jueves, 21 de octubre de 2010

Bebe, duerme, folla

Acabo de llegar a casa después de pasarme dos horas viendo cómo Julia Roberts, en la piel de una escritora insatisfecha con su vida, se embarca en la clase de viaje que muchos decimos que nos encantaría hacer pero que nunca llega a realizarse por puro fantasioso. Un año entero repartido en tres países, cada uno dedicado a un objetivo concreto; a saber, la recuperación del gusto por los pequeños placeres como la comida en Italia, alcanzar la paz espiritual en un ashram en la India y buscar el equilibrio entre una cosa y otra en Bali, lo que la conduce a enamorarse de verdad por primera vez en su vida.
Desde entonces no he dejado de pensar en lo lejos que estamos de alcanzar ese balance que la autora y protagonista de “Come, reza, ama” consiguió cuando pensaba que nunca llegaría a conocerse a sí misma que, a mi juicio, es la única manera de llegar a ser plena y auténticamente feliz. Después de todo, mientras no sepas lo que eres y, por tanto, lo que quieres, nada te va a hacer feliz durante demasiado tiempo. Estoy hablando de la insatisfacción crónica, esa enfermedad que mata más vidas que el cáncer, aunque carece de síntomas físicos y sólo afecta a la salud mental, por lo que resulta totalmente compatible con la vida. Conozco ancianos que llevan padeciéndola años y años sin saberlo siquiera.
Hoy día una aventura semejante parece impracticable. En primer lugar, la gente ya disfruta con la comida y, sobre todo, con la bebida. Demasiado, en realidad. La cultura del alcohol, particularmente en España, habla por sí sola. Bebemos para celebrar, bebemos para llorar; vino en las comidas de trabajo, cerveza en las cenas entre amigos. Siempre en exceso.
En lo que a espiritualidad se refiere, la falta de ésta es la gran ausente de nuestras vidas, y no hablo de religión organizada, sino de un sentimiento tan personal y profundo como la fe en algo –lo que sea- que no tenga que ver con los cinco sentidos. Estamos demasiado cansados para profundizar en los grandes misterios de la vida. En verdad, lo más cerca que estamos de creer en lo increíble es cuando dormimos. El mundo de los sueños, nuestro actual Paraíso –que hace las veces de Infierno-, es lo máximo que llegamos a alejarnos de la realidad. Ni siquiera somos capaces de tener fe en nosotros mismos –la gente se preocupa más de actualizar su perfil de Facebook que la personalidad misma-, no es de extrañar que tampoco tengamos fe en ideas más elevadas.
El amor. Ha llegado a distorsionarse tanto que ya nadie sabe qué es o cómo se siente al tenerlo cerca. Al verdadero, no a las muchas y muy variadas copias que nuestra sociedad ha creado en serie de algo que antes era único e incuestionable. Lo seguimos necesitando tanto como antes, eso no ha cambiado ni lo hará nunca, y lo buscamos con tanta desesperación que acabamos conformándonos con sus formas más pobres e ingratas, como las relaciones que se perpetúan por el simple hecho de tener compañía o tener sexo demasiado pronto por miedo a dejar escapar algo que podría ser especial.
Visto lo visto, nuestra vida se acerca más a algo así como “Bebe, duerme, folla”.
No es que no disfrute de ninguna de las tres. Me gusta probar todo tipo de bebidas y no me preocupa excederme mientras mi cuerpo lo aguante, sufro cada vez que tengo que madrugar y considero el sexo como otro de los grandes placeres de la vida.
Pero quiero pensar que hay algo más. De hecho, así lo creo.
Tengo fe en ello.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Viaje de ida y vuelta

Me dijeron una vez que en los aeropuertos es donde se concentra una mayor cantidad de historias personales. Es bastante romántico, si te paras a pensarlo. Toda esa gente subiendo y bajando de aviones, dando el primer paso hacia una nueva vida en el extranjero o volviendo al lugar de origen, el que consideran su hogar; hombres y mujeres de negocios arrastrando maletas mínimas cargadas de lo justo para dos días de congreso, padres que esperan impacientes la aparición del hijo al que no han abrazado en semanas, quizá meses; las piernas impacientes que no saben estar quietas en la cola de la puerta de embarque, tantas miradas expectantes dirigidas al avión que acaba de aterrizar. La misma premisa se da en otros medios de transporte como el autobús, aunque restringida a territorio nacional.

Hace semanas que he vuelto, pero sigo recordando el día de mi partida como si hubiera sucedido ayer. Me fui sintiendo un bloqueo que me impidió ser consciente de mi nerviosismo, aunque sabía perfectamente que no estaba ni mucho menos tranquilo. Es una sensación única, la que te empuja a embarcarte en una nueva vida al mismo tiempo que luchas contra la resistencia ante lo desconocido.

Yo decidí volver, seguir con mi vida de siempre. Sin embargo, a mi particular manera, he empezado un nuevo viaje. Prueba de ello es el hecho de que dicho bloqueo me ha acompañado durante los primeros días de mi vuelta.

Cada nuevo paso que doy me reafirma en mi teoría de que nada es ni será ya igual a como era antes del último verano. Esa vida a la que esperaba regresar se terminó cuando cogí el autobús rumbo a Lisboa, aunque haya desandado mis pasos volviendo a Galicia. El escenario es el mismo, al menos lo parece, pero la historia ha pasado al siguiente capítulo. Casi puedo leer el título escrito en negro sobre el blanco de las nubes, cada vez más abundantes y densas. Como mis expectativas.

Acertado o equivocado, estoy viviendo mis decisiones. Me siento optimista con respecto a ellas, y algo me dice que no me arrepentiré. En cualquier caso, las estaciones siempre estarán en el mismo sitio, si es que quisiera cambiarlas.

Somos los viajeros los que nos movemos.