El nacimiento es nuestro comienzo, la génesis de nuestra existencia, el primer gran acontecimiento de nuestra vida.
A una persona homosexual le sucede lo mismo con la historia de su salida del armario. Me refiero a la primera y única, no a las innumerables veces que, a lo largo de la vida, nos vemos obligados a establecer nuestra orientación sexual cuando nos damos a conocer a alguien nuevo.
Si le preguntas a alguien cómo fue la primera vez que habló con alguien sobre su identidad sexual, ese alguien te contará –tal vez involuntariamente, llevado por la emoción de contar algo trascendental para él o ella, tal vez consciente de la importancia que se da a sí mismo- una historia llena de emotividad, giros inesperados y caras sobresaltadas que podría dar como resultado la dramática escena de un telefilme. En boca del protagonista, incluso la historia más ordinaria se convierte en una epopeya. Eso es así porque, después de todo, se trata del relato de un nacimiento, al menos en cierta manera.
Así como nacemos cuando nacemos, renacemos cada vez que tiene lugar un acontecimiento trascendental en nuestra vida. Hacer saber a alguien más que a nosotros mismos la realidad de quienes somos es uno de ellos. Y de los gordos.
La mejor amiga abrazándonos, mostrando su apoyo incondicional; el padre reticente ante una realidad que ni esperaba ni deseaba, la madre preocupada por la felicidad de su hijo; los compañeros de clase, crueles o solidarios. Todo ello, aunque clichés sociales, constituye para muchos una sucesión de figuras retóricas fundamentales en el relato de su paso por el mundo.
Por esta razón, por lo importante que me parece mi salida del armario, me irrita tanto el clásico “por cierto, soy gay” que sucede a la primera vez. El primer día en la universidad –en realidad, el primer día en cualquier parte- lleva consigo la duda de si debería dejarlo claro desde el primer momento, o si lo mejor es que la gente lo suponga. En el caso de optar por la segunda opción, siempre habrá alguien que querrá escuchártelo decir, y no parará hasta que lo consiga. Esa persona, intentando disimular sin éxito la maliciosa curiosidad que se avecina en su mirada, te preguntará: “¿Y tú tienes novia?” En el caso de que seas chico. “Novio” si eres chica.
Si respondes con un tajante “No”, esta persona insistirá, y querrá saber si es novio lo que tienes.
No se cansan, no conocen la indiscreción. O no les importa.
En este momento, podría responder “No… te importa”, pero con algo así podría parecer que me avergüenzo de ser gay, nada más lejos, así que respondo, con toda la amabilidad que me es posible teniendo en cuenta que detesto esa clase de gente, “No tengo ni novio, ni novia.”
Por eso, para dejarlo claro, aprovecho para decir desde aquí que no, no tengo novio. Ni novia.
A una persona homosexual le sucede lo mismo con la historia de su salida del armario. Me refiero a la primera y única, no a las innumerables veces que, a lo largo de la vida, nos vemos obligados a establecer nuestra orientación sexual cuando nos damos a conocer a alguien nuevo.
Si le preguntas a alguien cómo fue la primera vez que habló con alguien sobre su identidad sexual, ese alguien te contará –tal vez involuntariamente, llevado por la emoción de contar algo trascendental para él o ella, tal vez consciente de la importancia que se da a sí mismo- una historia llena de emotividad, giros inesperados y caras sobresaltadas que podría dar como resultado la dramática escena de un telefilme. En boca del protagonista, incluso la historia más ordinaria se convierte en una epopeya. Eso es así porque, después de todo, se trata del relato de un nacimiento, al menos en cierta manera.
Así como nacemos cuando nacemos, renacemos cada vez que tiene lugar un acontecimiento trascendental en nuestra vida. Hacer saber a alguien más que a nosotros mismos la realidad de quienes somos es uno de ellos. Y de los gordos.
La mejor amiga abrazándonos, mostrando su apoyo incondicional; el padre reticente ante una realidad que ni esperaba ni deseaba, la madre preocupada por la felicidad de su hijo; los compañeros de clase, crueles o solidarios. Todo ello, aunque clichés sociales, constituye para muchos una sucesión de figuras retóricas fundamentales en el relato de su paso por el mundo.
Por esta razón, por lo importante que me parece mi salida del armario, me irrita tanto el clásico “por cierto, soy gay” que sucede a la primera vez. El primer día en la universidad –en realidad, el primer día en cualquier parte- lleva consigo la duda de si debería dejarlo claro desde el primer momento, o si lo mejor es que la gente lo suponga. En el caso de optar por la segunda opción, siempre habrá alguien que querrá escuchártelo decir, y no parará hasta que lo consiga. Esa persona, intentando disimular sin éxito la maliciosa curiosidad que se avecina en su mirada, te preguntará: “¿Y tú tienes novia?” En el caso de que seas chico. “Novio” si eres chica.
Si respondes con un tajante “No”, esta persona insistirá, y querrá saber si es novio lo que tienes.
No se cansan, no conocen la indiscreción. O no les importa.
En este momento, podría responder “No… te importa”, pero con algo así podría parecer que me avergüenzo de ser gay, nada más lejos, así que respondo, con toda la amabilidad que me es posible teniendo en cuenta que detesto esa clase de gente, “No tengo ni novio, ni novia.”
Por eso, para dejarlo claro, aprovecho para decir desde aquí que no, no tengo novio. Ni novia.