martes, 30 de noviembre de 2010

Málvaro

Yo no soy una mala persona, lo prometo. Pero es que a veces la gente me lo pone muy difícil. La dependienta que te mira como si le hubieses pedido algo imposible cuando todo lo que quieres es una talla más o menos, el conductor que se come un semáforo para casi comerte a ti a continuación, la avispada señora que intenta colarse en el súper –que te acusa de ser un maleducado cuando se lo impides-, la paleta que se dedica a echar una meada sobre su novio cada vez que lo ve hablando con alguien que no sea ella, el pijindie que te mira por encima del hombro cuando no respondes con interés a sus esnobismos; los que te empujan, los que fingen no verte.

Los gilipollas.

Crúzate con una de esas personas -o todas ellas a lo largo de un solo día- y veremos cuánto tardas en convertirte en un auténtico hijo de puta. Es la jungla urbana. O ellos o yo. Y yo me prefiero a mí.

No hace mucho tiempo ser educado era fundamental para ganarse el respeto de los demás. La vulgaridad, por el contrario, era un rasgo despreciable. Me pregunto cuál fue el punto de inflexión en que todo empezó a cambiar.

Ya nadie es amable, una cualidad que no tardará en convertirse en un anacronismo, como apartar la silla para que una dama se siente o rezar una oración antes de comer. Cierto, determinadas costumbres están merecidamente obsoletas, pero la amabilidad no debería ser una de ellas.

En La Letra Escarlata, Nathaniel Hawthorne escribe que la naturaleza humana posee la cualidad de amar con mayor facilidad de la que tiene para odiar, siempre y cuando no entre en juego el egoísmo. Éste es, sin duda, el gran enemigo de todos nosotros como comunidad, que es lo que somos, aunque no lo parezca.

Como todo proceso evolutivo –o degenerativo-, ha sucedido de una forma tan sutil y dilatada en el tiempo que apenas hemos podido darnos cuenta, pero lo cierto es que nos hemos convertido en una sociedad de antisociales.

Mi amiga Laura dijo una vez que sentía ser mala a veces, pero algunas personas se lo merecían. Suena terrible, como casi todas las grandes verdades de la vida.

Terriblemente cierto.