jueves, 28 de enero de 2010

En la biblioteca

Me encanta ir a la biblioteca porque, de todos los lugares que frecuento durante la semana, es el único donde sé que me voy a enamorar. No es real y dura poco, pero resulta inofensivo, y eso es algo que no se puede decir de muchas historias de amor reales.
Ayer por la tarde conocí a mi más reciente amor de biblioteca, aunque conocer es mucho decir de alguien con quien no intercambié más que un par de miradas fugaces. Siempre sigo el mismo sistema. Lo veo entre la multitud de cabezas gachas que ocupan la sala, e inmediatamente después, me dedico a deducir en base a señales que bien podían significar una cosa o todo lo contrario, cualidades de su persona.
Poco después de ocupar una mesa cualquiera, sentado de cara a la puerta para mantenerme al tanto de las entradas y salidas –y luego me pregunto por qué suspendo-, un par de manos captaron mi atención. Estaban nerviosas, o eso supuse viendo cómo sus dedos jugaban con un bolígrafo mordisqueado, alternando malabarismos irregulares con el subrayado de unos apuntes de materia desconocida. A excepción de un par de manchas de tinta azul, resultado de juegos temerarios con el bolígrafo, eran unas manos perfectas, limpias, propias de un chico que no se mordía la uñas ni fumaba, de hábitos saludables, puede que incluyendo algún deporte. Al levantar la mirada hacia la cara del dueño de aquellas prodigiosas manos, comprobé que el universo a veces podía obrar milagros, ya que las manos estaban en perfecta sintonía con todo lo demás. Era moreno, de pelo negro y corto, rizado si lo tuviera más largo, su tono de piel era más bien claro, del tipo que se mantiene en un permanente estado de sonrojo.
Era cuestión de tiempo que, en alguna ocasión en que estuviera mirándole, levantara la cabeza y me pillase. Cuando eso pasó, durante los escasos dos segundos que tardé en reaccionar y agachar la cabeza, pude comprobar dos cosas: tenía los ojos marrones y mirada de buena persona. Bueno, la naturaleza de su mirada pudo haber sido obra de mi imaginación, pero esto es lo bueno de una fantasía, que se forma de todo aquello que uno quiera, por muy ilusorio e inverosímil que pueda ser.
El chico sonreía pícaramente, prueba evidente de que se había dado cuenta de mi indiscreción, lo que me sumió en un estado de claustrofobia que casi me obliga a ponerme en pie y salir todo lo rápido que mis temblorosas piernas me hubieran permitido. Pero no lo hice por aquella misma razón, mis piernas no lo hubieran permitido. Además, estaba enganchado a él, o a lo que mi imaginación había hecho de él. Si me marchaba, lo haría para no volver, entonces nada podría asegurarme que fuese a verle allí de nuevo o en cualquier otra parte, ni siquiera tratándose de una ciudad tan pequeña, por muy universitaria que ésta fuese.
No, me quedé sentado, aguanté el tipo disimulando lo mejor que supe y esperé a que pasara el tiempo, hasta que una vez más me armé de valor y, con suma cautela, dirigí la mirada por encima de mis gafas hacia mi objetivo, que volvía a estar enfrascado en el estudio, indiferente –que no inconsciente- a su admirador.
En cuestión de minutos creé toda una idílica historia que viví como si fuera real. Él volvía a pillarme, pero esta vez no apartaba la mirada, divertido, sino que me guiñaba un ojo y hacía un gesto con la cabeza indicándome la puerta de salida. Yo le seguía y, después de reírnos de la situación, hablábamos durante el tiempo suficiente para determinar que nos gustábamos lo suficiente para intercambiarnos los números de teléfono y dirección de correo electrónico. Esa misma noche me encontraba con una solicitud de amistad en Facebook y Messenger, chateamos hasta las tantas de la madrugada y, al día siguiente, teníamos nuestra primera cita oficial. Imaginé a mis amigos escuchando lo que me había pasado en la biblioteca, sus bromas y chistes, sus consejos. Los dos besos de saludo al verle en el lugar donde quedamos, la conversación, los nervios, el miedo a que se me notase el temblor de manos al coger el vaso, la despedida, la esperanza de recibir un sms poco después de separarnos. Ese primer beso perfecto en su imperfección, nuestra primera vez durmiendo juntos y todo lo demás.
La vibración de mi teléfono me sacó a patadas de mi ensoñación. La boda tendrá que esperar hasta más tarde, pensé mientras leía el nombre de quien me llamaba. Era Alberto. Había quedado con él y Eloy y ya llegaba tarde.
Me costó recoger mis cosas y salir de allí. El chico se quedaba. Mientras me dirigía a la salida me pareció ver cómo me miraba con timidez por el rabillo del ojo, pero bien pudo haber sido un vestigio de mi ensoñación. La puerta se cerró a mi espalda y aquel golpe seco me devolvió definitivamente a la realidad.
Como no podía ser de otra manera, en la calle hacía frío.

sábado, 9 de enero de 2010

La playa

Tengo un sueño que se repite con relativa frecuencia. Me sobreviene en momentos de cambio personal, cuando tienen lugar acontecimientos que amenazan o prometen –según el caso- un giro radical en mi vida. Este sueño tiene como escenario una playa, siempre la misma, aunque sus condiciones cambian según lo que se me avecina.
En ocasiones el mar está en calma, anunciando tiempos de paz y sosiego, lo que hace que despierte con la misma serenidad del oleaje, que otras veces se presenta como un fiero enemigo, estallando contra la orilla con el ímpetu de la naturaleza salvaje. Entonces mi mente irrumpe sobresaltada en la vigilia, empapado en sudor, como si hubiese sido arrastrado por uno de esos lengüetazos de agua marina. Esta playa de mis sueños puede estar abarrotada de gente, o completamente vacía, según el nivel de vida social que lleve en el momento en que el sueño tiene lugar. En ambos casos me siento contento de estar allí. En el primer caso me alegra tener amigos con los que compartir un lugar tan agradable y hermoso, en el segundo me encuentro en paz conmigo mismo, feliz de lo que he conseguido como individuo.
Todo rito de paso que he superado año tras año, todo punto de inflexión en mi vida, ha encontrado una interpretación onírica a la altura de la realidad, en el lenguaje que escribimos y hablamos mientras dormimos. Recuerdo la primera vez que me adentré en aquella cueva que tanto pavor me causaba al observarla desde fuera, mientras incontables serpientes reptaban hacia el exterior. También me vienen a la memoria las viejas amistades que se perdieron en la línea del horizonte nadando hacia altamar. Otros, sin embargo, aún visitan conmigo la playa. En ambos casos, el tiempo ha dejado claro que ha sido y es para bien.
En los últimos días la misma playa ha vuelto a construirse en el mundo que habita dentro de mi cabeza. Esta vez el mar está en calma, fenómeno del que yo soy el único testigo. No hace ni frío ni calor, unos vaqueros gastados y una sudadera blanca son la única ropa que llevo puesta, suficiente para que la suave brisa que llega del Este no me haga tiritar.
Por el color del cielo podría asegurar que es el momento justo en que ha dejado de ser de día, pero todavía no ha caído la noche. De hecho, la luna y el sol pueden verse a ambos extremos del cielo, conviviendo por escasos minutos en un terreno que acostumbran no allanarse el uno al otro.
En cuanto a mí, yo estoy bien. No puedo estar mejor. Una sensación de inconmensurable bienestar físico y espiritual me embarga, sonrío por dentro y por fuera. Esta sensación no dura mucho, porque una inquietud irracional se apodera de todo sentimiento agradable que hubiera podido experimentar hasta entonces. Empiezo a temblar y el mar no tarda en revolverse. El olor a podrido llega a mis fosas nasales, obligándome a valerme de toda mi fuerza de voluntad para no vomitar. Me dejo vencer por un mareo y caigo de rodillas en la arena al mismo tiempo que la brisa se convierte en ventolera, y unos densos y grisáceos nubarrones ocultan cualquier resquicio por el que pudieran salir los pocos rayos de sol que todavía iluminaban el atardecer. No suelo llorar, pero en ese momento no puedo hacer otra cosa, y una lágrima sucede a la anterior, formándose un pequeño charco en una arena que ya no es como terciopelo para mis pies, sino una masa húmeda que me sobrecoge como todo lo demás a mi alrededor.
Entonces algo nuevo aparece a lo lejos, a mi izquierda, donde parece que todavía queda algo de la bonita estampa de hace apenas un momento. Es una persona, que se acerca a mí con calma. Es un chico. Cuando me quiero dar cuenta está a mi lado, mirándome con condescendencia, como si estuviera molesto por verme en tan mal estado cuando no hay razón para tal dramatismo. Consigue hacerme ver que todo está bien, que no tengo más que levantarme para sentirme mejor. Me tiende una mano, que yo cojo sin dudar, porque dicha persona no podría inspirar más confianza. Una vez en pie, compruebo que poco a poco las cosas van volviendo a la normalidad. El mar se apacigua, borrando cualquier rastro de espuma en el agua o hedor en el aire, que también recupera su inicial estado, acariciándonos a ambos como una madre a sus hijos; siento que la arena vuelve a adoptar una textura más amable bajo mis pies, nuevamente secos y calientes. Miro al cielo y es de día, un sol imponente ilumina la playa de mis sueños como en el mejor día de verano. Miro a mi acompañante y veo que me está sonriendo, su mano todavía prendida a la mía. Yo le devuelvo la sonrisa. Él no es más que un sueño, ni un propósito de Año Nuevo ni un deseo, o tal vez ambas cosas si me atreviese a proponérmelo o desearlo. Pero no lo hago, porque mientras permanezca en el terreno de los sueños no puede causar más aflicción que un despertar apresurado.
Nos besamos, un beso tan corto como satisfactorio, y así como nuestras narices dejan de acariciarse y nuestros labios empiezan a separarse, mi consciencia se aleja de ese mundo imaginado para despertar en éste, el de verdad.
Por supuesto, como es de esperar, estar despierto no me impide seguir soñando. Y deseando.