martes, 29 de septiembre de 2009

La curiosidad no mató a nadie

La curiosidad una cosa muy curiosa, valga la redundancia. He tenido la oportunidad de reflexionar sobre ello la noche del sábado, durante la cena de cumpleaños de mi amiga Pili. Allí estábamos los de siempre, las chicas y yo, y dos invitados adicionales que se apuntaron a la fiesta por mediación de Carmela, la típica chica que, aparte de sus amigas de siempre -insustituibles, por otra parte- es "uno más" dentro de un grupo de chicos.
Los invitados eran Y. y A. Ambos varones, ambos lo suficientemente abiertos para sentirse cómodos entre varias chicas hetero y un chico gay.
A la cena le siguió el botellón propiamente dicho. Tuvimos la suerte de que los padres de Ana estaban de viaje, permitiéndonos disponer de un techo bajo el que resguardarnos hasta que decidiésemos iniciar la ruta de bares habituales.
Aunque todos demostramos ser personas de lo más sociables incluso antes de la ingesta de alcohol, es sabido que la bebida suelta la lengua y desinhibe, y eso fue exactamente lo que pasó.
Y. y A. demostraron ser dos tíos simpaticos, con los que te ríes desde el minuto cero; vamos, los típicos cachondos mentales. Además, en cuanto al tema gay, carecían totalmente de prejuicios. Algún malpensado creería que un comportamiento tan friendly nacía del deseo de quedar bien delante de las chicas, pero no había tal necesidad, porque ellos y ellas se conocen de siempre, y su relación es lo suficientemente cercana para prescindir de artificios sociales.
De tal manera, mi barrera habitualmente levantada ante desconocidos -sobre todo si son tíos heteros- no tardó en desmoronarse. No es que me sienta incómodo en tales situaciones, tampoco me preocupa dar una mala impresión y, desde luego, no me siento amenazado; simplemente mantengo una distancia prudente antes de dar demasiada confianza. Una distancia que, en este caso, no fue en absoluto necesaria.
Los temas se sucedieron en la conversación, de lo general a lo personal, añadiéndose un poco más de picardía al ambiente creado. Empezamos a hablar de sexo aunque, ahora que lo pienso, de todo lo hablado es de lo único que me acuerdo. Ante nuestra fascinación, ellos alabaron el arte del cunnilingus como si de la tierra prometida se tratase, lo que me llamó poderosamente la atención; precisamente, de todo lo que un hombre puede hacer con una mujer en la intimidad, eso es lo que más reparo me da. Eso sí, escuché atentamente -y con los ojos bien abiertos- la improvisada oda a la vagina con que nuestros amigos nos sorprendieron.
En algún momento de la noche, no puedo recordar exactamente cuándo, A. declaró que, si bien se consideraba un heterosexual redomado, la visión de Brad Pitt interpretando a Aquiles en Troya y subido a una moto en El curioso caso de Benjamin Button suscitaba en él un deseo que ningún otro hombre, en absolutamente ninguna otra circunstancia, podría despertar. Por supuesto, tal cosa hizo que las chicas se sorprendiesen sobremanera, porque nunca se les había pasado por la cabeza que un hombre firmemente convencido de su heterosexualidad pudiera sentir atracción erótica por otro hombre, mucho menos admitirlo abiertamente. Eso sí, nuestro A. enseguida aclaró que no se le pasaba por la cabeza dejarse arrastrar por esas fantasías hasta el punto de lo físico.
Llegados a este punto, los dos chicos heteros dirigieron su atención hacia mí, convertido involuntariamente en el representante más cercano del colectivo gay, al que pudieran dirigir todas las dudas que tenían sobre el hecho de ser homosexual. "¿Entonces, lo de ser activo o pasivo es real?" "¿Os basáis en eso para elegir a un tío?" "¿Pero, cuando ligas, cómo sabes a quién le gusta una cosa u otra?"
De pronto, me sentí como un experto en protocolo enseñando a dos paletos cuándo era apropiado dar la mano y en qué momento se consideraba necesario hacer una reverencia.
Resumiendo, a cada uno de nosotros nos interesaba aquello que no vivíamos en primera persona pero que, por una curiosidad natural e inherente en el ser humano, no podíamos evitar indagar en ello. Resulta extraño que, por ejemplo, en mi caso, no me atraigan las mujeres pero, sin embargo, escuchar a un chico hetero hablando de la pasión que despierta en él una mujer desnuda llame tan poderosamente mi atención como, al revés, lo hace en un chico heterosexual que yo hable sobre las normas de conducta entre dos hombres gays.
Supongo que tiene que ver con el interés por lo desconocido, por aquello que no vemos a diario y, por lo tanto, representa para nosotros un misterio que, en un primer momento, parece difícil de resolver.
Eso sí, a partir de ahora, a tenor de los hechos que acabo de relatar, la solución se me antoja muy fácil. No tenemos más que preguntar, porque siempre habrá alguien al que le encantará responder.
Como he dicho, la curiosidad es una cosa muy curiosa.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

¿Por qué dicen sensual cuando quieren decir sexual?

Durante los últimos días, habiendo terminado por fin los exámenes de septiembre, me ha dado por ver clásicos del cine en mi tiempo libre -que es todo-, pero clásicos de verdad, merecedores de dicha distinción desde el momento mismo en que nuestros abuelos salieron del cine con la sensación de haber sido testigos de algo especial. Uno de ellos en concreto, Gilda, y una de sus escenas en particular, me han hecho reflexionar sobre la idea de lo que es sexy en nuestros días, y lo que una vez lo fue.
La escena a la que antes me estaba refiriendo era aquélla en la que Rita Hayworth representaba el número musical que la convirtió definitivamente en un icono erótico. La actriz pelirroja, enfundada en un elegante vestido negro abierto de un lado, bailaba al ritmo de Put the blame on mame, dando en conjunto una visión difícil de ignorar. Durante el espectáculo -cuyo fin era provocar a su despechado marido- se quitaba de forma sugerente uno solo de los guantes que le cubrían los brazos. Y resalto el hecho de que se quitara un único guante, porque no le hizo falta nada más para seducir a cualquier hombre que estuviera siendo -o fuera a ser- testigo de su atrevimiento. Así era la mujer seductora de aquellos años, sofisticada, provocativa sin perder la elegancia, y hermosa de un modo natural, al menos -y no deja de ser contradictorio- en apariencia.
Años más tarde, cualquiera que vea la misma escena dirá algo así como "¿Y eso es todo?" con una expresión de decepción en su rostro.
Hoy en día es necesario enseñar, más que sugerir, para generar el mismo efecto conseguido por la femme fatale de los años cuarenta. Recordemos a Demi Moore en Striptease (1996), o Natalie Portman en Closer (2004). Ahora lo que se busca no es lo sensual, sino lo sexual. Lo que ahora aceptamos como sexy va mucho más allá de quitarse un guante o enseñar una pierna por encima de un vestido.
Para muestra, un botón. Angelina Jolie, considerada una de las actrices más deseadas, en la escena de Beowulf donde luce su impresionante cuerpo -digitalizado, eso sí- completamente desnuda. Escenas como ésta hacen que me pregunte si este "destape prolongado" no será más que el resultado de habernos liberado de los tabúes sobre el cuerpo humano que subyugaban a los espectadores de principios del siglo XX, o si es la muestra de que nos hemos vulgarizado con el paso del tiempo. Yo creo que hay un poco de ambas cosas, aunque no sabría decir cuánto de cada una.
Dejando los ejemplos masculinos para otra ocasión creo que la mejor forma de terminar esta reflexión es recordando la escena de Gilda en la que Johnny Farrell y Ballin Mundson piden permiso a la mujer protagonista para entrar en su habitación. El personaje de George Macready prudentemente le pregunta "¿Gilda, Are you decent?" y Gilda, tras una larga pausa, responde mientras se coloca sobre su hombro descubierto la tira caída del camisón, "Sure, I'm decent".

domingo, 20 de septiembre de 2009

Botellón con/sin alcohol

Durante la última semana he estado en dos botellones en el piso de mi amiga Mara. El primero tuvo lugar el miércoles, yo estaba cansado y no tenía ganas de beber, mucho menos de salir de casa. El viernes fue bien distinto; como suele pasarme cuando no busco emborracharme, empiezo bebiendo una copita de vino y acabo absorviendo todo líquido que se ponga al alcance de mi garganta. Pasados los días, superada ya la resaca de la última noche de juerga, me paré a analizar las dos visiones totalmente distintas de la misma situación. El resultado es el siguiente y, sinceramente, no sé con cuál quedarme:

Bebedor: Voy por la tercera copa y sigo estupendamente ¡qué aguante tengo!
Abstemio: Van por la tercera copa y ya están fatal, ¿cómo no se dan cuenta?

Bebedor: ¡Subir la música, que no se escucha nada!
Abstemio: Van a venir los vecinos... ¡Bajar esa música, que vamos a acabar todos en comisaría!

Bebedor: Me voy a subir a la mesa a bailar en plan sexy. Podría caerme pero, ¡qué caray!
Abstemio: Ni loco me subo yo a la mesa para bailar como una guarrilla. Sólo me faltaba caerme y darme la ostia de mi vida.

Bebedor: ¡Qué conversación más profunda estamos teniendo!
Abstemio: Me he perdido. ¿Cuál era el tema de conversación?

Bebedor: Creo que Paula me pone. Tengo que dejar de beber o me lanzo sobre ella.
Abstemio: Esta noche Paula está guapísima. Seguro que si hubiese bebido le encontraría el punto y todo.

Bebedor: ¡Esta noche me he puesto más guapete que nunca! Seguro que ligo.
Abstemio: Menudo careto de borrachuzas que se le está quedando a ése. Si se viera en un espejo se moriría del susto.

Bebedor: ¡Jajaja! Mañana me voy a morir de la resaca que voy a tener, no pienso moverme de la cama... ¡Jajaja!
Abstemio: Mañana voy a levantarme a una hora prudente, lo suficientemente temprano para hacer un poco de ejercicio, ir de compras y dar una vuelta, que seguro que hará buen tiempo. ¡Pienso aprovechar todo el día!


En fin, todo depende del punto de vista desde donde se mire...

jueves, 10 de septiembre de 2009

Ellas y su bolso



Cuando me reúno con mis amigas no puedo evitar observarlas en silencio. Mientras ellas se intercambian los pequeños detalles sobre sus vidas durante los últimos días, yo me abstraigo por un momento y, sin darme cuenta, me dedico a enumerar los pequeños detalles de su apariencia y personalidad -más unidos de lo que puede parecer-, razones por las que las adoro incondicionalmente.
Durante este proceso descriptivo junto estos detalles mentalmente, como completando un puzzle -y mira que odio los puzzles-, y me imagino redactando con un teclado imaginario una breve y al mismo tiempo compleja descripción que almaceno en mi memoria para futuras referencias. Hay un elemento muy particular del género femenino que, si bien es cierto que los chicos también lo utilizamos, los de ellas tienen un pasado más lejano.
Estoy hablando del bolso.
Es curioso que algo tan accesorio llegue a definirnos tan bien -lo he podido comprobar recientemente-, como si con ello exteriorizásemos lo esencial de nuestra personalidad. Lo elegimos por razones puramente estéticas, que están basadas en nuestro gusto, y nuestro gusto forma parte de nuestra personalidad. Visto así no es tan extraño que nuestra estética nos dé pistas de lo que llevamos dentro.

Mara. 24 años. Estudiante universitaria. Desastre emocional que se extiende a los demás aspectos de su vida, desde su selvático dormitorio hasta el contenido del elemento que nos ocupa. Utiliza un "big bag" negro que, a pesar de su peso, lleva colgando del antebrazo. Dentro podemos encontrar desde los más razonables hasta los más absurdos elementos. Una cartera, un teléfono móvil, una cajetilla de tabaco vacía y una a medio acabar, varios mecheros que no funcionan y mi preferido, un rollo de papel higiénico, original sustitutivo del clásico paquete de cleenex que yo mismo he incluido en mi lista de indispensables.

Carmela. 24 años. Casi licenciada. "Pija alternativa", alma perdida que ansía encontrar su lugar en el mundo. En el proceso intenta ir ligera de equipaje, con un bolso pequeñito donde lleva lo justo. Tabaco, móvil y cartera.

Pili. 25 años. Periodista. La "chica buena", dulce, inteligente y responsable. Su trabajo le exige un bolso cómodo y funcional, que pueda combinar con su portafolios sin que abulte demasiado. Móvil siempre cargado a tope, carnet de prensa, maquillaje suave para retocarse cuando sea necesario, una grabadora, un bloc de notas y un bolígrafo.

Paula. 23 años. Recién licenciada. La "alegoría de la sinceridad". Es muy observadora, prueba de ello es el objetivo de la cámara fotográfica que lleva colgando de un hombro. Su carácter va parejo del afecto con que responde a sus amigos y es tan duro como el cuero con que está hecha su mochila, adquirida en una feria de artesanía, en cuyo interior nunca puede faltar el tabaco que calma sus nervios siempre a flor de piel.

Sabela. 23 años. La "despreocupación de ojos azules". Algún día aprobará las dos asignaturas que le quedan, mientras tanto vive la vida en una constante búsqueda de nuevos grupos musicales que descargar en su ipod, objeto clave de su iconografía personal, que lleva en un bolso encontrado en alguna tienda en Londres o Amsterdam, ciudades del mundo que mantiene como referentes.

Ana. 24 años. Trabajadora social. El tabaco que siempre está intentando dejar y un mechero siempre a punto son los dos únicos objetos que nunca faltan dentro de su bolso de mano. Estudiar unas oposiciones y volver a casa de sus padres tras no ser renovada en su último trabajo le está poniendo verdaderamente difícil desengancharse.

Conclusión: los ojos son el reflejo del alma. El bolso -o lo que se guarda en él-, sin embargo, lo es de la personalidad. En cuanto a aquellos que no usamos bolso, bueno, no cantemos victoria. Algo habrá que nos delate a nosotros también.