el tiempo. Todo el tiempo es mucho tiempo aguantando a cualquiera.

Estás en la edad de ir a festivales de música, te recordaste antes de apuntarte al plan. Veinticinco es la última edad a la que algo así viene a cuento, la única oportunidad que me quedaba para hacer la clase de cosas que más tarde resultarían inapropiadas, incluso patéticas. Tienes veinticinco y vas a correrte una gran juerga, me animaba Alberto semanas antes. Una juerga de cuatro días, sin tregua, hasta el último momento. Dudando, acepté.

El día después del primer concierto desperté sudando alcohol, y respirándolo de nuevo en el viciado aire de la tienda de campaña, que se había convertido en una sauna. Salí al exterior, otra sauna delimitada por la tierra sin abonar donde se había habilitado el camping y el mar Mediterráneo, y me llevé las manos a la cabeza. Viéndome desde fuera me reí de mí mismo, comprendiendo que me estaba haciendo mayor. A mí edad necesito pasar la resaca con dignidad, me dije mientras me sentaba en una silla plegable, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás, esperando indolente a los conciertos de la segunda noche, con las proféticas palabras de Marcos resonando dentro de mi palpitante cabeza: «Voy a necesitar otras vacaciones para recuperarme de estas vacaciones.»

Encontrarse en este punto de la vida es como pararse en un mirador desde donde se puede ver una vertiginosa panorámica de los inminentes treinta; un horizonte que, a pesar de su aparente lejanía, tú sabes de corazón que se encuentra a tiro de piedra.

No hay razón para que la fiesta se acabe, nadie dice eso, y, de hecho, no debería haberla nunca, pero las reglas han cambiado, porque mucho me temo -o tal vez no- que ya no tengo edad para ciertas cosas.

sábado, 16 de julio de 2011

Cualquier tiempo pasado

Hoy ha sido el día. Me he decidido a poner orden en mi habitación. Pasado casi un mes desde mi vuelta a casa no podía aplazarlo más. Los libros formaban columnas sobre un suelo acolchado por montones de ropa; sepultando mi mala conciencia, los apuntes de las asignaturas no aprobadas se amontonaban en el escritorio.

El primer paso fue deshacerme de lo inservible, es decir, todo aquello que había acumulado pensando que lo necesitaría en un futuro, como la colección de números atrasados de Fotogramas que llevaba años resistiéndome a tirar. Finalmente lo hice, y a pesar de todo seguía necesitando espacio. Decidido a que mi antiguo materialismo no interfiriese en el actual, me vi obligado a abrir el viejo baúl que descansa a los pies de mi cama, donde el cadáver de mi adolescencia llevaba años pudriéndose. El polvo, la única constante, cubría democráticamente los restos mortales de la variable -y variada- personalidad de mi yo pasado. La colección de tebeos de Tintín, el héroe de mi infancia; varias películas en formato VHS; una bolsa de plástico azul repleta de accesorios de Playmobil, protagonistas y atrezzo de mis primeras historias. Entre todo aquello había un tesoro, del tipo de objeto que, a fuerza de arrastrarte hacia el pasado, te induce a perder la noción del tiempo. Se trataba de un álbum de fotos. Lo abrí, y de dentro brotaron en cascada miríadas de recuerdos. Cogí una de las láminas para mirarla de cerca, y la primera sensación que experimenté fue de nostalgia, no por lo que se veía en ella, sino por el tacto del papel. Los recuerdos ya no se tocan; ahora se descargan.

En todas aquellas fotos me veía rodeado de personas que, en su mayoría, ya no formaban parte de mi vida -ni siquiera en Facebook-, y las que sí lo hacían se veían tan distintas a quienes eran ahora, no solo en el aspecto físico, también en sus gestos y expresiones, que lo único que me inspiraban era una vaga indiferencia. También me resultó chocante no encontrar a ninguno de mis amigos actuales. No existían en aquella realidad, y, por asociación, la persona que yo soy ahora tampoco. Sí había un niño, bajito y desgarbado, de plácida mirada, cuando no perdida; sonriente, de quien al menos una parte, por pequeña que fuera, se las había ingeniado para sobrevivir intacta durante veinticinco años. En cambio no aquella sonrisa -su sonrisa, apenas mía- que mostraba con naturalidad en la foto. El tiempo pasa. Un ligero mareo me indicó que ya había tenido suficiente; como rellenando de paja el forro de un espantapájaros maltratado por el viento, guardé las fotografías de mala manera dentro del álbum y lo volví a dejar dentro del baúl.

El tiempo pasa.

Abandoné mi habitación antes de terminar de ordenarla, y, como todo lo que se deja a medias, había quedado peor que en su estado inicial. Salí a dar un paseo, caminar un poco y no pensar demasiado. El tiempo pasaba, y no quería que me pillase metido en casa.

martes, 5 de julio de 2011

La decepción

Hace un par de días un amigo me enseñó una nueva aplicación que había instalado en su smartphone, de la que estaba totalmente enganchado. Consistía en un localizador de chicos gays, el mito del "gaydar" hecho tecnología. Basicamente te indica la proximidad de quienes también la hayan descargado en sus móviles, lo que te permite contactar con aquellos chicos, dentro de tus preferencias, que se encuentren cerca de ti y, tal vez, quedar para tomar algo y conocerse. Y lo que surja. Echando un vistazo a los perfiles disponibles, me di cuenta de que muchos mostraban fotos donde el usuario se dejaba ver con el torso desnudo -entre otras desnudeces- y la cara borrosa, en una evidente -y degradante- intención de dirigir las miradas hacia lo que consideraba que debía destacar de sí mismo. Aquello no me gustó. La idea de formar parte de un mundo donde aparecer en camiseta y vaqueros significaba ir demasiado vestido era razón más que suficiente para quedarme fuera, pero eso no significaba que no pudiera cotillear un poco desde el perfil de mi amigo. No tardé en descubrir algo interesante -y vestido-; moreno, pelo corto rizado, ojos marrones, sonrisa de anuncio. Lo que en las series americanas definirían como super cute. Una monada, vamos. Resultó que mi amigo ya había quedado con él y se habían hecho amigos en Facebook, de manera que me enseñó más fotos suyas, añadiendo combustible a la fantasía que empezaba a cargarse en mi cabeza.

Pasaron los días, y el tiempo y mi imaginación habían convertido al chico super cute en el ideal de aventura de verano: divertido, cariñoso, vacilón, de petrificante mirada, estupendo besando, fantástico con las manos. Y más cosas que no procede mencionar aquí.

Esta mañana me encontraba dando un paseo, mirando escaparates mientras me terminaba un helado, cuando un rostro familiar atrajo mi atención. Era él, el chico cute, divertido, cariñoso, vacilón, de petrificante mirada, estupendo besando, fantástico con las manos y más cosas que no procede mencionar aquí. Había visto su foto las suficientes veces para no dudarlo. Era él. Pero no era él; no era mi él. Era él, el de verdad, el que se había sacado una foto para colgarla en un rollo de contactos, el chico que mi amigo ya había conocido; el chico de la foto. No, ese no. No era el de la foto, ni el de mi imaginación. Joder, era el de verdad. El de verdad. Se había parado delante de un escaparate justo delante de donde yo estaba, con cara de idiota, mirándole, intentando buscar la gran diferencia, cuya falta estaba causando aquella versión de prueba de una depresión de caballo. Era el mismo de la foto, y no lo era; los mismos ojos marrones, la misma sonrisa perfecta, la misma barba oscura -sí, un poco más descuidada, pero no era aquello lo que provocaba el cambio-, todo era igual.

Era él, ni más ni menos, el chico real detrás de la fotogenia y la fantasía. Platón habría dicho que se trataba de una vulgar copia de su ideal en el mundo sensible, pero ni siquiera eso era cierto, porque aquel era el de verdad, y el mío, la fantasía, mi ideal, era la copia.

Pasados unos minutos una chica se reunió con el chico anteriormente conocido como cute, en cuya compañía se despidió de mí sin saberlo. Al quedarme solo me di cuenta de que había perdido el apetito, así que me deshice de lo que quedaba del helado, que se había derretido tanto como mis ilusiones estivales a causa de la decepción, ese corrosivo sentimiento, resultado directo del veneno más potente de todos: la realidad.

lunes, 27 de junio de 2011

Noche de chicas

Un bar de copas. Ese momento de la noche, ese punto de inflexión, en que los buenos se van a la cama y los malos se van a la barra. Un grupo de chicas, amigas de toda la vida. Ninguna de ellas espera ligar, aunque todas saben que acabarán haciéndolo, quieran o no. Mara, que tiene novio, se abstiene; ella se limita a beber: se abstiene de hombres, pero no es abstemia. Sabela se zambulle en la insondable oscuridad de su bolso en busca de un mechero para encender el cigarrillo que, impaciente, espera entre su dedo corazón y su dedo índice. Sale a la superficie con las manos vacías. Antes de alejarse del grupo para ir al servicio, Paula le presta el suyo. No ha alcanzado al grupo de chicas que hacen cola delante de la puerta cuando un chico se cruza en su camino. Tan inoportuno como un animal salvaje en medio de la carretera. Ella frena, y, como un conductor sobresaltado, libera su frustración con un resoplido. La manifiesta impaciencia de Paula no disuade al aspirante a conquistador, y empieza a preguntarle cosas. No demasiadas, porque todo lo que quiere es acostarse con ella, y así se lo dice. «Va a ser que no», le rechaza Paula. Su religión no se lo permite. Creyendo que es una de esas chicas que quieren llegar vírgenes al matrimonio, el chico esboza una sonrisa rebosante de cinismo. «No, no es eso. Es que no como cerdo». Las chicas lo han oído todo y estallan en una carcajada que empuja al chico hacia su grupo de amigos. A su regreso -¿Adónde ha ido Sabela?- le es devuelto su mechero, que enciende antes de guardarlo; pero el fuego nunca alcanza su cigarrillo, porque el camarero se lo impide. No está permitido. «Puta ley», maldice para sí mientras sale a la calle. Allí se encuentra a Sabela aplastando una colilla contra el pavimento, y, por una sencilla y nada halagadora asociación de ideas, Paula se acuerda del cretino de antes. Le cuenta la historia a Sabela, que reacciona con el mismo entusiasmo que las demás. «Perdona, ¿me das fuego?». Paula da fuego al chico. Moreno -de piel, ojos y pelo-, bastante mono; simpático, y eso ya hace que sea excepcional. Cuando se da la vuelta Sabela ha desaparecido. La muy puta es una buena amiga. El chico mono y simpático le sonríe. Paula, más molesta que curiosa, le pregunta qué le hace tanta gracia. Él, sin perder la sonrisa, suelta su respuesta, difuminada entre una nube de humo azul. Tras unos instantes de duda, Paula echa el freno de buena gana y sigue la conversación, sintiéndose agradecida con la nueva ley.

miércoles, 8 de junio de 2011

Amina

Amina tiene veintiséis años, tan solo un año más que yo. Amina ha desaparecido. Se la han llevado. ¿Por qué? Porque es siria, y es lesbiana. Seguiría en su casa, a salvo, de no ser porque ella no ha querido callarse, ni taparse. Han tenido que callarla y taparla otros. Ella tenía un blog, "A Gay Girl In Damascus" -ahora administrado por su prima-, que usaba como válvula de escape, como medio para compartir el paradigma de injusticia que era su vida y, tal vez, contribuir a un posible cambio. No era la única en su situación, de eso podía estar segura, y le gustaba pensar que sus palabras pudieran dar alcance a oídos amigos, a ojos que hubiesen llorado por razones parecidas. Objetivo cumplido.

Pertenezco a una generación que se limita a disfrutar de las victorias pasadas. Nuestros abuelos lucharon en la Guerra Civil, sufrieron la posguerra y vivieron la dictadura; nuestros padres contribuyeron en la Transición a la Democracia. Se nos ha dado por pensar que no queda nada por hacer, que se ha conseguido todo. Somos como el típico niñato malcriado que nunca ha tenido que trabajar porque, durante toda su vida, ha podido disfrutar de la fortuna amasada por un abuelo o un padre rico, sin conocer el valor del esfuerzo.

Amina se esforzó, y mucho, en participar activamente en la lucha por los derechos del colectivo LGTB. También escribió sobre el régimen que esclaviza la voluntad en su país.

En España se puede escribir un blog protestando por una injusticia, que nadie se te llevará. Tenemos derechos. Tal vez por eso pensemos que es igual en todas partes, que en todas partes las leyes amparan a un chico o chica homosexual.

Amina es árabe, lesbiana y siria, y por eso ha desaparecido. Yo soy español, gay, ¿y qué?

viernes, 27 de mayo de 2011

Amigos

Una cafetería donde todo es marrón. El café que sirven sin parar, la comida que lo acompaña, los muebles en que es servido; los ojos, el pelo y el ánimo de los clientes. Las paredes que lo enmarcan todo. Un grupo de amigos, todos ellos homosexuales, no por ello menos heterogéneo. Marcos, el de ácida réplica, el irónico, mientras se administra la primera dosis de cafeína del día repasa su último artículo, publicado en una revista de información general orientada al sexo masculino. A su lado se encuentra Eloy, el maniático del control que cree arreglar el desorden de su vida cada vez que pone en orden su piso. Zumo de naranja. Natural. Sin pulpa. Sin azúcar. El ejemplar de la revista que Marcos lee es suyo, y no soporta que este marque las páginas de los artículos publicados con erratas. Llega Alberto, el soltero intermitente. Sin dejar de chatear con su último novio desde su smartphone se sienta al lado de Álvaro. Acomodándose entre los cojines del sofá repara en el modelo de la página en que Marcos se ha detenido. Le pregunta si le conoce, si ha estado en la sesión de fotos. Marcos responde negativamente y Eloy aprovecha la distracción para recuperar la revista. Alberto retoma la conversación via chat. Álvaro, el soñador, que, más que ver el mundo, lo interpreta -y a veces distorsiona- escribe algo en un bloc de notas. Dani, el analítico, le observa con suspicacia. Le pregunta si está escribiendo sobre ellos, sobre ese momento. Álvaro lo niega, pero una sonrisita pícara delata su impostura y Dani le quita el bolígrafo de la mano.

La puerta se abre y entra un chico muy atractivo. Atraviesa el local hasta llegar a una mesa ocupada por dos chicas que el grupo conoce de vista. Marcos se lo come con la mirada, Eloy le saca diez defectos imperdonables en cuestión de segundos; Alberto también se fija en él, pero lo disimula con maestría; Álvaro redacta mentalmente una descripción que incluye su apariencia física y una historia completamente imaginada; por su arquetípico aspecto de niño bien y el modo en que se deja seducir y seduce a las dos chicas, Dani deduce su posible inclinación política y descarta la sexual que todos ellos desearían que tuviera.

Dani se pide otro café con leche, Álvaro sigue bebiéndose su té, Alberto piensa en un descafeinado; Eloy se levanta para llevar su vaso vacío a la barra y Marcos apura el último sorbo de su taza, al mismo tiempo que lanza una mirada furtiva a la revista. La coge, y con el bolígrafo de Álvaro dibuja un bigote al personaje que sale en portada. Anticipándose a la reacción de Eloy, todos ríen por lo bajo. Cuando este vuelve y descubre el retoque, se dirige a Marcos con gravedad, reprochándole que siempre será un crío. ¿Y quién no?, piensa Álvaro, reflexivo.

jueves, 19 de mayo de 2011

Yonki de farmacia

Hola, me llamo Álvaro y soy drogadicto. Mi adicción es prácticamente imposible de superar, porque en cada calle hay un proveedor que me la facilita. En cada calle. Para colmo, es barata. Muy barata. Nunca me he visto en la necesidad de robar para pagar a mi "camello". Mis amigos también consumen, pero ellos controlan. De momento. La cuestión es que si a mí no me queda, puedo pedirles a ellos de modo que no tenga que sufrir el mono. Es muy jodido cuando eso pasa. Sudores fríos, ansiedad, fiebre. Por suerte, no suelo llegar a ese punto. Como digo, pillar no es nada difícil.

La pasti se lleva el dolor. Cualquier dolor. Me duele la cabeza. Pasti. Me duele la garganta. Pasti. Me duelen los músculos. Pasti. La pasti hace que me sienta mejor, incluso antes de que empiece a sentirme mal, incluso cuando no hay razón para pensar que vaya a dejar de sentirme bien en un momento próximo.

Casi siempre es pasti, lo prefiero. Pero, a veces, son polvos. Echo la cabeza hacia atrás y, a medida que la devuelvo a su posición original, noto que ya nada me duele. Con este gesto me sacudo el malestar, al que doy la espalda seguro de que no volverá. Hasta la próxima. Pero para eso está la pasti. Para eso está el analgésico.

Llevo una semana limpio, y pretendo mantenerme así hasta que una gripe me obligue a recaer. Pero es mentira, no llegaré tan lejos. Me conozco. Aguantaré, como mucho, hasta la próxima resaca.

jueves, 5 de mayo de 2011

Instituteces

Hoy he presenciado una pelea entre dos compañeros de clase. Uno le echaba en cara al otro que no le hubiese dejado fotocopiar sus apuntes. No quedándose ahí la cosa, el cruce de acusaciones derivó en violencia física. Que nadie piense en dos machotes, puños de acero y narices sanguinolentas; eran más bien dos niñatos pegándole al aire, por miedo a acercarse demasiado y hacerse daño de verdad. El incidente terminó gracias a la novia de uno de ellos, en quien se ocultaba la verdadera causa de la pelea.

Esto me ha hecho darme cuenta de que, en realidad, nunca abandonamos el instituto. Es como si, a lo largo de la vida, nos dedicásemos a salir de uno para entrar en otro, sin llegar nunca a terminar esa etapa que no se expone a términos medios: el tiempo la idealiza como la mejor de las experiencias o la exagera hasta convertirla en una pesadilla.

Yo nunca he sido un estudiante modelo, pero la expectativa de pasar un año más del necesario en aquel lugar tan frío como un hospital y hostil como una prisión era más de lo que habría podido soportar, así que me las apañé para cumplir las expectativas que todo padre tiene sobre sus hijos y me gradué cuando tenía que hacerlo. El día que tuve en mis manos las notas finales –mi pasaporte a la siguiente parada- fue uno de los más felices de mi vida. Sentí en mi corazón la libertad que ahora sé –también en mi corazón- que nunca llegamos a tener. Podemos acercarnos, la podemos presentir, pero nunca poseer. La libertad, la mayor paradoja de todas.

Incluso la independencia que creemos alcanzar viviendo fuera de casa es irreal. Es verdad que poseemos más libertad de acción, que padre y madre no están lo suficientemente cerca para aplicar su autoridad. Pero mientras vivamos de nuestros padres poco importa que no vivamos con ellos. Seguimos atados; lo seguiremos estando hasta que podamos vivir de nosotros mismos y, tal y como están las cosas en el mundo, eso es algo que resulta cada vez más complicado.

La vida entera es un instituto, uno cuyo final definitivo no hace feliz a nadie.

sábado, 23 de abril de 2011

¿Qué hay en un libro?

En un libro podemos encontrar todo tipo de cosas, tantas como libros escritos, y muchas más. En un libro hay divinas palabras, impresiones y paisajes, correspondencia entre actos. Podemos encontrar nocturnos hermosos y malditos, el ruido y la furia de la tempestad; hay libros de los que emanan sentido y sensibilidad, otros están henchidos de orgullo y prejuicio.

Hay libros que albergan grandes esperanzas en tiempos difíciles; también los hay que exploran crimen y castigo a sangre fría; guerra y paz, los restos del día en esta tierra, el país de las últimas cosas. Sus historias nos han ayudado a enfrentarnos a los demonios de cien años de soledad, de siete noches, de once minutos.

Algún libro nos ha ofrecido el retrato de una dama, mientras que algún otro ha explorado las memorias dun neno labrego.

Los libros cuentan historias de amor, curiosidad, prozac y dudas; relatos de la edad de la inocencia, y la educación sentimental de los miserables.

Un libro es un atlas de geografía humana, un milagro en equilibrio, el sueño de una noche de verano, la vuelta al mundo en ochenta días. Un libro puede ser una tragedia en tres actos, aunque también puede ser casi un cuento de hadas.

Últimamente se dice que un libro es la crónica de una muerte anunciada, pero yo digo que es la noche eterna, el plan infinito, la suma de los días.

Los libros arden mal, porque no deberían arder. Deberían ser la historia interminable.

jueves, 7 de abril de 2011

Putas


Tengo una amiga de la que dicen que es un poco puta. Un poco no es mucho, suele decir ella en broma. Un poco no es malo.

Dicen que es un poco puta porque siempre se la ve con chicos distintos. Se la ve poco con ellos, en realidad, porque al final de la misma noche que los conoce se los lleva a su piso -o se deja llevar al de ellos-, y a la mañana siguiente no se plantea volver a verlos.

A esta amiga mía le encanta el sexo y, como buena aficionada, aspira a conocer todo lo posible sobre la materia, lo que implica acostarse con un chico tras otro, porque cada uno le aporta algo nuevo, algo diferente que no ha encontrado en los demás. Acostarse siempre con el mismo implicaría, tarde o temprano, caer en la monotonía.

Debo aclarar una cosa: ella no se acuesta con cualquier tío. Se acuesta con muchos tíos, sí; pero a todos los elige ella. De hecho, me atrevería a asegurar que ha rechazado a un número mayor del que corresponde a los que se ha llevado a la cama.

No es que sea necesario justificar su comportamiento, porque es muy libre de hacer lo que le dé la gana, que la chica es mayorcita.

Tengo otra amiga. Conocida, más bien. Lo cierto es que me cae un poco mal. La cuestión es que ésta ha tenido tantos novios como la otra compañeros sexuales.

Esta chica-amiga-conocida no se mete en la cama con un chico que acaba de conocer; no siempre, en cualquier caso. Por eso, a ojos de los demás, no es puta. Ni mucho ni poco. Ella es ese tipo de persona a la que tal vez pierdas de vista durante un tiempo y, cuando reaparece -hayan pasado días, semanas o meses-, invariablemente lo hace de la mano de alguien diferente a quien estaba con ella la última vez.

Siempre tiene novio. Le duran poco, y el tiempo que tarda en encontrar un sustituto es proporcional al tiempo que tarda en dejarlo o ser dejada. Se "enamora" con una facilidad extraordinaria. Desde el minuto cero lo da todo por su chico; le cuenta su vida de principio a fin, sus temores, sus deseos, sus gustos, sus disgustos, sus alegrías; se olvida de sus amigos, porque invierte cada minuto en su nueva inversión como si ésta fuera la clave para convertirla en un valor seguro. Hace de cada una de sus relaciones un dúplex, y ella siempre es el piso de arriba.

Lo cierto es que se lanza a los brazos de cualquiera, porque cualquiera le parece válido como pareja. Lo importante es tenerla.

Ahora me pregunto: ¿quién es más puta? ¿La que se desnuda emocionalmente con el primero que pasa o la que se limita a quitarse la ropa?

lunes, 28 de marzo de 2011

Tres chicos solteros

Os presento a Mr. Hayworth, Mr. Monroe y Mr. Hepburn. Los tres son amigos, los tres son gays. Los tres son solteros. De hecho, los únicos solteros en su numeroso grupo de amigos. Es inevitable preguntarse la razón de que tres chicos como ellos, seres humanos perfectamente válidos, no hayan sido capaces de encontrar un compañero cuya humanidad sea tan válida como la suya. Dicha validez radica en tres factores: atractivo físico, inteligencia y equilibrio entre bondad y maldad; vamos, que son buena gente.

He decidido proteger su anonimato para evitar echar más leña al fuego. Ya lo tienen bastante difícil sin mi colaboración.

Mr. Hayworth es el clásico cínico, aunque él lo llama ser realista. No cree en cuentos de hadas, finales felices o cualquier otra realidad que implique cosas tan poco prácticas como manzanas envenenadas y zapatos de cristal. Le gusta la comida sana que no causa paros cardíacos, y los zapatos que normalmente usa están hechos de materiales resistentes, tanto como su corazón, revestido de una fina pero sólida capa de escarcha. No es que sea frío, simplemente mantiene sus emociones a raya. Uno tiene que cuidarse de que no le hagan daño, se defiende. Padece lo que él mismo llama el “síndrome del cazador”, es decir, es adicto a la euforia que, escopeta en ristre -evitemos analogías desafortunadas- genera la caza, perdiendo todo el interés en la presa en cuanto la consigue.

Mr. Monroe se comporta como los camaleones, que se adaptan al entorno para sobrevivir. Él es el novio perfecto, porque hace todo lo posible por agradar a cada chico que conoce, asimilando la personalidad de éste hasta hacerla suya. Por ejemplo, si conociese a un chico al que le gustasen las bandas de rock indie, él empezaría a manifestar un espontáneo interés por ese tipo de música, consiguiendo encajar a la perfección en la forma de pensar y estilo de vida de dicho chico. El problema de este planteamiento es que, tarde o temprano, sus relaciones terminan haciendo aguas, porque la química que las mantenía a flote era algo artificial, una mentira.

Mr. Hepburn es el eterno soñador, empeñado en buscar al hombre perfecto a sabiendas de que se trata de una quimera. Nunca ha tenido una relación propiamente dicha, porque no ha dado a ninguno de los chicos que ha conocido la oportunidad de alcanzar con ellos ese nivel. Tiene la idea del romance idealizado tan enraizada en su cabeza que, inevitablemente, la realidad le resulta demasiado vulgar. El sexo informal queda descartado, porque lo considera la manifestación física de la desnudez emocional, que es incapaz de experimentar con alguien a quien apenas conoce; le resulta tedioso quedar con chicos porque las primeras citas le recuerdan a entrevistas de trabajo: incómodas y sujetas a expectativas muy altas. En definitiva, está solo porque lo prefiere a estar con cualquiera.

Tales son las circunstancias de Mr. Hayworth, Mr. Monroe y Mr. Hepburn. Puede parecer extraordinariamente sencillo sacar conclusiones y dar a su soltería una razón evidente; el comportamiento de cada uno de ellos responde a una pauta que casi podría definirse como tópica, y sus errores son de manual, pero nada es tan complicado como el corazón humano y el modo en que cada uno de nosotros alimenta sus necesidades, o el porqué de que no lo hagamos. Ellos, al menos, sí buscan ese alimento, aunque lo hagan en el lugar equivocado, aunque lo hagan mal. La cuestión, y, al final, lo único que importa, es que no dejan de hacerlo. Ésa es la clave: no rendirse nunca.

viernes, 18 de marzo de 2011

Un día cualquiera

09:00. Suena This Is Your Life de The Killers. El día acaba de empezar y ya se han jodido dos cosas: la primera es la canción, que de tanto despertarme he terminado aborreciéndola; lo segundo es mi estado de ánimo. Detesto madrugar.

09:25. Echo un chorro de leche al café y, de pronto, no lo veo todo tan negro.

10:00. No conozco a nadie en el aula, así que me siento cerca de la puerta para ser el primero en salir. Nótese que todavía no ha empezado la clase y ya estoy pensando en marcharme.

10:10. Imparte la clase un profesor. Ningún maestro.

10:15. En diagonar hacia abajo en las gradas veo a un chico monísimo. La naturaleza le dio una espalda fuerte y una melena rizada y rubia; mi imaginación, ojos azules. Se gira para hablarle a la chica que se sienta a su lado. Se ríen de algo realmente gracioso. El profesor está demasiado absorto en su discurso como para darse cuenta de que nadie más lo está escuchando.

10:20. Me aburro. Empiezo a contar los colores del aula, pero enseguida lo dejo; no conozco tantos tipos de blanco.

14:00. Hora punta en el comedor de Medicina. Vengo aquí porque la comida es tan buena como barata: mucho.

16:00. Vuelvo a coincidir con el chico rubio monísimo de la clase de las diez. Esto promete.

17:00. A la salida de clase el chico rubio monísimo es recibido con un beso y un abrazo por un chico moreno monísimo. Mi gozo en un pozo.

17:15. Un té rojo con El Gran Gatsby.

18:45. No hay mucha gente en la biblioteca. La bibliotecaria y yo.

19:20. La bibliotecaria se queda sola.

19:50. Salgo del videoclub con dos películas. Me ha costado elegirlas. Cada vez me cuesta más tomar decisiones.

20:05. El piso está como lo dejé: oscuro y desordenado.

21:30. En cuanto termina la primera película me preparo algo de cenar. Ceno.

22:00. Meto la segunda película en el portátil. Una comedia. No me apetece pensar.

00:00. A la cama.

jueves, 3 de marzo de 2011

¿Qué es un adulto?

Hay palabras que pesan demasiado. Amor, sexo o muerte son algunos ejemplos. Todas ellas evocan en quien las escucha sensaciones contradictorias. Miedo, deseo, dolor. Tal vez todo al mismo tiempo.
La palabra adulto posee un peso extraordinario. ¿Qué es un adulto? Un adulto es aquel hombre o mujer que se encuentra en el periodo vital correspondiente a la madurez física y mental. No lo he buscado en el diccionario, lo he escrito a medida que me venía a la cabeza. Pero no es una definición acertada. Dicha definición es la de lo que entendemos como un adulto, no lo que es.
Un adulto sigue siendo un adulto a pesar de no comportarse como tal. Un hombre en plena crisis de mediana edad, que se emborracha y se acuesta con alguien distinto cada noche a pesar de estar comprometido, actuando como un niñato, no se comporta como el adulto que es, pero no por ello deja de serlo. Es inmaduro, patético, pero sigue siendo un adulto. Un crío que hace los deberes todos los días y ayuda a sus padres en las tareas domésticas es alguien que se comporta como todo un hombre, como una persona adulta. Pero sigue siendo un crío.
¿Qué es un adulto? ¿Por qué causa tanta expectación en aquellos que la escuchan en la lejanía y tanto rechazo en quienes la padecen?
¿Qué es un adulto?
Yo soy un adulto, o eso dicen, dada mi edad. A los veinticinco uno debe considerarse una persona adulta, cumpla los requisitos socialmente establecidos o no. Yo soy estudiante, no trabajo; ayudo a mis padres en las tareas domésticas -a veces-; no follo con uno distinto cada noche, aunque tampoco tengo una relación de pareja estable. Nunca he tenido estabilidad. ¿Qué es la estabilidad? Un valor adulto, desde luego. Propio de una persona adulta. Pero, ¿qué es un adulto?

lunes, 14 de febrero de 2011

Algo sombrío

Me desperté bañado en sudor. El pelo húmedo, la garganta seca. Aparté las mantas y, con los ojos entrecerrados, me incorporé. Estaba mareado, angustiado por un problema todavía desconocido. Pero no por desconocido era menor un problema. Atravesé el estrecho pasillo con la intención de ir al cuarto de baño, pero un intenso olor a alcohol me enganchó las fosas nasales con la fiereza de un garfio, arrastrándome hacia el salón. Un salón vacío, solo ocupado por tres sombras con formas humanas, tres chicos de mi edad; cada uno sostenía una copa de cóctel, y la llenaban una y otra vez de un licor compuesto de todos los licores, que rebosaba de una ponchera enorme en torno a la que bailaban desaforadamente, sin preocuparse de resbalar con el charco que cubría el suelo bajo sus pies. Por todas partes había botellas, alguna rota, todas vacías. Los tres estaban semidesnudos: todo su atuendo era una sudadera negra que llevaban desabrochada, y aquello me pareció incluso más extraño que el hecho mismo de que hubiera tres desconocidos emborrachándose en el salón de mi piso. Pero no eran desconocidos, al menos dos de ellos. De algún lugar indeterminado llegó la suficiente luz para descubrir la identidad de mis dos mejores amigos.
El que permanecía en el anonimato se atragantó al tomar un trago, quemando su garganta ya ronca de tanto reír a carcajadas. Alberto y Eloy le acompañaron. Lo que a ellos hacía tanta gracia, a mí me ponía los pelos de punta. Era un espectáculo grotesco.
Parecieron notar mi presencia, porque detuvieron el baile y las risas. Las sombras que los seguían, aunque se demoraron unos segundos más, pararon con ellos.
El tercer personaje, que me daba la espalda, miró alternativamente a sus dos compañeros y, mientras estos parecían relamirse con el veneno de sus intenciones, anunció:
-En mis dedos un escalofrío... Se aproxima algo sombrío.
Empezó a girarse, pero no llegué a encontrarme con su mirada, porque al segundo estaba despierto. De nuevo bañado en sudor y mareado, pero esta vez de verdad. Me había quedado dormido en el sofá mientras veía una versión de Macbeth ambientada en tiempos modernos, con mafiosos y pistolas sustituyendo a caballeros y espadas. Lo que funcionó una vez..., debió pensar el director de la película.
Me incorporé. A medida que me recuperaba del mal sueño, se hizo más evidente la vibración de mi teléfono móvil, que llevaba un rato intentando llamar mi atención. Era Alberto, con una pregunta que hacerme:
¿Salimos esta noche?