jueves, 30 de diciembre de 2010

Razones por las que 2010 ha sido un gran año

La primera noche del año, celebrada en una gran fiesta dentro de una pequeña choza, donde nos reunimos las chicas y yo después de brindar con la familia en una cena inolvidable. Nunca una resaca había merecido tanto la pena.

Todas esas asignaturas aprobadas, que no hace mucho iban unidas a un "Suspenso" inmemorial. Mi creciente gusto por el arte en todas sus formas. El misterio de El club Dumas de Pérez-Reverte, la elegancia de Hermosos y malditos de Fitzgerald; el descubrimiento de Paul Auster y la confirmación de Isabel Allende. El plano secuencia inicial de A Touch of Evil, la escena final de Remember me y A Single Man de principio a fin. Betty Draper disparando a las palomas del vecino, Russell Edgington dando paso al hombre del tiempo. Los jueves con la Filharmonia de Galicia, los sábados con The Killers y Lady Gaga. Jamie Cullum poniendo banda sonora a esta etapa de mi vida.

La tarde en que me hice la foto de la orla y la emoción que me causó verme con la toga, por muy horrible que fuese aquel azul. El Acto de Licenciatura, más simbólico que falso. Mi primer trabajo.

El fin de semana en la casa rural: saltar al otro lado del riachuelo como la mayoría, negándonos a que aquél fuese el final de la ruta; la noche de juegos de mesa y el momento de compenetración con Eloy. El sábado egocéntrico con Alberto, que está más cerca que nunca; y Eloy, estando lejos, prueba de que la distancia no tiene por qué separar. Ambos, fundamentales. La boda de Sole, porque no es lo mismo que se case un pariente a que lo haga un amigo. Los chapuzones en la piscina de P.P., encontrar a Sabela en el Messenger casi todos los días, la tarde que Sara, Mara y yo charlamos con la estatua de Valle-Inclán, el inocente flirteo entre Paula y yo, la felicidad de ver a Ana feliz, el éxito profesional de Pili, el recuerdo de Carmela, algún momento con Marta; Málvaro y Malaura, el vínculo con Inés; las cañas con Saínza y las bromas de Javi; Dar no Cravo con la "Patata", las obscenas conversaciones con Mele, los cafés con Esterci, las risas con Patri, la sorpresa de encontrarme a Sandra después de siglos. Las amistades que han empezado.

Mi madre tocando el piano en el salón, mi padre haciendo la comida en la cocina, mi hermano a sus cosas en la habitación de al lado y Assi husmeando en cada rincón.

La noche en que la Selección Española se hizo con la victoria. Bastavales 2010. Los ocho días en Lisboa.

Los cumplidos inesperados, las miradas de ida y vuelta; las conversaciones estimulantes, y las intrascendentes también. Los paseos por blogs amigos. La primavera de Vida a los 20, el verano de la revista Amateurs, el otoño de los relatos rechazados y el invierno de la falta de confianza en mis palabras. Los ratos pasados con los dedos acariciando el teclado y los ojos escudriñando la pantalla, los más apasionantes, los más estimulantes. Los mejores.

A todos y a todo, gracias por un gran año.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Hermosos y malditos borrachos

Donde la imagen se emborrona por las nubes de humo del tabaco no esperes encontrar nada optimista, ni siquiera en una cafetería a las seis de la tarde, alrededor de una mesa de madera conquistada por tazas de café y puntos de vista. La alternativa es la barra de un bar de copas, donde la visión es igual de difícil, tal vez más, porque uno siempre encuentra nuevas formas de complicarse, de perderse, y aquí a todas ellas se las llama con nombres de bebidas alcohólicas. El humo del tabaco nos nubla la vista; la bebida hace lo mismo con la razón.

Las pocas veces que se me ha dado por salir de fiesta sin probar un solo trago, la experiencia no tardó en convertirse en un experimento revelador. La primera pregunta es evidente: ¿soy yo igual cuando me emborracho? Me cuesta admitirlo, pero sé que sí. A medida que bebo, mi personalidad se distorsiona hasta dar lugar a un ser que no reconocería si lo viera desde fuera. Ese chico es la persona más dicharachera del mundo y, al contrario que su homónimo -no me atrevería a considerarnos análogos-, carece totalmente de vergüenza. A él no le preocupa perder la compostura, le trae sin cuidado lo que piensen de él. Para bien o para mal.

A pesar de lo aterrador que resulta convertirse en semejante esperpento, no sabría determinar cuál de las dos experiencias es peor: ser el espectador o el protagonista. El primero debe soportar el choque con la realidad, mientras todos a su alrededor disfrutan de la ilusión de felicidad que acompaña a la embriaguez; el segundo no sufre el momento, pero sí las consecuencias.

Como cantaba Boris Vian, Je bois systèmatiquement, pero también soy espectador ocasional. Cualquiera que sea el punto de vista bajo el que se analice el asunto, puedo llegar a una conclusión irrefutable: todo se ha vuelto terriblemente vulgar.

¿Cuándo ha sucedido esto? ¿En qué momento de la Historia perdimos la clase a la hora de disfrutar del placer proporcionado por los vicios?

Últimamente he estado leyendo a F. Scott Fitzgerald, y tal vez se deba a este contacto con la Era del Jazz que se me haya dado por comparar nuestro tiempo con aquél, cuya palabra clave era "elegancia".

Elegancia hasta para lo más sórdido.

Menudas fiestas aquellas en que se tocaba la mejor música -la única capaz de sonar deprimente y entusiasta al mismo tiempo-, mientras la gente bebía y fumaba, sentados o en pie, charlando o bailando, hasta que el amanecer los sorprendía, con suerte antes que los Intocables. Menuda forma de encender los cigarrillos, el complemento más femenino entre los labios de una dama, el más varonil entre los dedos de un caballero.

Menudas juergas en los night clubs de moda; menudas reuniones en casas privadas, que no eran botellones, sino soirées.

Por supuesto, la gente vomitaba igual a como lo hacemos nosotros hoy en día, también sufrían la molesta resaca y, desde luego, esa copa que sobra les afectaba del mismo modo en la cara, desfigurándola hasta convertir la lozanía de unas horas antes en un retrato grotesco. Todo era igual, pero distinto.

Tan distinto.

martes, 30 de noviembre de 2010

Málvaro

Yo no soy una mala persona, lo prometo. Pero es que a veces la gente me lo pone muy difícil. La dependienta que te mira como si le hubieses pedido algo imposible cuando todo lo que quieres es una talla más o menos, el conductor que se come un semáforo para casi comerte a ti a continuación, la avispada señora que intenta colarse en el súper –que te acusa de ser un maleducado cuando se lo impides-, la paleta que se dedica a echar una meada sobre su novio cada vez que lo ve hablando con alguien que no sea ella, el pijindie que te mira por encima del hombro cuando no respondes con interés a sus esnobismos; los que te empujan, los que fingen no verte.

Los gilipollas.

Crúzate con una de esas personas -o todas ellas a lo largo de un solo día- y veremos cuánto tardas en convertirte en un auténtico hijo de puta. Es la jungla urbana. O ellos o yo. Y yo me prefiero a mí.

No hace mucho tiempo ser educado era fundamental para ganarse el respeto de los demás. La vulgaridad, por el contrario, era un rasgo despreciable. Me pregunto cuál fue el punto de inflexión en que todo empezó a cambiar.

Ya nadie es amable, una cualidad que no tardará en convertirse en un anacronismo, como apartar la silla para que una dama se siente o rezar una oración antes de comer. Cierto, determinadas costumbres están merecidamente obsoletas, pero la amabilidad no debería ser una de ellas.

En La Letra Escarlata, Nathaniel Hawthorne escribe que la naturaleza humana posee la cualidad de amar con mayor facilidad de la que tiene para odiar, siempre y cuando no entre en juego el egoísmo. Éste es, sin duda, el gran enemigo de todos nosotros como comunidad, que es lo que somos, aunque no lo parezca.

Como todo proceso evolutivo –o degenerativo-, ha sucedido de una forma tan sutil y dilatada en el tiempo que apenas hemos podido darnos cuenta, pero lo cierto es que nos hemos convertido en una sociedad de antisociales.

Mi amiga Laura dijo una vez que sentía ser mala a veces, pero algunas personas se lo merecían. Suena terrible, como casi todas las grandes verdades de la vida.

Terriblemente cierto.

jueves, 21 de octubre de 2010

Bebe, duerme, folla

Acabo de llegar a casa después de pasarme dos horas viendo cómo Julia Roberts, en la piel de una escritora insatisfecha con su vida, se embarca en la clase de viaje que muchos decimos que nos encantaría hacer pero que nunca llega a realizarse por puro fantasioso. Un año entero repartido en tres países, cada uno dedicado a un objetivo concreto; a saber, la recuperación del gusto por los pequeños placeres como la comida en Italia, alcanzar la paz espiritual en un ashram en la India y buscar el equilibrio entre una cosa y otra en Bali, lo que la conduce a enamorarse de verdad por primera vez en su vida.
Desde entonces no he dejado de pensar en lo lejos que estamos de alcanzar ese balance que la autora y protagonista de “Come, reza, ama” consiguió cuando pensaba que nunca llegaría a conocerse a sí misma que, a mi juicio, es la única manera de llegar a ser plena y auténticamente feliz. Después de todo, mientras no sepas lo que eres y, por tanto, lo que quieres, nada te va a hacer feliz durante demasiado tiempo. Estoy hablando de la insatisfacción crónica, esa enfermedad que mata más vidas que el cáncer, aunque carece de síntomas físicos y sólo afecta a la salud mental, por lo que resulta totalmente compatible con la vida. Conozco ancianos que llevan padeciéndola años y años sin saberlo siquiera.
Hoy día una aventura semejante parece impracticable. En primer lugar, la gente ya disfruta con la comida y, sobre todo, con la bebida. Demasiado, en realidad. La cultura del alcohol, particularmente en España, habla por sí sola. Bebemos para celebrar, bebemos para llorar; vino en las comidas de trabajo, cerveza en las cenas entre amigos. Siempre en exceso.
En lo que a espiritualidad se refiere, la falta de ésta es la gran ausente de nuestras vidas, y no hablo de religión organizada, sino de un sentimiento tan personal y profundo como la fe en algo –lo que sea- que no tenga que ver con los cinco sentidos. Estamos demasiado cansados para profundizar en los grandes misterios de la vida. En verdad, lo más cerca que estamos de creer en lo increíble es cuando dormimos. El mundo de los sueños, nuestro actual Paraíso –que hace las veces de Infierno-, es lo máximo que llegamos a alejarnos de la realidad. Ni siquiera somos capaces de tener fe en nosotros mismos –la gente se preocupa más de actualizar su perfil de Facebook que la personalidad misma-, no es de extrañar que tampoco tengamos fe en ideas más elevadas.
El amor. Ha llegado a distorsionarse tanto que ya nadie sabe qué es o cómo se siente al tenerlo cerca. Al verdadero, no a las muchas y muy variadas copias que nuestra sociedad ha creado en serie de algo que antes era único e incuestionable. Lo seguimos necesitando tanto como antes, eso no ha cambiado ni lo hará nunca, y lo buscamos con tanta desesperación que acabamos conformándonos con sus formas más pobres e ingratas, como las relaciones que se perpetúan por el simple hecho de tener compañía o tener sexo demasiado pronto por miedo a dejar escapar algo que podría ser especial.
Visto lo visto, nuestra vida se acerca más a algo así como “Bebe, duerme, folla”.
No es que no disfrute de ninguna de las tres. Me gusta probar todo tipo de bebidas y no me preocupa excederme mientras mi cuerpo lo aguante, sufro cada vez que tengo que madrugar y considero el sexo como otro de los grandes placeres de la vida.
Pero quiero pensar que hay algo más. De hecho, así lo creo.
Tengo fe en ello.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Viaje de ida y vuelta

Me dijeron una vez que en los aeropuertos es donde se concentra una mayor cantidad de historias personales. Es bastante romántico, si te paras a pensarlo. Toda esa gente subiendo y bajando de aviones, dando el primer paso hacia una nueva vida en el extranjero o volviendo al lugar de origen, el que consideran su hogar; hombres y mujeres de negocios arrastrando maletas mínimas cargadas de lo justo para dos días de congreso, padres que esperan impacientes la aparición del hijo al que no han abrazado en semanas, quizá meses; las piernas impacientes que no saben estar quietas en la cola de la puerta de embarque, tantas miradas expectantes dirigidas al avión que acaba de aterrizar. La misma premisa se da en otros medios de transporte como el autobús, aunque restringida a territorio nacional.

Hace semanas que he vuelto, pero sigo recordando el día de mi partida como si hubiera sucedido ayer. Me fui sintiendo un bloqueo que me impidió ser consciente de mi nerviosismo, aunque sabía perfectamente que no estaba ni mucho menos tranquilo. Es una sensación única, la que te empuja a embarcarte en una nueva vida al mismo tiempo que luchas contra la resistencia ante lo desconocido.

Yo decidí volver, seguir con mi vida de siempre. Sin embargo, a mi particular manera, he empezado un nuevo viaje. Prueba de ello es el hecho de que dicho bloqueo me ha acompañado durante los primeros días de mi vuelta.

Cada nuevo paso que doy me reafirma en mi teoría de que nada es ni será ya igual a como era antes del último verano. Esa vida a la que esperaba regresar se terminó cuando cogí el autobús rumbo a Lisboa, aunque haya desandado mis pasos volviendo a Galicia. El escenario es el mismo, al menos lo parece, pero la historia ha pasado al siguiente capítulo. Casi puedo leer el título escrito en negro sobre el blanco de las nubes, cada vez más abundantes y densas. Como mis expectativas.

Acertado o equivocado, estoy viviendo mis decisiones. Me siento optimista con respecto a ellas, y algo me dice que no me arrepentiré. En cualquier caso, las estaciones siempre estarán en el mismo sitio, si es que quisiera cambiarlas.

Somos los viajeros los que nos movemos.

martes, 17 de agosto de 2010

El guapo, el feo y el superficial

El verano tiene la particularidad de que puedes pasarte el día sin hacer absolutamente nada, que nadie te acusará de ser un vago. Hace un par de días, tras una noche de fiesta, Marta, Sabela y yo aceptamos la invitación de Paula P. para pasar la tarde en su casa de verano. Aproximadamente cuatro horas tumbado boca arriba, con la mente en blanco. Existía un alto riesgo de acabar quemado.
Hacía un mes y medio que Sole se había casado y el recuerdo de la boda todavía estaba latente. Para colmo, la noticia de su embarazo nos llegó como una cana que aparece en el pelo antes de tiempo. Te pasas la vida esperando que suceda, pero nunca tan pronto.
El primer sobrinito, pensamos todos, y el amor por aquella criatura que empezaba a crecer se impuso sobre el impacto inicial.
Con el futuro a ocho meses de distancia y el recuerdo del pasado en forma de resaca, fue cuestión de tiempo que tomásemos conciencia de lo que estaba sucediendo en el presente inmediato. El presente de Marta, para ser exactos, que llevaba diez meses saliendo con el mismo chico.
Nos aseguró con sospechosa insistencia que en absoluto se trataba de una relación estable, mucho menos seria, dos cualidades que no siempre iban unidas, tal era el caso. Quedaban de vez en cuando, se iban de cañas, se reían; por supuesto, también había sexo. La cuestión es que el chico es feo, del tipo que, según Marta, le avergonzaría presentarlo en sociedad.
Hay que tener en cuenta que Marta no es muy amiga de los compromisos. Busca alguien con quien divertirse, nada más. El caso de este último fichaje, según ella, se le fue de las manos. Se trataba de un chico de los que daba gusto conocer, con el que el tiempo pasaba volando y el aburrimiento no era más que una lejana idea, inerte en su compañía. Tanto era así, que la apariencia física se distorsionaba y los ojos de mi amiga llegaban a ver a la personalidad más allá de la persona. Lo que a ella le preocupaba era que el resto de la gente no tuviera su misma facilidad para ignorar la melena desgreñada y los ojos saltones de su chico, para valorar su extraordinario sentido del humor y amabilidad de caballero.
-¿Ves? Yo no tengo ese problema –intervino Sabela mientras se echaba crema con las dos manos; sin la menor dificultad, hablaba al mismo tiempo que un cigarrillo se consumía entre sus labios-. Yo sólo salgo con guapos y sosos.
-Por eso no te duran –intervino Paula P-. La belleza por sí sola no puede sostener una relación. Es como un tío con una polla enorme, pero que no sabe qué hacer con ella. No basta con tener la herramienta, también hay que tener el carisma para usarla.
Me pregunté cuál de los dos puntos de vista era más superficial. El de Sabela, que ni se molesta en conocer a un chico si no le llama la atención físicamente; o Marta, que sí lo hace, pero negándose la posibilidad de profundizar.
-¿Tú qué prefieres? –me preguntaron.
Hice un repaso general de todos los chicos que me habían gustado. Demasiados. Reduje la lista a aquellos con los que había salido y con los que me habría gustado tener algo más.
Pensé en el armariado. Era muy guapo, además tenía personalidad. La personalidad de un capullo. Algunas veces me pregunto si lo que conocí de él no sería otra cosa que la mezcla entre el personaje inventado por él para ganarme y lo que mi propia imaginación había añadido. En ese caso, debería contar con una forma nueva de ser superficial: aquella que no escoge a las personas ni por su aspecto ni por su labia, sino que toma un físico agradable y se inventa una personalidad idílica, como yo mismo hice en más de una ocasión, armariado incluido.
Por lo demás, en mi lista de ligues había de todo. Guapos gilipollas, guapos e interesantes, interesantes pero feos; feos y, para colmo, imbéciles. De todo.
Es probable que la razón de que no haya durado con ninguno no se deba a haberme cansado de ellos, sino que me había cansado de mi propia fantasía, lo que me conduce a una única y deprimente conclusión:
No sé lo que quiero.