sábado, 16 de julio de 2011

Cualquier tiempo pasado

Hoy ha sido el día. Me he decidido a poner orden en mi habitación. Pasado casi un mes desde mi vuelta a casa no podía aplazarlo más. Los libros formaban columnas sobre un suelo acolchado por montones de ropa; sepultando mi mala conciencia, los apuntes de las asignaturas no aprobadas se amontonaban en el escritorio.

El primer paso fue deshacerme de lo inservible, es decir, todo aquello que había acumulado pensando que lo necesitaría en un futuro, como la colección de números atrasados de Fotogramas que llevaba años resistiéndome a tirar. Finalmente lo hice, y a pesar de todo seguía necesitando espacio. Decidido a que mi antiguo materialismo no interfiriese en el actual, me vi obligado a abrir el viejo baúl que descansa a los pies de mi cama, donde el cadáver de mi adolescencia llevaba años pudriéndose. El polvo, la única constante, cubría democráticamente los restos mortales de la variable -y variada- personalidad de mi yo pasado. La colección de tebeos de Tintín, el héroe de mi infancia; varias películas en formato VHS; una bolsa de plástico azul repleta de accesorios de Playmobil, protagonistas y atrezzo de mis primeras historias. Entre todo aquello había un tesoro, del tipo de objeto que, a fuerza de arrastrarte hacia el pasado, te induce a perder la noción del tiempo. Se trataba de un álbum de fotos. Lo abrí, y de dentro brotaron en cascada miríadas de recuerdos. Cogí una de las láminas para mirarla de cerca, y la primera sensación que experimenté fue de nostalgia, no por lo que se veía en ella, sino por el tacto del papel. Los recuerdos ya no se tocan; ahora se descargan.

En todas aquellas fotos me veía rodeado de personas que, en su mayoría, ya no formaban parte de mi vida -ni siquiera en Facebook-, y las que sí lo hacían se veían tan distintas a quienes eran ahora, no solo en el aspecto físico, también en sus gestos y expresiones, que lo único que me inspiraban era una vaga indiferencia. También me resultó chocante no encontrar a ninguno de mis amigos actuales. No existían en aquella realidad, y, por asociación, la persona que yo soy ahora tampoco. Sí había un niño, bajito y desgarbado, de plácida mirada, cuando no perdida; sonriente, de quien al menos una parte, por pequeña que fuera, se las había ingeniado para sobrevivir intacta durante veinticinco años. En cambio no aquella sonrisa -su sonrisa, apenas mía- que mostraba con naturalidad en la foto. El tiempo pasa. Un ligero mareo me indicó que ya había tenido suficiente; como rellenando de paja el forro de un espantapájaros maltratado por el viento, guardé las fotografías de mala manera dentro del álbum y lo volví a dejar dentro del baúl.

El tiempo pasa.

Abandoné mi habitación antes de terminar de ordenarla, y, como todo lo que se deja a medias, había quedado peor que en su estado inicial. Salí a dar un paseo, caminar un poco y no pensar demasiado. El tiempo pasaba, y no quería que me pillase metido en casa.

martes, 5 de julio de 2011

La decepción

Hace un par de días un amigo me enseñó una nueva aplicación que había instalado en su smartphone, de la que estaba totalmente enganchado. Consistía en un localizador de chicos gays, el mito del "gaydar" hecho tecnología. Basicamente te indica la proximidad de quienes también la hayan descargado en sus móviles, lo que te permite contactar con aquellos chicos, dentro de tus preferencias, que se encuentren cerca de ti y, tal vez, quedar para tomar algo y conocerse. Y lo que surja. Echando un vistazo a los perfiles disponibles, me di cuenta de que muchos mostraban fotos donde el usuario se dejaba ver con el torso desnudo -entre otras desnudeces- y la cara borrosa, en una evidente -y degradante- intención de dirigir las miradas hacia lo que consideraba que debía destacar de sí mismo. Aquello no me gustó. La idea de formar parte de un mundo donde aparecer en camiseta y vaqueros significaba ir demasiado vestido era razón más que suficiente para quedarme fuera, pero eso no significaba que no pudiera cotillear un poco desde el perfil de mi amigo. No tardé en descubrir algo interesante -y vestido-; moreno, pelo corto rizado, ojos marrones, sonrisa de anuncio. Lo que en las series americanas definirían como super cute. Una monada, vamos. Resultó que mi amigo ya había quedado con él y se habían hecho amigos en Facebook, de manera que me enseñó más fotos suyas, añadiendo combustible a la fantasía que empezaba a cargarse en mi cabeza.

Pasaron los días, y el tiempo y mi imaginación habían convertido al chico super cute en el ideal de aventura de verano: divertido, cariñoso, vacilón, de petrificante mirada, estupendo besando, fantástico con las manos. Y más cosas que no procede mencionar aquí.

Esta mañana me encontraba dando un paseo, mirando escaparates mientras me terminaba un helado, cuando un rostro familiar atrajo mi atención. Era él, el chico cute, divertido, cariñoso, vacilón, de petrificante mirada, estupendo besando, fantástico con las manos y más cosas que no procede mencionar aquí. Había visto su foto las suficientes veces para no dudarlo. Era él. Pero no era él; no era mi él. Era él, el de verdad, el que se había sacado una foto para colgarla en un rollo de contactos, el chico que mi amigo ya había conocido; el chico de la foto. No, ese no. No era el de la foto, ni el de mi imaginación. Joder, era el de verdad. El de verdad. Se había parado delante de un escaparate justo delante de donde yo estaba, con cara de idiota, mirándole, intentando buscar la gran diferencia, cuya falta estaba causando aquella versión de prueba de una depresión de caballo. Era el mismo de la foto, y no lo era; los mismos ojos marrones, la misma sonrisa perfecta, la misma barba oscura -sí, un poco más descuidada, pero no era aquello lo que provocaba el cambio-, todo era igual.

Era él, ni más ni menos, el chico real detrás de la fotogenia y la fantasía. Platón habría dicho que se trataba de una vulgar copia de su ideal en el mundo sensible, pero ni siquiera eso era cierto, porque aquel era el de verdad, y el mío, la fantasía, mi ideal, era la copia.

Pasados unos minutos una chica se reunió con el chico anteriormente conocido como cute, en cuya compañía se despidió de mí sin saberlo. Al quedarme solo me di cuenta de que había perdido el apetito, así que me deshice de lo que quedaba del helado, que se había derretido tanto como mis ilusiones estivales a causa de la decepción, ese corrosivo sentimiento, resultado directo del veneno más potente de todos: la realidad.