martes, 20 de julio de 2010

El primer trabajo

El primer trabajo es como el primer contacto con el sexo: incómodo y hace que te sientas perdido en todo momento; puedes encontrarte con gente de lo más amable que intenta facilitarte la experiencia o todo lo contrario, en cuyo caso sólo quieres que llegue a su fin lo más rápido posible. Entonces inicias tu camino a casa, confuso y cansado, haciéndote una pregunta que martilleará en tu cabeza hasta la próxima vez. ¿Será así siempre?
Después de veinticuatro años de adolescencia decidí dar un paso adelante en la carrera hacia la vida adulta, así que me puse a buscar empleo. Consideré que había llegado el momento y, con la misma ingenuidad que me empujó al sexo pensando que ya era lo suficientemente maduro, encontré lo que buscaba.

Algunas personas nunca aprenderemos que, para algunas cosas, no hay ninguna prisa.

Mi primera experiencia laboral se trataba de pasarse cuatro horas atrayendo a los viandantes para que se probasen un producto nuevo que la tienda para la que trabajo promociona. Fue como intentar ligar en un bar de copas. Alguno me escuchó con una amabilidad peligrosamente cerca de la condescendencia, sólo unos pocos me siguieron con verdadero interés. Verdadero interés en el regalo que ofrecía a cambio de entrar en la tienda. La mayoría me ignoró deliberadamente, como si no fuera digno de dirigirme a ellos. En una ocasión, una mujer ni siquiera me miró, pasando ante mí como si ella estuviera por encima de mis posibilidades.

Menos mal que no me gustan las mujeres.

El día siguiente fue más tranquilo. Era una calurosa mañana de sábado, mucha gente estaba en la playa y los que no, dormían. El resto trabajaba.

Cuatro horas sin otro objetivo que aguantar en pie es mucho tiempo para pensar. Me sentí bien haciendo algo productivo en los días de verano, más allá de leer todo lo que no pude durante el curso y empezar a estudiar –con mucha calma- para los exámenes de septiembre. En medio del repaso de mi jornada estival una idea se impuso sobre todo lo demás. Se me ocurrió que era el momento perfecto para conocer a alguien, un chico agradable con quien pasar las tardes, charlar, pasear, con el que pudiera entrar en calor sin necesidad de salir a la calle.

Por desgracia, buscar pareja es casi tan complicado como encontrar trabajo. La gente está desesperada por conseguir algo, lo que sea, pero son escasas las ofertas que cumplan unas condiciones mínimas; contratos que te garanticen la conservación de tu dignidad cuando rescindan los hay pocos, en cualquier mercado.

Me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que encuentre el trabajo perfecto, si tendré que pasar por todo tipo de relaciones contractuales abusivas, de final inesperado, que me dejarán deprimido, a un paso del cinismo y el helado de chocolate. Del más barato, dadas las circunstancias.

La de mi amigo Alberto es una historia esperanzadora. Después de pasar por unos cuantos empleos mal pagados y poco o nada gratificantes, acaba de conseguir un puesto acorde a su formación en el que se siente realizado, lo que da lugar a la siguiente reflexión: la clave es no rendirse nunca y seguir buscando.

En un último caso, siempre queda hacerse autónomo.


lunes, 5 de julio de 2010

Un día muy especial

La canción dice que algo se muere en el alma cuando un amigo se va. Yo añadiría que, cuando un amigo se casa, no se muere nada, pero definitivamente algo se remueve por dentro.
Sole se ha casado. Tras un año de espera, ha sucedido.
Hasta no hace mucho casarse, tener hijos o firmar una hipoteca parecían cuestiones realmente lejanas, propias de los adultos, una etiqueta que tardaríamos años en aceptar como propia. Ahora la gente de mi edad está haciendo todo esto y yo sigo con lo mismo de siempre. Sin ir más lejos, al mismo tiempo que Sole organizaba la que sería su boda, yo me ocupaba de los preparativos de mi Erasmus, una experiencia que durará tan sólo nueve meses; el matrimonio seguirá –o eso esperamos todos- hasta que la muerte los separe.
Fue un día de lo más emotivo, desde la ceremonia hasta el convite, pero durante la cena, mientras comentábamos lo impactante que había resultado ver a una amiga de nuestra misma edad dar un paso tan grande, todos coincidimos en lo mismo: para cualquiera de nosotros, casarse ahora sería una locura, impensable. “Somos demasiado jóvenes."
En ningún momento dejé de mirar alternativamente a la novia y a mis amigas. Mientras Sole brindaba en la mesa presidencial, acompañada de su familia, en la mesa de “las solteronas” las conversaciones oscilaban entre la posibilidad de asistir al siguiente festival de música y los últimos líos amoroso-sexuales de cada uno de nosotros. Mientras Sole bailaba con su marido –aún resulta chocante decirlo-, all the single ladies lo hacían bajo las atentas miradas de los amigos del novio. Mientras Sole se marchaba con la expectativa de que en pocas horas empezaría su luna de miel, lo único que los demás podíamos esperar al día siguiente era una resaca.
Me pregunto cuál es la realidad. Tal vez nuestra amiga, al igual que mucha gente empeñada en vivir adelantándose a lo que corresponde a su edad, se casó demasiado pronto. También existe la posibilidad de que el resto de mis amigos y yo seamos unos inmaduros aferrados a la efímera juventud. ¿Son ellos niños haciendo cosas de adultos? ¿O acaso somos nosotros adultos que hacen cosas de críos?
Hay quien dice que cada uno madura a su ritmo, por eso creo que Sole será muy feliz de ahora en adelante. Lo que empieza a preocuparme es ser yo el que esté madurando a un ritmo demasiado lento de acuerdo a mi edad.
Mientras escribo, se cuela por el rabillo del ojo el recordatorio de la boda. Los novios me agradecen haber estado con ellos en un día tan especial.
Sin duda lo fue.