jueves, 23 de julio de 2009

El Verano de Nuestro Descontento

Son las 17.00 de una tarde cualquiera en el mes de julio. Mientras escribo en el ordenador de sobremesa de casa de mis padres -refugio estival al que regreso cada año- puedo ver a través de la ventana el sol asomándose alternativamente, trampeando las impenitentes nubes empeñadas en no despejar el cielo. Aún no he salido de casa, pero pronostico una jornada caracterizada por el clima típicamente nórdico de esta época del año, ni frío ni caluroso, muy alejado del arquetípico verano soleado que invita a visitar la playa o piscina más cercanas. Esto es Galicia y, como todo lo demás en esta tierra, el tiempo es impredecible, así que lo mejor es hacer planes sobre la marcha. El que decida tomarse el lujo de organizar una semana en un camping o algo parecido donde el buen tiempo resulte imprescindible para disfrutarlo, debería aceptar el riesgo que supone la posibilidad de que el hombre del tiempo no haya hecho bien su trabajo.
Resulta innecesario terminar de leer el primer párrafo para adivinar que no soy un ferviente admirador del verano, unos meses que los estudiantes -en teoría- esperamos con entusiasmo, unas semanas que los trabajadores aguardan con desesperación.
Yo considero el verano un tiempo entre tiempos, una época del año que, más que actuar como el periodo de descanso que debería ser, representa una especie de pausa en mi vida, como si nada fuera a suceder hasta llegado su final. Resulta contradictorio que piense de esta manera, ya que temo septiembre con todas mis fuerzas, pero al menos cuando tengo exámenes siento que estoy haciendo algo, me mantengo ocupado y al final, lo malo se convierte en lo necesario, porque me proporciona esa vitalidad que sólo las preocupaciones saben darnos.
Por lo que a mí respecta, el aburrimiento es una de las peores sensaciones que una persona puede experimentar, y el verano sabe cómo despertarlo, al menos en mí. Muchos de los amigos con los que uno suele relacionarse durante el resto del año se marchan a sus casas, algunos demasiado lejos para visitarlos con regularidad; la multitud de obligaciones que normalmente ocupan tu mente dejan de existir, siendo sustituídas por la nada más absoluta y, en el caso del lugar donde me ha tocado nacer y crecer, la naturaleza no suele regalarnos días en los que apetezca cualquier cosa que implique salir a la calle. Como consecuencia, la vida social se reduce al mínimo, el ánimo lúdico también y, para colmo, hace un tiempo que da asco.
Lo reconozco, soy de los que critican el verano y luego, cuando empieza el curso de nuevo, no veo la hora de que llegue julio, pero es así porque la promesa de un corto periodo sin mayor obligación que la de dormir lo que no he dormido en nueve meses resulta demasiado seductora en la distancia. Nunca se me ocurre pensar en lo que sucede entre siesta y siesta y, sobre todo, en lo que no sucede ni va a suceder hasta empezar el curso.
Por todo esto me quedo con las estaciones frías, que es donde, en realidad, tiene lugar todo lo interesante, ya sea bueno o malo, que es, en definitiva, a lo que llamamos comúnmente «nuestra vida».