lunes, 27 de octubre de 2008

Espejo, Espejito...

Existe un hábito diario al que nos hemos acostumbrado los humanos. No estoy hablando de darse una ducha nada más levantarse por la mañana; tampoco me refiero a la necesidad de lavarnos los dientes después de cada comida. Si hay algo de lo que no podríamos prescindir en nuestra rutina diaria es el hecho de admirar nuestro reflejo.
La necesidad de asegurarnos de que nuestro aspecto físico permanezca inalterado durante toda la jornada supone la obligación de volcar nuestra atención a cualquier superficie reflectante que nos encontremos a nuestro paso. Puede tratarse del cristal de un escaparate mal iluminado o tal vez el impreciso reflejo de un charco en mitad de la calle. No importa cuál sea el improvisado soporte sobre el que volcar la ardua tarea de conocer nuestro aspecto, lo importante es asegurarnos de que no haya crecido el grano con el que despertamos y de que el cabello que tanto nos ha costado peinar permanezca tan lustroso como acondicionado.
Entonces, cuando ya nos hemos cerciorado de que la imagen proyectada al exterior cumple con los requisitos básicos necesarios para satisfacer nuestra vanidad, podemos continuar caminando hacia donde nos dirigíamos antes de detenernos a causa del hipnótico influjo de un vago e impreciso aunque satisfactorio reflejo de nosotros mismos.
Pero, ¿qué sucede cuando esa imagen que el espejo nos devuelve nos provoca tal insatisfacción que la idea de quedarse encerrado en casa resulta mucho más atractiva que cualquier otra cosa? ¿Se trata de una copia auténtica de uno mismo o no es más que la distorsionada versión que nuestra mente crea a partir de nuestros más profundos complejos? ¿Quién es el monstruo, la propia criatura o aquel que la ha creado?