viernes, 27 de mayo de 2011

Amigos

Una cafetería donde todo es marrón. El café que sirven sin parar, la comida que lo acompaña, los muebles en que es servido; los ojos, el pelo y el ánimo de los clientes. Las paredes que lo enmarcan todo. Un grupo de amigos, todos ellos homosexuales, no por ello menos heterogéneo. Marcos, el de ácida réplica, el irónico, mientras se administra la primera dosis de cafeína del día repasa su último artículo, publicado en una revista de información general orientada al sexo masculino. A su lado se encuentra Eloy, el maniático del control que cree arreglar el desorden de su vida cada vez que pone en orden su piso. Zumo de naranja. Natural. Sin pulpa. Sin azúcar. El ejemplar de la revista que Marcos lee es suyo, y no soporta que este marque las páginas de los artículos publicados con erratas. Llega Alberto, el soltero intermitente. Sin dejar de chatear con su último novio desde su smartphone se sienta al lado de Álvaro. Acomodándose entre los cojines del sofá repara en el modelo de la página en que Marcos se ha detenido. Le pregunta si le conoce, si ha estado en la sesión de fotos. Marcos responde negativamente y Eloy aprovecha la distracción para recuperar la revista. Alberto retoma la conversación via chat. Álvaro, el soñador, que, más que ver el mundo, lo interpreta -y a veces distorsiona- escribe algo en un bloc de notas. Dani, el analítico, le observa con suspicacia. Le pregunta si está escribiendo sobre ellos, sobre ese momento. Álvaro lo niega, pero una sonrisita pícara delata su impostura y Dani le quita el bolígrafo de la mano.

La puerta se abre y entra un chico muy atractivo. Atraviesa el local hasta llegar a una mesa ocupada por dos chicas que el grupo conoce de vista. Marcos se lo come con la mirada, Eloy le saca diez defectos imperdonables en cuestión de segundos; Alberto también se fija en él, pero lo disimula con maestría; Álvaro redacta mentalmente una descripción que incluye su apariencia física y una historia completamente imaginada; por su arquetípico aspecto de niño bien y el modo en que se deja seducir y seduce a las dos chicas, Dani deduce su posible inclinación política y descarta la sexual que todos ellos desearían que tuviera.

Dani se pide otro café con leche, Álvaro sigue bebiéndose su té, Alberto piensa en un descafeinado; Eloy se levanta para llevar su vaso vacío a la barra y Marcos apura el último sorbo de su taza, al mismo tiempo que lanza una mirada furtiva a la revista. La coge, y con el bolígrafo de Álvaro dibuja un bigote al personaje que sale en portada. Anticipándose a la reacción de Eloy, todos ríen por lo bajo. Cuando este vuelve y descubre el retoque, se dirige a Marcos con gravedad, reprochándole que siempre será un crío. ¿Y quién no?, piensa Álvaro, reflexivo.

jueves, 19 de mayo de 2011

Yonki de farmacia

Hola, me llamo Álvaro y soy drogadicto. Mi adicción es prácticamente imposible de superar, porque en cada calle hay un proveedor que me la facilita. En cada calle. Para colmo, es barata. Muy barata. Nunca me he visto en la necesidad de robar para pagar a mi "camello". Mis amigos también consumen, pero ellos controlan. De momento. La cuestión es que si a mí no me queda, puedo pedirles a ellos de modo que no tenga que sufrir el mono. Es muy jodido cuando eso pasa. Sudores fríos, ansiedad, fiebre. Por suerte, no suelo llegar a ese punto. Como digo, pillar no es nada difícil.

La pasti se lleva el dolor. Cualquier dolor. Me duele la cabeza. Pasti. Me duele la garganta. Pasti. Me duelen los músculos. Pasti. La pasti hace que me sienta mejor, incluso antes de que empiece a sentirme mal, incluso cuando no hay razón para pensar que vaya a dejar de sentirme bien en un momento próximo.

Casi siempre es pasti, lo prefiero. Pero, a veces, son polvos. Echo la cabeza hacia atrás y, a medida que la devuelvo a su posición original, noto que ya nada me duele. Con este gesto me sacudo el malestar, al que doy la espalda seguro de que no volverá. Hasta la próxima. Pero para eso está la pasti. Para eso está el analgésico.

Llevo una semana limpio, y pretendo mantenerme así hasta que una gripe me obligue a recaer. Pero es mentira, no llegaré tan lejos. Me conozco. Aguantaré, como mucho, hasta la próxima resaca.

jueves, 5 de mayo de 2011

Instituteces

Hoy he presenciado una pelea entre dos compañeros de clase. Uno le echaba en cara al otro que no le hubiese dejado fotocopiar sus apuntes. No quedándose ahí la cosa, el cruce de acusaciones derivó en violencia física. Que nadie piense en dos machotes, puños de acero y narices sanguinolentas; eran más bien dos niñatos pegándole al aire, por miedo a acercarse demasiado y hacerse daño de verdad. El incidente terminó gracias a la novia de uno de ellos, en quien se ocultaba la verdadera causa de la pelea.

Esto me ha hecho darme cuenta de que, en realidad, nunca abandonamos el instituto. Es como si, a lo largo de la vida, nos dedicásemos a salir de uno para entrar en otro, sin llegar nunca a terminar esa etapa que no se expone a términos medios: el tiempo la idealiza como la mejor de las experiencias o la exagera hasta convertirla en una pesadilla.

Yo nunca he sido un estudiante modelo, pero la expectativa de pasar un año más del necesario en aquel lugar tan frío como un hospital y hostil como una prisión era más de lo que habría podido soportar, así que me las apañé para cumplir las expectativas que todo padre tiene sobre sus hijos y me gradué cuando tenía que hacerlo. El día que tuve en mis manos las notas finales –mi pasaporte a la siguiente parada- fue uno de los más felices de mi vida. Sentí en mi corazón la libertad que ahora sé –también en mi corazón- que nunca llegamos a tener. Podemos acercarnos, la podemos presentir, pero nunca poseer. La libertad, la mayor paradoja de todas.

Incluso la independencia que creemos alcanzar viviendo fuera de casa es irreal. Es verdad que poseemos más libertad de acción, que padre y madre no están lo suficientemente cerca para aplicar su autoridad. Pero mientras vivamos de nuestros padres poco importa que no vivamos con ellos. Seguimos atados; lo seguiremos estando hasta que podamos vivir de nosotros mismos y, tal y como están las cosas en el mundo, eso es algo que resulta cada vez más complicado.

La vida entera es un instituto, uno cuyo final definitivo no hace feliz a nadie.