lunes, 12 de septiembre de 2011

Relativiza y vencerás

La noche ha caído en la mitad del mundo, y tú en tu cama. Cierras los ojos. Estás inquieto, preocupado, y pensabas que todo se pasaría al bajar la persiana. Error. Sigues viéndolo todo negro, ahora en más de un sentido. Esta oscuridad es total -salvo por alguna de esas lucecitas que se proyectan sobre los párpados cerrados-, y no hace otra cosa que adherirse a la oscuridad que hasta ese momento solo existía en tu pensamiento.

Abres los ojos. La luz está apagada, pero no tardas en acostumbrarte a la penumbra de tu habitación, y el blanco del techo, la lámpara que cuelga de este y toda una serie de detalles indefinidos se perfilan tímida e inquietantemente a tu alrededor.

Esperando que esta vez te arrope el sueño, vuelves a cerrar los ojos. Tu cuerpo te pide un descanso, tu mente también, pero ni uno ni otro ponen de su parte. Las piernas no encuentran la postura adecuada, los brazos se revelan contra las endemoniadas mantas, el cuello empieza a dolerte y el estómago burbujea. Te duele la cabeza, y como ya habías tomado una aspirina antes de acostarte, esta se une a la huelga a la japonesa que el resto de tu anatomía ha comenzado con impenitente obstinación.

Te preguntas qué te pasa. Sabes qué es y lo analizas. Lo exageras. Lo distorsionas, convirtiendo el problema en tragedia, y la tragedia en novela rusa. Te ríes de ti mismo, porque sabes cómo eres; eres un melodramático, e inmediatamente te enfadas contigo mismo, porque esta actitud no es saludable, te deteriora; te impide dormir y, en consecuencia, hará que el día de mañana te comportes como un zombie, uno que, en lugar de comer cerebros, solo podrá pensar en que el suyo no encuentra descanso.

Te has dormido. Te darás cuenta al día siguiente, tras dos horas de sueño. El problema, o lo que sea que te ha estado martilleando la cabeza, seguirá trabajando a pleno rendimiento. ¿Hasta cuándo? Hasta que te enfrentes a ti mismo -no al problema, que, en caso de existir, probablemente no sea tan grave-; hasta que te plantes cara y, tal y como haces con la gente cuya actitud no te preocupa censurar y, a veces, corregir, te digas, con una determinación inaudita en ti: ¡Basta ya!