sábado, 28 de noviembre de 2009

Historia de dos hermanas

Os presento a las hermanas Fernández. Las separan seis años, y muchas más diferencias. Quedándole una asignatura para terminar la carrera, Alicia, la hermana mayor, ha vuelto a instalarse en la casa familiar. No trabaja y, en realidad, tampoco estudia, así que su rutina -salvo ocasionales escapadas- se basa en ver pasar los días hasta el momento de examinarse. Tanto tiempo libre no es bueno, yo lo sé muy bien porque pasé por algo parecido cuando abandoné la carrera en mi primer año como universitario, tras lo que me quedaban meses y meses ociosos antes de poder matricularme en el curso siguiente. Todos a su alrededor parecen tener un montón de cosas con que ocupar las semanas. Ella, en cambio, sólo quiere que llegue el fin de semana, que es cuando sus amigos están de vuelta de sus respectivas ciudades universitarias, para tener algo interesante que hacer. Alicia, en lugar de adoptar una postura proactiva frente a su vida, prefiere dejar que las cosas sucedan por si solas, aunque con ello corra el riesgo de que nunca lleguen a pasar. Mientras tanto, sueña con lo que le habría gustado hacer hace seis años, nada que ver con el camino que la llevó a una carrera equivocada y, por tanto, un presente desalentador que en modo alguno parece conducir a un futuro mejor.
Blanca, la hermana pequeña, lleva cerca de dos meses en Salamanca, instalada ya en su vida como estudiante de Turismo, que no es su vocación, pero le ha servido de excusa para irse de casa, que era su principal objetivo. Piensa que tiene todo el tiempo del mundo. No recuerda la última vez que se sintió a gusto siendo quien es en el hoy y en el ahora; lo único que desea es adelantarse a su tiempo, ser adulta ya, ser mujer ya, una impaciencia que le impide disfrutar de lo que está pasando en su vida a día de hoy. Aunque ella todavía no lo sabe, ese empeño en vivir en el mañana le llevará al mismo punto en que su hermana -y yo también, no lo niego- se encuentra ahora.
Dicen que la historia tiende a repetirse, y mi propia experiencia me ha dicho que ésta es una verdad indiscutible. Lo veo en mis amigos, en cada uno de una forma distinta; en mi hermano, un año más joven y, por tanto, atascado -y nunca mejor dicho- en la misma etapa vital que yo. También lo veo en mis padres, que recuerdan como si fuera ayer su última fiesta de cumpleaños saliendo de copas, nada que ver con la cena familiar y plan casero con que celebraron los cincuenta. ¿Cómo creían Ángeles y Luis que sería el ecuador de su vida? Seguramente lo imaginaban tan lejano como mi yo adolescente imaginaba mis veintitantos. ¿Quién es esa chica que se matriculó en Empresas pensando que ya tendría tiempo de cambiar por algo más apetecible? Se llamaba Alicia, pero no era Alicia. No la misma.
A veces pienso que los que ya estamos en ese futuro que tan poco se parece al imaginado o deseado deberíamos servir de aviso para aquellos como Blanca, que van directos hacia el mismo punto sin retorno. Luego recuerdo cómo era yo con dieciocho años y desecho la idea con una cínica expresión en el rostro. Sería como gritarle al oído a una persona sorda. Podría inventar un lenguaje para estos "sordos" que son los adolescentes, pero me faltan horas en el día y, aunque me ha costado llegar a comprenderlo, ahora ya sé que el tiempo es algo que no se recupera.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El gruñón

Cuando pasas tanto tiempo con una persona, es inevitable que acabes adoptando como tuyos algunos rasgos de su personalidad. Eso sí, nunca se pega lo bueno. Yo me caracterizo por olvidar las cosas que tengo que hacer, vivo en otro mundo -uno hecho a mi medida en mi propia cabeza- y no me importa ir al súper con el pelo revuelto y llevando una sudadera dos tallas superior a la mía. En cambio, Eloy es organizado, cerebral, metódico y siempre sale a la calle de punta en blanco.
Pues a mí se me pegó su mal carácter.
Es casi como cuando dos amigas, tras pasar mucho tiempo juntas, acaban sincronizando su ciclo menstrual, sólo que carece de ventajas. Todo lo contrario.
Alberto me dijo un día "Antes no contestabas con esa chulería", y no le faltaba razón. Llevo una temporada notando que, cosas que antes no me importaban, ahora me molestan en exceso; me irrito y paso el día de mal humor. Soy más vehemente en mi forma de responder a un comentario que me desagrada y no dudo en expresar mi indignación sobre temas a los que antes prefería no darle importancia. Desconozco si este cambio de carácter se debe a que llevo un año y medio viviendo con la reina del hielo. Es una posibilidad.
Tal vez guarde relación con el hecho de estar madurando. Ya no me parece todo bien, ya no sonrío porque sí, sin tener una razón que justifique mi felicidad. Recuerdo cuando no necesitaba razones de peso para afirmar con seguridad que me sentía feliz. En aquellos días sólo tenía que sentirlo.
"Este tío tiene que estar mal", determinó Eloy el domingo pasado, mientras veíamos Pekín Express. Se estaba refiriendo a uno de los concursantes, de quien no se había emitido un solo plano con mala cara. Nunca se enfadaba, nunca lloraba, nunca gritaba. Conclusión: está trastornado.
¿Es esto hacerse adulto? ¿Cambiar optimismo por cinismo?
Definitivamente, no quiero llegar al punto de creer que la felicidad es imposible. Prefiero ser uno de esos trastornados, un pirado, risueño de nuevo, todo el día alegre y distraído, aunque eso signifique convertirme en un iluso.
Quiero volver a ser yo mismo, o quien creía que era hasta ahora. Desearía volver a "estar mal" si eso significa sentirme bien de nuevo.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Gran Romano

Es jueves noche, lo que en mi piso significa tortilla de patatas, alitas de pollo y Gran Hermano. Eloy está tumbado en su sitio –una cama que usamos a modo de sofá adicional- tapado con su mantita roja y rezando para que su concursante más odiado sea expulsado; Alberto, a mi lado en el sofá propiamente dicho, aunque irónicamente más incómodo, mira con avidez la pantalla de la televisión, disfrutando de cada segundo. Yo, mientras tanto, espectador imparcial, analizo la situación generada en torno al programa de televisión, de la que saco una razón para ponerme a escribir.
El concursante más odiado ha salido de la casa de Guadalix de la Sierra. “El pueblo ha hablado”, le escribo a Ester, con la que estoy chateando vía Messenger, comentario que suscita en mi compi de clase y amiga una reflexión que va más allá del simple juego de “telerealidad”. El pueblo ha hablado, ciertamente, y ha decidido porque, del mismo modo que los encendidos vítores o abucheos sellaban el destino de los gladiadores romanos en el anfiteatro, los votos telefónicos de la audiencia deciden la permanencia del concursante en el programa de televisión.
Salvando la evidente distancia entre un escenario y otro, no deja de ser lo mismo. Una concurrida multitud, unida por el interés común en algo que no tendría porque concernirles, entregados al disfrute que supone ver las miserias ajenas, cuanto más míseras, menos ajenas.
La diferencia es evidente. En los tiempos del Imperio Romano, lo que levantaba las más bajas pasiones de los espectadores era la muerte en estado puro, la lucha más animal y despiadada en la que, cuanta más sangre brotase de los miembros de cada gladiador, más era el disfrute de quienes miraban desde el graderío.
Hoy en día es muy distinto. Las emociones humanas han sustituido al espectáculo sangriento. Lo que despierta el interés de la audiencia en nuestros días no es otra cosa que la humillación pública, las disputas verbales por culpa de una mal llevada convivencia, los insultos lanzados al enemigo con saña igual o mayor que la fuerza con que era enviado el acero de la espada al esclavo o cristiano de turno.

Algo hemos evolucionado, o tal vez no. Según se mire. Al fin y al cabo, ¿acaso deberíamos considerarnos más civilizados por haber sustituido la casquería por la desgracia? Bajo mi punto de vista, ésta no es más que otra muestra de lo poco que, en realidad, hemos avanzado. Seguimos siendo patricios romanos, aburridos del tedio de la vida diaria, que prefieren ver sufrir antes que ser los que sufren. La única diferencia es que ahora llevamos pantalones, las sandalias sólo las usamos en verano y, cuando antes era el dedo pulgar del emperador en que hacía del clamor popular un hecho, ahora lo hace la voz de Mercedes Milá.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Chico conoce chico

Se ha cumplido una semana desde que conocí a, llamémosle "el armariado". Era un viernes por la noche, Eloy -mi compi de piso- se había ido a pasar el fin de semana en casa de sus padres, y yo me había quedado para adelantar trabajo de clase. Tras un día entero dedicado a mi recién descubierta faceta de rata de biblioteca, ni la proposición de Carmela de salir con ella a tomar una caña después de cenar consiguió levantarme del sofá en cuanto me dejé caer en él; lo único que mi agotamiento mental me permitió fue ponerme una peli en el portátil con la intención de dejar pasar el tiempo, hasta que el cansancio físico se manifestase con la misma fuerza y decidiera irme a la cama. Nunca habría imaginado que una romanticada como 10 razones para odiarte pudiera despertarme del modo en que lo hizo.
Seguía cansado y mi cabeza me daba vueltas, pero algo dentro de mí había estado revolviéndose mientras veía aquella película que no podía pillarme de sorpresa, primero porque era una comedia romántica -y todos sabemos cómo acaban-, además porque no era ni mucho menos la primera vez que la veía. Sin embargo, ver aquella historia de amor, donde la chica se quedaba con el chico y el amor triunfaba sobre todas las cosas me hizo desear conocer a alguien.
Nada más terminar la película me faltó tiempo para abrir el explorador, entrar en una de aquellas páginas gays de contactos de las que Eloy siempre me habla y registrarme como usuario. A medida que echaba un vistazo a los perfiles me iba dando más cuenta de que allí no iba a encontrar al hombre de mi vida, ni siquiera al hombre de mi trimestre -la mayoría iba en busca de sexo, y lo dejaban muy claro colgando fotografías de ellos desnudos-, así que empecé a cerrar ventanas con la intención de apagar el ordenador cuando un mensaje llegó a mi buzón. El perfil remitente no tenía fotos comprometedoras. En realidad no tenía una sola foto. "Una loba en el armario", me dije, mientras canturreaba la canción de Shakira.
Enseguida nos intercambiamos nuestra dirección de correo y pasamos a hablar por
Messenger, conversación que me enganchó por completo, no sólo porque no conocer la identidad de aquel chico me mantenía con los ojos clavados en la pantalla, también porque resultó ser de lo más interesante y divertido. En escasa media hora hablamos de todo y de nada, nos reímos el uno con el otro y el uno del otro, en el típico tira y afloja donde el deseo de provocar al otro era la consecuencia directa de un flirteo evidente. Fue una "precita" perfecta. Por eso, cuando él me propuso quedar para conocernos aquella misma noche, tras el típico temor en esas situaciones, accedí.
Diez minutos más tarde estábamos dándonos dos besos en la calle, y otros diez minutos después nos dábamos uno de vuelta en mi piso.
Nos pasamos el fin de semana encerrados. Él me habló de su vida y yo le hablé de la mía, yo le conté alguna anécdota graciosa y él se rió, y yo lloré cuando él me contó varias historias personales. Entretanto hacíamos el amor, y también follábamos, ambas cosas unidas en una perfecta proporción. Nunca me había sentido tan unido a alguien en toda mi vida, o al menos el encierro voluntario hizo que así me lo pareciese.
El domingo llegó y, antes de marcharse, me dio el beso más increíble que nadie me había dado hasta ese momento.
-Cuando te propuse que nos conociésemos esperaba pasar la noche contigo, pero no los siguientes dos días -reconoció momentos antes de irse, todavía agarrado a mi cintura, apretándome contra su cuerpo como si no quisiera separarse-. Ha sido alucinante.
Yo le respondí con otro beso. ¡Nunca me parecían suficientes! Le sugerí que se quedara, intentando no reflejar mi desesperación por evitar su marcha. Él se negó, no quería ser visto por nadie que no fuese yo, y Eloy podía llegar en cualquier momento. Nadie, ni amigos ni familia, sabía que era gay, y no se sentía preparado para cambiar aquello.
Mientras salía por la puerta me prometió que me llamaría. Más tarde me daría cuenta de que nunca nos intercambiamos los números de teléfono. En ese momento habría jurado haber visto cierta tristeza en sus ojos, pero tal vez fuese algo que quise ver, más que algo real.
Ha pasado una semana y todavía no he tenido noticias suyas. El armariado sigue en el armario y yo sigo solo en casa, pensando en las mil razones para odiarle y la única razón para quererle. Su recuerdo, la experiencia que significó, nunca antes vivida. Al fin y al cabo, aunque ahora me duela lo que me duele, de eso se trata la juventud, de experimentar.
O eso quiero pensar.