jueves, 27 de mayo de 2010

Ritos de paso

En algunas tribus primitivas, llegados a una cierta edad, a los jóvenes se les obligaba a enfrentarse a un animal salvaje para demostrar que ya podían ser considerados hombres. Se trataba de un rito de paso. En nuestra sociedad también los hay, aunque no haya que poner en riesgo la vida para superarlos.
Como personas civilizadas que -normalmente- somos, nosotros nos enfrentamos a las transiciones de una forma menos peligrosa y, definitivamente, mucho más teatral y simbólica.
Admitámoslo, los humanos somos unos teatreros.
El lugar fue el Paraninfo de la Facultad de Geografía e Historia, una sala rectangular rematada en un fastuoso fresco con Minerva, la diosa de la sabiduría, mirando desde lo alto a aquellos que, cada año, entramos allí para darnos a conocer como los nuevos portadores del conocimiento acumulado durante el obligado periodo de cinco años, tiempo establecido para superar todo tipo de pruebas hasta la última y definitiva.

De un lado, nuestras familias y amigos, como muestra de apoyo, nos acompañaron en todo el proceso; del otro, las autoridades y padrinos, sacerdotes de la más laica de las religiones –el humanismo-, actuaron de oficiantes en una ceremonia que conocían como la palma de sus manos, ya que ellos mismos habían tenido que pasar por ella antes.
Todos nosotros, los neófitos, vestidos para la ocasión (el atuendo ritual, compuesto de tacones para las mujeres y corbata para los hombres), escuchamos con una emoción disimulada en la seriedad de nuestros rostros la letanía de discursos de que estaba compuesta la liturgia, hasta el momento de recogida del “diploma”. Lo escribo entre comillas porque no era más que un papel atado a un lazo rojo, simbolizando la licenciatura de que sólo unos pocos ya eran poseedores en el momento de recibirlo de manos de las autoridades, y que la mayoría –entre los que me incluyo- tardaría algo más en alcanzar.

Todo fue un teatro, una representación. Una obra muy hermosa y llena de significado. Tanto que llegué a emocionarme al comprender algo que de lo que no había sido plenamente consciente hasta aquel momento. Se trataba del final de una etapa de mi vida. Tal vez no como estudiante, pero lo que me queda como estudiante de Historia del Arte no es más que los cabos sueltos en un plan trazado cinco años atrás que ya se acerca a su consecución final.

El Acto de Licenciatura fue, sin duda, un rito de paso en mi vida, o una parte del gran rito de paso que supone toda una existencia. Un niño no se convierte en adulto de la noche a la mañana, en una lucha decisiva contra un animal. Lo hace día a día, cumpliendo años, experimentando situaciones, tomando decisiones y aprendiendo de errores.

No sé si a ojos de la sociedad en que vivo esto ha hecho de mí un hombre, lo que sí sé es que “graduarme” me ha hecho un poco más yo, cualquiera que sea su significado.

jueves, 13 de mayo de 2010

Nosotros

Resulta casi vulgar el modo en que a veces descubrimos las grandes verdades de la vida. Te encuentras con un grupo de amigos, tomando algo en una cafetería, riendo, hablando de tonterías, disfrutando de esa ilusoria sensación de que todo está bien; sin darte cuenta te descubres a ti mismo con la mirada puesta en la mesa de al lado, donde tiene lugar la realidad, negra como el café que sus ocupantes beben con desgana y áspera como los cigarrillos que fuman sin parar, esperando que su abatimiento se vaya por el conducto de ventilación con cada bocanada de humo que sueltan con la naturalidad marcada por el hábito.
Era una pareja de mediana edad, que bien podrían ser mis padres o los de cualquier amigo mío.
No se miraban a la cara. Cada vez que hablaban, sus palabras les pasaban de refilón, rozando sus mejillas, enrojecidas por lo incómodo de la situación. Por sus alianzas determiné que estaban casados. Por la conversación sobre sus hijos deduje que estaban casados el uno con el otro.

Él estaba insatisfecho, ella resignada.

Me dio tanta pena aquella escena, tan distinta de lo que debió ser hace veinte años, cuando se miraban a los ojos, sin miedo a lo que pudieran ver en ellos, todo lo contrario, deseando descubrirlo.

En ese momento, las risas de mis amigos y cualquier cosa de la que pudieran estar hablando no era más que una nube de humo sobre mi cabeza, algo tan irreal que bien podía haber confundido con el producto de mi imaginación, que tantas veces me traiciona. Una mesa a la derecha tenía lugar la disolución de una relación de pareja, la separación de dos personas que tiempo atrás se prometieron demasiadas cosas, convencidos de que tenían algún valor. Ahora un recuerdo que poco importaba, a la vista de las circunstancias.

Entre ellos había una mesa, y esa distancia tan corta era, al mismo tiempo, una vida entera. ¿Qué había borrado ese “nosotros” con el que muchos soñamos y en el que unos pocos creen?

Niños difíciles, una ocupación poco gratificante, terceras personas. Podía ser todo o nada. Probablemente nada. Simplemente dejaron de quererse. Punto. Tal vez buscar un porqué podría servirles para entender, incluso puede que les ayudase a entenderse. Pero no cambiaría el hecho en sí, que es el fin de un “nosotros”.

Pensé en mi ex, en la posibilidad de haberme encontrado en aquella escena diez o quince años en mi futuro. Pude haber seguido con él, centrándome en el sentido más práctico de nuestra relación. Hacía que me sintiera protegido. Cómodo. Para muchos es más que suficiente. Para mí no lo fue.
Es posible –no sé si probable- que acabe solo, pero algo me dice que esta soledad es muy distinta a la que la pareja de la que hablo lleva años viviendo. Puede que haya llegado la hora de ser feliz con uno mismo.
No es un “nosotros”, pero es un “yo”, que ya es bastante.