sábado, 31 de octubre de 2009

Agorafobia

No hay mayor ciego que el que no quiere ver. Esta es la conclusión que saco tras haber visto Ágora, última película de Alejandro Amenábar, con la siempre agradable compañía de mi amiga Saínza. Paganos contra cristianos, cristianos contra paganos, judíos contra cristianos, cristianos contra judíos. Podría seguir, pero creo que no hace falta.
Desde que el hombre es hombre, nos hemos empeñado en lanzarnos piedras los unos a los otros, a veces incluso literalmente. Cuando aparece ante nosotros algo que no entendemos, tememos o tal vez simplemente despreciamos, empuñamos esas dos armas tan peligrosas que son la ignorancia y la soberbia, y hacemos todo lo posible por destruirlo, al precio que sea. Siempre lo conseguimos, porque el ser humano es ciego, de la peor clase de ciego, ése que no quiere ver. Una ceguera que tiene la peculiaridad de ser extremadamente contagiosa. No queremos ver porque la única realidad que aceptamos es aquélla a la que ya estamos acomodados, que no nos causa problemas y hace más fácil nuestra vida porque da respuesta a las grandes incógnitas de la vida. Una vez hemos aceptado estas respuestas como válidas, las recubrimos con una indisoluble capa de dogmatismo. Por eso, el menor cambio que amenace esa fe ciega, nos convierte en los depredadores que somos en realidad.
Ahora la Iglesia no podría matar para proteger sus dogmas, pero sí puede censurar, al menos puede intentarlo. Por eso, cada vez que alguien retrata su pasado histórico de una forma en absoluto halagüeña, ellos hacen todo lo posible por sacarla de la mirada pública. Así que, ante el inminente estreno de una película que retrata a los primeros cristianos como unos salvajes capaces de los mayores horrores en nombre de Dios, no tardaron un solo fotograma en saltar como zorro sobre gallinas. Por supuesto, como muestra de su ceguera, han tropezado con la misma piedra que con El Código DaVinci, dando publicidad gratuita a la película antes de su estreno, durante el tiempo que durará su proyección en la gran pantalla, y lo seguirá haciendo cuando aparezca en las estanterías de estrenos de los videoclubs.
Esto no es una crítica a la Iglesia católica. A la comunidad judía le faltó tiempo para definir La Pasión de Mel Gibson como antisemita, y el fundamentalismo islámico sigue profanando su propia cultura como si no conocieran la palabra "evolución". Todos ellos podrían mirar hacia su propio pasado, aprender de él y hacer de su culto una forma sana y esperanzadora de ver el mundo, pero no, prefieren matarse entre ellos en lugar de respetarse mutuamente.
Podría pensarse que los jóvenes hemos aprendido de nuestros mayores, y ahora vemos a nuestros iguales -aunque diferentes en apariencia- con mejores ojos. Nada más lejos de la realidad.
La juventud es arrogante por naturaleza. El tiempo nos pone en nuestro lugar pero, mientras tanto, creemos que lo sabemos todo y que nuestra visión del mundo es la correcta. También tenemos nuestros propios dogmas. En política, de izquierdas. Los de derechas son unos fachas. En religión, ateísmo. Los creyentes -del tipo que sean- son unos bichos raros. En relaciones, libertad. El compromiso es una cárcel. También están los del otro lado, para los que la derecha es la salvación y los de izquierdas son demonios, el ateísmo es sinónimo de vacuidad espiritual y la libertad sexual es una excusa para el libertinaje. Aquí no se salva nadie, porque la salvación es para los que respetan, principal asignatura pendiente del ser humano. Nada es 100 % bueno ni 100 % malo.
Lo único fundamentalmente malo, es el fundamentalismo.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Días de sueño y clases

El aula estaba llena, pero mi mente vacía. No hablo de un vacío de conocimientos, ni de intereses; estoy vacío porque en mí sólo cabe el cansancio.
Como si de un chupito de tequila se tratase, acabo de tomarme el segundo café de un trago. A excepción de un ligero nerviosismo que incomoda más que despierta, apenas siento el efecto de la cafeína, y no quiero arriesgar una noche de insomnio por el empeño de despejarme a base de cafés que no parecen arrancar los motores de un cuerpo y una mente que se resisten a despertarse del todo.
No sé dónde he encontrado las reservas de energía que necesito para hacer de éste un texto coherente y mínimamente merecedor de ser leído, tal vez se deba a que nos cuesta menos aquello que nos resulta más interesante. Desde luego, los postulados de Kant sobre lo bello y lo sublime, las catacumbas paleocristianas y el canto gregoriano, al menos de momento, no han conseguido llamar mi atención lo suficiente para sobreponerme al agotamiento.
Tengo una hora antes de la siguiente y última clase de la mañana. Mi intención era subir a la biblioteca de mi facultad y hacer tiempo traduciendo un texto que tengo que estudiar para la semana que viene, un texto que la profesora decidió entregarnos en su idioma original -italiano- del que yo no tengo la menor noción, pero he terminado rindiéndome ante mi incapacidad de traducir, incluso a pesar de que el tema -los enterramientos de los primeros cristianos- me interesa.
A mi alrededor hay algún que otro estudiante, más de los que imaginaba que pudiera haber a principios de curso, todos ellos con aspecto de ser infinitamente más eficientes que yo, con café o sin él, con sueño o completamente despejados.
Hay quien dice que, si no quieres hacer algo, no tardarás un solo segundo en encontrar una excusa para no hacerlo. Es posible que sea eso, que no me apetece traducir, que no tengo ganas de estudiar, que no quiero estar en la biblioteca esperando hasta la próxima clase.
Prueba de ello es que, cada vez que pienso en salir a la calle al término de la última hora de clase, una refrescante sensación de libertad y alivio me despeja la mente, barriendo el cansancio, las horas de sueño acumulado y la pereza.
Mientras tanto, sólo me queda esperar, y evitar caerme sobre el pupitre.

jueves, 8 de octubre de 2009

Una noche en el teatro


Hace unos días tuve la oportunidad de ir al teatro con mi amiga Carmela, la "pija alternativa", como me he referido a ella en anteriores publicaciones.
Y luego dicen que la juventud no se interesa por la cultura. Para ser honesto, he de decir que teníamos entradas gratis, pero eso no le resta mérito al hecho mismo.
Desde que tengo uso de razón, el teatro más viejo de mi ciudad se ha utilizado como sala de cine, así que, aunque no era mi primera vez en el teatro, sí que lo era para ver una obra de teatro. Puede parecer una tontería, pero yo estaba totalmente exultante, tal vez por la emoción producida por toda nueva experiencia. Mientras tanto, Carmela no paraba de pensar en lo que haría de su vida a partir de octubre. ¿Viajaría a Londres a estudiar inglés? ¿Se quedaría en Santiago para empezar una segunda carrera? Si elegir una carrera ya es una decisión difícil, el plantearse qué hacer una vez graduada está a un nivel mucho mayor. Como único consejo, le dije que se limitase a disfrutar de la obra. Sus problemas seguirían en su sitio cuando se cerrase el telón.
Se trataba de Días de vino y rosas, que giraba en torno a una pareja -interpretada por Carmelo Gómez y Silvia Abascal- y el pulso que ambos le echan a su alcoholismo. Toda la obra se desarrolla en una sucesión de idas y venidas de los dos protagonistas, unas veces optimistas ante la vida -o eso parece- y otras bajo el hoyo cavado con sus propias acciones.
Como primera experiencia en el teatro no podía haber escogido una obra mejor. Tanto los momentos alegres como los de dramatismo me llegaron con una intensidad mayor que la vivida estando delante de una pantalla, al fin y al cabo todo sucede delante de ti, como si fueras el espectador casual en una pelea de pareja en medio de la calle. Todo es más desagradable, más incómodo y nos toca de cerca de un modo que el séptimo arte nunca podría conseguir. La implicación es mayor porque la sensación de realidad también lo es.
Todo empieza como una comedia ligera. Él y ella se conocen en un aeropuerto. Ella, que por entonces todavía es abstemia, se deja convencer para brindar con un poco de licor y acaba viajando con él hasta el destino que los unirá de ahí en adelante. El tiempo pasa y la pareja de enamorados se casan y tienen un hijo, son la definición de felicidad. Este idílico periodo termina cuando nos damos cuenta de la fina línea que separa la afición a la bebida -entendida como actividad social- del alcoholismo puro y duro.
Al término de la representación, una idea saltó en mi cabeza. Eso es la vida, ni más ni menos. Nuestra vida puede pasar de comedia a drama en un abrir y cerrar de ojos, por la mitad se vuelve trágicamente cómico y cómicamente trágico, y al final no sabes si has llorado más de lo que has reído. Como una obra de teatro.
Mientras los demás espectadores salían intercambiando impresiones sobre la obra, Carmela y yo mirábamos el reloj y, dubidativos, nos preguntábamos si nos daría tiempo a cenar antes de empezar a beber los mojitos que nos esperaban en la casa de ella. Al fin y al cabo era viernes. Y el viernes , ya sea para llorar las penas o para celebrar las alegrías, se sale.