No hay mayor ciego que el que no quiere ver. Esta es la conclusión que saco tras haber visto Ágora, última película de Alejandro Amenábar, con la siempre agradable compañía de mi amiga Saínza. Paganos contra cristianos, cristianos contra paganos, judíos contra cristianos, cristianos contra judíos. Podría seguir, pero creo que no hace falta.
Desde que el hombre es hombre, nos hemos empeñado en lanzarnos piedras los unos a los otros, a veces incluso literalmente. Cuando aparece ante nosotros algo que no entendemos, tememos o tal vez simplemente despreciamos, empuñamos esas dos armas tan peligrosas que son la ignorancia y la soberbia, y hacemos todo lo posible por destruirlo, al precio que sea. Siempre lo conseguimos, porque el ser humano es ciego, de la peor clase de ciego, ése que no quiere ver. Una ceguera que tiene la peculiaridad de ser extremadamente contagiosa. No queremos ver porque la única realidad que aceptamos es aquélla a la que ya estamos acomodados, que no nos causa problemas y hace más fácil nuestra vida porque da respuesta a las grandes incógnitas de la vida. Una vez hemos aceptado estas respuestas como válidas, las recubrimos con una indisoluble capa de dogmatismo. Por eso, el menor cambio que amenace esa fe ciega, nos convierte en los depredadores que somos en realidad.
Ahora la Iglesia no podría matar para proteger sus dogmas, pero sí puede censurar, al menos puede intentarlo. Por eso, cada vez que alguien retrata su pasado histórico de una forma en absoluto halagüeña, ellos hacen todo lo posible por sacarla de la mirada pública. Así que, ante el inminente estreno de una película que retrata a los primeros cristianos como unos salvajes capaces de los mayores horrores en nombre de Dios, no tardaron un solo fotograma en saltar como zorro sobre gallinas. Por supuesto, como muestra de su ceguera, han tropezado con la misma piedra que con El Código DaVinci, dando publicidad gratuita a la película antes de su estreno, durante el tiempo que durará su proyección en la gran pantalla, y lo seguirá haciendo cuando aparezca en las estanterías de estrenos de los videoclubs.
Esto no es una crítica a la Iglesia católica. A la comunidad judía le faltó tiempo para definir La Pasión de Mel Gibson como antisemita, y el fundamentalismo islámico sigue profanando su propia cultura como si no conocieran la palabra "evolución". Todos ellos podrían mirar hacia su propio pasado, aprender de él y hacer de su culto una forma sana y esperanzadora de ver el mundo, pero no, prefieren matarse entre ellos en lugar de respetarse mutuamente.
Podría pensarse que los jóvenes hemos aprendido de nuestros mayores, y ahora vemos a nuestros iguales -aunque diferentes en apariencia- con mejores ojos. Nada más lejos de la realidad.
La juventud es arrogante por naturaleza. El tiempo nos pone en nuestro lugar pero, mientras tanto, creemos que lo sabemos todo y que nuestra visión del mundo es la correcta. También tenemos nuestros propios dogmas. En política, de izquierdas. Los de derechas son unos fachas. En religión, ateísmo. Los creyentes -del tipo que sean- son unos bichos raros. En relaciones, libertad. El compromiso es una cárcel. También están los del otro lado, para los que la derecha es la salvación y los de izquierdas son demonios, el ateísmo es sinónimo de vacuidad espiritual y la libertad sexual es una excusa para el libertinaje. Aquí no se salva nadie, porque la salvación es para los que respetan, principal asignatura pendiente del ser humano. Nada es 100 % bueno ni 100 % malo.
Lo único fundamentalmente malo, es el fundamentalismo.
Desde que el hombre es hombre, nos hemos empeñado en lanzarnos piedras los unos a los otros, a veces incluso literalmente. Cuando aparece ante nosotros algo que no entendemos, tememos o tal vez simplemente despreciamos, empuñamos esas dos armas tan peligrosas que son la ignorancia y la soberbia, y hacemos todo lo posible por destruirlo, al precio que sea. Siempre lo conseguimos, porque el ser humano es ciego, de la peor clase de ciego, ése que no quiere ver. Una ceguera que tiene la peculiaridad de ser extremadamente contagiosa. No queremos ver porque la única realidad que aceptamos es aquélla a la que ya estamos acomodados, que no nos causa problemas y hace más fácil nuestra vida porque da respuesta a las grandes incógnitas de la vida. Una vez hemos aceptado estas respuestas como válidas, las recubrimos con una indisoluble capa de dogmatismo. Por eso, el menor cambio que amenace esa fe ciega, nos convierte en los depredadores que somos en realidad.
Ahora la Iglesia no podría matar para proteger sus dogmas, pero sí puede censurar, al menos puede intentarlo. Por eso, cada vez que alguien retrata su pasado histórico de una forma en absoluto halagüeña, ellos hacen todo lo posible por sacarla de la mirada pública. Así que, ante el inminente estreno de una película que retrata a los primeros cristianos como unos salvajes capaces de los mayores horrores en nombre de Dios, no tardaron un solo fotograma en saltar como zorro sobre gallinas. Por supuesto, como muestra de su ceguera, han tropezado con la misma piedra que con El Código DaVinci, dando publicidad gratuita a la película antes de su estreno, durante el tiempo que durará su proyección en la gran pantalla, y lo seguirá haciendo cuando aparezca en las estanterías de estrenos de los videoclubs.
Esto no es una crítica a la Iglesia católica. A la comunidad judía le faltó tiempo para definir La Pasión de Mel Gibson como antisemita, y el fundamentalismo islámico sigue profanando su propia cultura como si no conocieran la palabra "evolución". Todos ellos podrían mirar hacia su propio pasado, aprender de él y hacer de su culto una forma sana y esperanzadora de ver el mundo, pero no, prefieren matarse entre ellos en lugar de respetarse mutuamente.
Podría pensarse que los jóvenes hemos aprendido de nuestros mayores, y ahora vemos a nuestros iguales -aunque diferentes en apariencia- con mejores ojos. Nada más lejos de la realidad.
La juventud es arrogante por naturaleza. El tiempo nos pone en nuestro lugar pero, mientras tanto, creemos que lo sabemos todo y que nuestra visión del mundo es la correcta. También tenemos nuestros propios dogmas. En política, de izquierdas. Los de derechas son unos fachas. En religión, ateísmo. Los creyentes -del tipo que sean- son unos bichos raros. En relaciones, libertad. El compromiso es una cárcel. También están los del otro lado, para los que la derecha es la salvación y los de izquierdas son demonios, el ateísmo es sinónimo de vacuidad espiritual y la libertad sexual es una excusa para el libertinaje. Aquí no se salva nadie, porque la salvación es para los que respetan, principal asignatura pendiente del ser humano. Nada es 100 % bueno ni 100 % malo.
Lo único fundamentalmente malo, es el fundamentalismo.