domingo, 23 de noviembre de 2008

Soñar despierto y dormirse soñando

Existe el topicazo de que los jóvenes sólo sabemos divertirnos bebiendo, fumando y saliendo hasta las tantas, pero lo cierto es que entre el frenético ritmo de clases y la cantidad de obligaciones diarias que en realidad tenemos, hay días donde lo único que nos apetece es quedarnos en casa a ver alguna película en compañía de un par de amigos lo suficientemente cercanos como para no incomodarse con el silencio.

Sin embargo, a veces sucede lo inesperado y quienes deseábamos un poco de tranquilidad delante del televisor, nos pasamos la noche hablando de todo y de nada, ignorando la película que habíamos alquilado.

Eloy, Alberto y yo lo sabemos muy bien. Cuando pensábamos que pasaríamos una noche en casa como otra cualquiera viendo alguna peli más asquerosa que terrorífica, nos descubrimos hablando de nuestras aspiraciones, sueños y proyectos para el futuro con una naturalidad que sólo se consigue cuando no se busca.

Preguntándonos qué nos depararía el futuro, cada uno expresó su particular visión de cómo imaginaba su propio porvenir, un interrogante que todos nos hacemos en algún momento. Es inevitable querer saber en qué punto estaremos dentro de diez o quince años, sobre todo cuando estamos empezando a construir nuestra vida como adultos; y una parte fundamental de dicha curiosidad es la tendencia a imaginar esa versión de nosotros mismos que está por llegar. ¿En qué consistirá mi trabajo? ¿Estaré casado? ¿Veré cumplidos mis sueños?

En mi caso, mi vida dentro de diez años la imagino delante de un ordenador, escribiendo mi próximo artículo igual que ahora, con la diferencia de que entonces estaré ganándome la vida con ello. Es posible que más adelante logre publicar una novela y alcance mi máxima aspiración, que consiste en verme a mí mismo como un escritor de éxito reconocido por público y crítica.

Si la mía es la palabra escrita, la pasión de Alberto es el baile. Mi amigo santiagués se siente pleno cuando su cuerpo se mueve al ritmo de la música, una sensación que se puede ver reflejada en su mirada si uno se fija lo suficiente. Falto de delirios de grandeza, Alberto no busca la fama a nivel mundial ni las ovaciones públicas. Lo que él quiere no es más que el simple hecho de poder vivir de la danza, ya sea como maestro en una escuela o como miembro de una compañía.

El sueño de Eloy se construye a partir de los cimientos de un hotel, el negocio que le gustaría dirigir en un futuro. Como síntoma de su espíritu emprendedor, mi compañero de piso está estudiando medicina con el fin de conseguir el dinero suficiente para invertir en este proyecto a largo plazo que consigue distraerle durante horas y horas, tiempo que ocupa imaginando los pequeños detalles que harán de su hotel un acogedor refugio para sus huéspedes.

Todos tenemos nuestro propio sueño y, unos más que otros, hacemos lo posible por verlo hecho realidad algún día. Para ello estudiamos una carrera, trabajamos y aprovechamos las oportunidades que se nos ofrecen. Esto nos empuja hacia delante, motivándonos y dándonos una razón para vivir. Pero, ¿qué sucede cuando dedicamos más tiempo a soñar que a lograr el sueño en cuestión? ¿Por qué resulta más gratificante fantasear que vivir las fantasías?

Es evidente que la realidad nos sobreviene libre de los aderezos que nuestra fértil imaginación proporciona durante nuestros sueños, pero en éstos no existe el tacto real de nuestro amante, así como tampoco podemos disfrutar de la gratificante sensación que proporciona un éxito profesional. Así que es fácil suponer que tendríamos que decantarnos por la realidad, pero nada más lejos. Cuántas veces nos habremos quedado en cama media hora más, imaginándonos llenos de éxito a todos los niveles, cuando podríamos habernos levantado para dar el primer paso hacia el éxito real.

Tal vez ahí resida la trampa, la comodidad que proporciona el suave manto con que nos cubre nuestra propia imaginación, únicamente existente en nuestra cabeza donde, por supuesto, no existe el fracaso. Porque es esa y no otra la razón última de nuestra zozobra a la hora de aventurarnos a alcanzar las metas que nosotros mismos nos proponemos: el miedo al fracaso.

Sobreponerse a ese miedo es el mayor sueño de muchos, en realidad. Pero, como ya sabemos, los sueños, sueños son. Esto es así, desde luego, hasta que hacemos algo por verlos hechos realidad.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Esto es Halloween

Día de Todos los Santos, Víspera de Difuntos, 1º de noviembre… Son muchos los nombres que se usan en la actualidad para referirse al viejo Samhain, la festividad de origen celta consagrada al recuerdo de nuestros muertos, tradición que ha perseverado hasta nuestros días. Pero últimamente uno de ellos se ha estado escuchando con más frecuencia que sus análogos. Me refiero a Halloween, otro término entre tantos que hemos importado de nuestros vecinos ingleses, referido a una idea mucho más festiva que la solemne festividad a la que los españoles estábamos acostumbrados.

Todos los Santos se caracterizaba por ser una jornada de recogimiento donde las familias se reunían para acudir al cementerio con el fin de visitar la tumba de sus seres queridos, cambiarle las flores resecas y mostrar sus respetos a aquellas personas que ya no están con nosotros. Durante todo el día se podía sentir cierto aire de melancolía, talvez producido por el recuerdo colectivo de aquellos a quienes perdimos, como si dichos pensamientos impregnasen el ambiente de las calles causando un contagio generalizado de cierta tristeza.

Sin embargo, ésta no es la única manera de festejar el primer día de noviembre. Poco a poco hemos recogido de los países anglosajones un cúmulo de símbolos que han logrado cambiar el concepto de este día hasta darle la imagen que hoy conocemos. En los escaparates de las tiendas vemos calabazadas con rostros fantasmales dibujados en ellas, dibujos de brujas pirujas y vampiros sanguinarios; los padres acompañan a sus hijos en busca del disfraz más espeluznante para acudir a las fiestas organizadas en los colegios y las tiendas de caramelos hacen su agosto, vendiendo más provisiones que en cualquier otra época del año.

En cuanto a los jóvenes, para quienes el día de difuntos pasaba desapercibido, ahora esperan Halloween como una de las noches más divertidas del año. Uno de ellos es Eloy, mi compañero de piso, que dedicó las primeras semanas del curso a organizar una fiesta donde la puesta en escena fue el principal reclamo para sus invitados. Murciélagos de cartulina, velas en las esquinas y telarañas artificiales constituyeron el decorado de nuestro piso durante una noche en que olvidamos nuestra identidad para convertirnos en un icono de la mitología fantasmal del siglo XXI. El anfitrión –disfrazado de gato negro- recibió a murciélagos, fantasmas, vampiros y demás fauna nocturna que ocuparon nuestra morada hasta bien entrada la noche. Yo, vestido de rojo y negro como un diablo de la vieja escuela –con cuernos, cola y tridente-, observaba cómo nuestro piso se había convertido en una casa de los horrores mientras analizaba este fenómeno cultural y la rapidez con que se había implantado en nuestra sociedad. Era cuestión de tiempo que, el sector de la sociedad más proclive a la asimilación de nuevas formas de consumo –léase, la juventud- tomase Halloween como su nueva festividad.

Muchos opinan que éste no es más que otro ejemplo de cómo las culturas extranjeras consiguen contaminar nuestro propio bagaje, como otra manera de demostrar su afán imperialista; en mi opinión se trata de una visión exagerada y absurda de algo que lleva sucediendo desde que el mundo es mundo. Los países nos nutrimos de lo que nos ofrecemos los unos a los otros, se trata de un intercambio de ideas y tradiciones, fenómeno facilitado por el mundo globalizado en que vivimos.

No olvidemos que, después de todo, nuestros antepasados permanecen en nuestro pensamiento y seguimos cambiando las flores marchitas de sus tumbas. Lo único que ha cambiado es que, al caer la noche, jugamos a ser demonios, brujas y fantasmas antes de dar comienzo a otro día ordinario, donde nuestro único disfraz es la ropa escogida para marcar nuestra identidad, la que utilizamos para camuflarnos entre otro tipo de demonios, brujas y fantasmas.

lunes, 27 de octubre de 2008

Espejo, Espejito...

Existe un hábito diario al que nos hemos acostumbrado los humanos. No estoy hablando de darse una ducha nada más levantarse por la mañana; tampoco me refiero a la necesidad de lavarnos los dientes después de cada comida. Si hay algo de lo que no podríamos prescindir en nuestra rutina diaria es el hecho de admirar nuestro reflejo.
La necesidad de asegurarnos de que nuestro aspecto físico permanezca inalterado durante toda la jornada supone la obligación de volcar nuestra atención a cualquier superficie reflectante que nos encontremos a nuestro paso. Puede tratarse del cristal de un escaparate mal iluminado o tal vez el impreciso reflejo de un charco en mitad de la calle. No importa cuál sea el improvisado soporte sobre el que volcar la ardua tarea de conocer nuestro aspecto, lo importante es asegurarnos de que no haya crecido el grano con el que despertamos y de que el cabello que tanto nos ha costado peinar permanezca tan lustroso como acondicionado.
Entonces, cuando ya nos hemos cerciorado de que la imagen proyectada al exterior cumple con los requisitos básicos necesarios para satisfacer nuestra vanidad, podemos continuar caminando hacia donde nos dirigíamos antes de detenernos a causa del hipnótico influjo de un vago e impreciso aunque satisfactorio reflejo de nosotros mismos.
Pero, ¿qué sucede cuando esa imagen que el espejo nos devuelve nos provoca tal insatisfacción que la idea de quedarse encerrado en casa resulta mucho más atractiva que cualquier otra cosa? ¿Se trata de una copia auténtica de uno mismo o no es más que la distorsionada versión que nuestra mente crea a partir de nuestros más profundos complejos? ¿Quién es el monstruo, la propia criatura o aquel que la ha creado?

jueves, 28 de agosto de 2008

Peter Pan, Nunca Jamás

Es un hecho probado que todos queremos lo que no tenemos. El pobre quiere ser rico; el guapo, feo. La lista de “quiero y no puedo” es interminable.
De la misma manera era de esperar que, del mismo modo que un anciano sueña con revivir sus años mozos, aquellos que acaban de entrar en la inestable etapa de la pubertad deseen emular a los que ya la han abandonado para convertirse en veinteañeros.
Una conversación con mis amigas Paula y Sabela me hizo pensar en dicho fenómeno como “el síndrome invertido de Peter Pan”. Si antes evitábamos pensar en ser mayores para poder seguir jugando como los niños que éramos y queríamos seguir siendo, ahora la adolescencia se ha convertido en un obstáculo fácil de esquivar entre la infancia y la época adulta.
Paula y Sabela, de veintitrés años, tienen hermanas cuya edad real sería difícil de adivinar si nos fijásemos en su aspecto externo y su forma de comportarse. De un año para otro empezaron a comprar su ropa en las mismas tiendas que sus hermanas mayores –eso cuando no la tomaban prestada directamente de sus armarios- y en sus conversaciones se introdujeron temas que asusta escucharlos en boca de unas niñas, que es lo que realmente siguen siendo.
“Hasta los diecisiete nuestra idea de ir arregladas era una camiseta básica de tiras y unos vaqueros” dijo Paula, claramente sorprendida por el hecho de que su hermana de catorce años vistiera como cualquiera de sus amigas de veintitantos. Para aquella mujercita el maquillaje era indispensable si quería salir de casa y los zapatos de tacón formaban parte de su atuendo diario tanto como una ropa interior provocativa.
Todavía más preocupada se sentía Sabela después de haber escuchado una perturbadora charla entre su hermana de dieciséis años y dos de sus compañeras de clase. Durante casi una hora lo único de lo que las tres amigas hablaron fue sobre sexo y, para colmo, con la misma despreocupación de alguien acostumbrado a ello. Es decir, como cualquiera de mis amigos y yo mismo.
“¡Mi hermana dijo que la mayoría de sus compañeras de colegio ya se la habían chupado a algún chico!” la revelación de Sabela sonó como un trueno entre los presentes.
Si con catorce años ya habían practicado felaciones y a los dieciséis el sexo dejaba de ser un fascinante misterio, ¿qué les quedaría por hacer con veinticinco años?
La mayoría de la gente que conozco ha perdido su virginidad en torno a los diecisiete y dieciocho años, si no más tarde. Hasta entonces el sexo había supuesto un tema que nos obsesionaba. Si lo practicabas te preocupaba contraer alguna enfermedad o provocar un embarazo y, cuando no lo hacías, lo único en lo que podías pensar era en el momento de hacerlo.
A los adolescentes de ahora no les da tiempo a sentir esa natural inquietud frente al sexo, su práctica y las consecuencias que acarrea, ya que siempre lo prueban antes de empezar a obsesionarse como me sucedió a mí en su momento.
Más tarde, en la tranquilidad de mi habitación, analicé este nuevo comportamiento de los más jóvenes en busca de un posible origen. Para empezar, no había duda de que era un fenómeno novedoso, propio de los últimos cinco años como mucho. Cuando yo tenía catorce años seguía jugando con mis juguetes de siempre y los botellones que organizaban los estudiantes de cursos más avanzados no llamaban mi atención en absoluto.
Sólo se me ocurrió una razón para entender lo que estaba sucediendo.
Si para la tercera edad es la naturaleza la que se encarga de impedir el retroceso a la juventud, los padres son o deberían ser quienes debieran poner freno al empeño de sus hijos en vivir una etapa de la vida que aún no les correspondía.
Nadie podría negar que la permisividad de un padre o una madre con sus hijos haya aumentado con el paso del tiempo. Cuando la obligación de establecer normas con el fin de educar es sustituida por el miedo a traumatizar o hacer de un hijo una persona infeliz, lo que sucede es que el status quo cambia. El hijo se da cuenta de la debilidad del padre y no duda en sacar partido, convirtiendo toda negativa en un sinónimo de “tal vez”. Antes “no” significaba “no”. Actualmente “no” quiere decir “no tardarás en convencerme”.
Como resultado tenemos una generación donde la ambigüedad sexual, que ha dejado de ser un problema, da paso a la ambigüedad de edad. Los yogurines pasan por jóvenes adultos, complicando el empeño de muchos en respetar el límite de edad que han establecido para no relacionarse afectiva o sexualmente con personas que salgan de dicho límite. Ligar por la noche se ha convertido en una ruleta rusa donde el desafortunado que recibe la bala es aquel que se despierta al día siguiente compartiendo su cama con un menor de edad escondido en un cuerpo y maneras de adulto.
Mientras escribo en mi portátil me asomo a la ventana de mi habitación y veo pasar a un chico y una chica, ambos con aspecto de tener la misma edad que yo. No tardo en dudar. El chico apenas tiene barba y la chica no luce demasiado pecho. Entonces, ¿qué es lo que les hace parecer mayores? ¿Su actitud, la ropa que llevan? ¿Qué hay en ellos que pueda asegurarme que no siguen en el instituto?
La respuesta es sencilla. Nada en absoluto.

Joven Hombre

Todos los días sueño que me puedo marchar. Como todos los sueños, nunca se cumple.
Sin embargo, lo único que me ayuda a soportar el día a día de mi vida son esos momentos de irrealidad donde mi mundo no es gris y termino el día con algo más que esta sensación de vacío, esta horrible sensación de conformismo.
Sé que nada va a cambiar y hace años que dejé de creer que había algo más para mí.
Ni siquiera sé por qué pierdo el tiempo lamentándome cuando eso no va a hacer cambiar mi suerte.
Es de noche ahí fuera y las calles duermen en silencio, tal y como yo mismo haré en el mismo momento en que mi derrotado cuerpo repose sobre el agujereado y mohoso colchón que tengo por cama.
Sin tener en cuenta los quince minutos para comer que me están permitidos, mi patrón no me deja un sólo segundo de descanso durante el tiempo que estoy trabajando, de seis de la mañana a diez de la noche. Llego a la pensión donde vivo preguntándome de dónde saco tal resistencia. Puede que mis compañeros tengan razón cuando dicen que, para unos miserables peones como nosotros, no hay lugar para el descanso y la paz de espíritu. Aquellos son lujos de gente rica.
Yo soy uno de ellos en mis sueños, en ese mundo que mi caprichosa mente ha decidido crear consiguiendo que el mundo real parezca todavía más sórdido e injusto. Es ahí donde me siento como debería sentirse todo hombre y mujer, tranquilo, protegido, feliz.
Entonces despierto y vuelvo a la muerte en vida.
Al mirar por la ventana veo muchas cosas, todas ellas sin importancia pero que me ayudan a distraerme en esta noche donde mi cansancio no ha podido con mi inquieta alma. Veo a las prostitutas venderse a los sucios marineros que buscan el calor de una mujer antes de zarpar nuevamente, las ratas que corretean de un lado a otro en busca del que para ellas es alimento y para las personas es desperdicio.
El cielo está despejado y puedo admirar la luna creciente actuando de vigía en la noche londinense, sirviendo de faro para los borrachos que salen de las tabernas bañados en su propia inmundicia. Estoy seguro de que la reina Victoria no ha visto semejante escenario ni en la más lúgubre de las obras teatrales.
Vuelvo a refugiarme en mi habitación, donde también hay ratas y desperdicios, mientras escucho el tañir de las campanas marcando la medianoche.
Hoy es mi cumpleaños y, sabiendo que seré el único que lo hará, me felicito por haber sobrevivido un año más a este mundo en el que he sido soltado cual bestia, obligada a valerse por si misma si quiere llegar a vieja.
Veinte años, la mitad de lo que suele durar una vida humana en estos días.
Me queda la otra mitad.

lunes, 25 de agosto de 2008

Vida a los 20


Mientras camino hacia el punto de encuentro no puedo evitar distraerme observando a los transeúntes que me rodean. Padres y madres ocupándose de sus revoltosos hijos, ancianos quejándose de sus cada vez más frecuentes achaques, crías que visten y actúan como si tuvieran más edad de la que marca su DNI... Cada uno inmerso en su particular mundo tan distinto y parecido al del resto. Entre todos ellos, representantes silenciosos de los diferentes grupos de edad, se encuentra aquel al que yo mismo pertenezco. Me estoy refiriendo a la azarosa y efímera etapa de los veinte.
Me llamo Álvaro y tengo veintidós años. Es cierto, soy nuevo en la que dicen será la mejor época de mi vida pero el año de un veinteañero equivale a un mes en la vida de un anciano. Lo que para uno es el interminable devenir de las horas y los días, lo es la fugaz sucesión de acontecimientos para el otro.
Es cierto que el tiempo pasa volando, sobre todo cuando la vida parece un regalo de la divina providencia, un espacio de ocio que se supone debes disfrutar antes de convertirte en un adulto, momento en que la despreocupación no tiene cavida y el sentido de la obligación es un imperativo biológico.
Lo reconozco, soy de la clase de persona que vive pensando en el futuro, adoro imaginar cómo será mi vida cuando termine los estudios y empiece a formarme como hombre independiente de papá y mamá, lo que no significa que no disfrute de este entretiempo que dura sólo diez años.
A mi alrededor caminan chicos y chicas de mi edad, unos apurados porque llegan tarde a su destino y otros caminando pausadamente, disfrutando del buen día y la música que les ofrece su ipod, instrumento de uso frencuente entre nosotros los jóvenes, aquel con el que conseguimos aislarnos parcialmente del mundo en el que vivimos.
Cada uno de ellos es un ejemplo de la diversidad de personalidades con las que enfrentarse a los problemas diarios, lo plural de las personas que están buscando una identidad con la que vestirse y sentirse a gusto durante las 24 horas que dura un día.
Todos ellos me acompañan sin saberlo al lugar donde he quedado con mis amigos. Cuando llego sólo está Eloy, que acaba de cumplir veinticuatro años, lo que le ha hecho darse cuenta de que no siempre será joven. Cuando antes cumplir años era motivo de alegría y celebración, ahora supone una carga más en la larga lista de inconvenientes que se acumulan con cada año pasado. Terminar la carrera se convierte en una contrarreloj y parece que no dará tiempo a conseguir todo aquello que se espera de la vida.
Alberto no tarda en llegar acompañado de su característica mirada con la que dice sin palabras "¿a qué estamos esperando?". Ahora sólo se refiere a lo que haremos para pasar la tarde, pero en el fondo de su alma se puede adivinar la impaciencia que camina de la mano con su edad, veintidós años aprovechados al minuto, un espíritu que permanece activo día y noche ansioso por divertirse durante una época que espera recordar con una sonrisa el día de mañana.
En cuanto a mí, ¿qué puedo decir que me caracterice? Me queda poco para cumplir los veintitrés y, en ocasiones, mi espíritu soñador me impide ver lo que se presenta ante mis ojos para que lo coja. Tal vez sea insatisfacción personal lo que me empuja a refugiarme en mis fantasías, o puede que no sea más que una imaginación desbordante a la espera de ser canalizada. Lo único cierto es que queda mucho para que cumpla los treinta y en este periodo de transición espero tener éxito en mi búsqueda. Porque, en definitiva, de eso se tratan los veinte, de buscar y, tal vez, encontrar.

Tiempo al Tiempo

El tiempo está infravalorado. Ésto es algo de lo que me he dado cuenta durante los últimos días. Una noche cualquiera de la semana pasada mis tíos vinieron de visita a la casa de mis padres, trayendo con ellos a su hijita Stella de tres años. Yo llegaba de la biblioteca, agotado después de una tarde que se he había hecho interminable, cuando ellos estaban terminando de cenar y disfrutaban de una amena conversación acompañada de un delicioso batido de vainilla preparado por mi madre.
Apenas llevaba una hora con ellos cuando comprendí lo rápido que pasan los años y la incapacidad que tenemos las personas para notarlo.
De un lado estaban mis padres, mi tío y su mujer, que correspondían a la generación de aquellos que viven de los recuerdos de la juventud perdida, una juventud todavía cercana pero pasada al fin y al cabo. En sus ojos se podía leer su propio epitafio al que ellos mismos se habían resignado cuando, un día cualquiera entre los treinta y los cuarenta, descubrieron horrorizados que ya no podían salir de fiesta hasta has siete de la mañana, que estaban muy lejos de poder disfrutar del dinero que ganaban con su trabajo, ahora sustento de una personita convertida en el involuntario centro de sus vidas.
Del otro lado se encontraba mi prima, que superaba en energía y vitalidad a cualquiera de los allí presentes. No podía parar quieta un sólo segundo y su curiosidad infantil le obligaba a tocar todo aquello que estuviera a su alcance. Ella era el paradigma de vida, una palabra que definía a la perfección con cada paso que daba. A diferencia de sus padres, la joven Stella no tenía nada que añorar ni lamentar ya que, aunque lo desconocía, tenía toda su vida por delante. Su sonrisa era el reflejo de un alma ansiosa por conocer y experimentar todo aquello que sus padres habían dejado atrás.
En medio de ambos frentes estaba yo, sintiéndome como el punto de inflexión entre las dos generaciones, razón por la cual comprendí aquello de que el tiempo está infravalorado.
Yo me encuentro en ese punto de la existencia humana en que invertimos demasiado tiempo en soñar con el futuro y planificar la vida que deseamos tener una vez podamos considerarnos adultos de pleno derecho en lugar de limitarnos a exprimir al máximo los escasos días de juventud que nos vienen dados. Ahora no lo sabemos, pero algún día miraremos atrás y nos lamentaremos por aquel camino voluntariamente cerrado, aquella tarde que pasamos en casa o aquel amor al que no dimos una oportunidad por culpa del miedo.
Mi amigo Alberto, "Ber" para los amigos, suele decir que existen dos tipos de personas. Unas son las personas activas, aquellas que ignoran el miedo al riesgo y se lanzan a cualquier experiencia que consiga llenarles tanto en cuerpo como en espíritu. Las demás son las personas contemplativas, que se caracterizan por invertir más tiempo en planificar que en actuar, eternas soñadoras y habitantes de su propio mundo de fantasía. Éstas últimas son la gran mayoría, lo que hace que me pregunte, ¿por qué resulta más seductor vivir una fantasía que una experiencia real? Tal vez pensemos que, si una fantasía tiene lugar en un mundo que en realidad no existe, es probable que ésta no nos quite tiempo real, un error que podría costarnos la misma vida, una historia a la que prestamos poca atención y termina antes de lo que nos gustaría imaginar.

martes, 22 de julio de 2008

Encantado de conectarte

La era de las telecomunicaciones se ha hecho camino en todos los ámbitos de la vida diaria y de la sociedad. Ahora las neveras -antiguos receptores de alimentos- llevan un televisor incorporado en su puerta, espacio usualmente ocupado por dibujos infantiles y pequeños imanes que agarraban la lista de la compra; cada vez es más difícil fingir interés en una conversación telefónica porque la persona con la que hablas puede descubrir tu expresión de desinterés a través de la videollamada y los niños, aunque siguen jugando al fútbol, lo hacen en el salón de sus casas cómodamente sentados delante del televisor con el mando de la videoconsola entre sus manos.
Este cambio impulsado por el avance de la tecnología durante la última década ha traído consigo el enfriamiento de las relaciones personales, hecho comprensible si pensamos en la naturaleza perezosa del ser humano. Es muy simple, si nos acostumbramos a algo nuevo y posteriormente dejamos de tenerlo a nuestra disposición nos sentimos perdidos, aunque antes de poseerlo éste no nos hiciera falta.
Lo mismo pasa con la nueva forma de conocer gente.
Hace apenas unos años, si querías conocer a alguien especial o simplemente buscabas sexo esporádico debías elegir un atuendo tan sofisticado como provocativo después de darte una ducha y todo para pasar por el mal trago de la incertidumbre ante la posibilidad de ser rechazado una vez hayas llegado al local de moda y te hayas sentado en la barra para pedir una copa con la que perder los nervios iniciales mientras esperas a que llegue la persona en cuestión.
Hoy en día todo eso ha cambiado. La inmensa mayoría de personas en busca de su próxima relación del tipo que sea no tiene más que sentarse delante de su ordenador y conectarse a un canal de chat a través de Internet, que es precisamente el nombre del nuevo local de moda.
Internet es algo así como un dios del tercer milenio. Está en todas partes, es conocedor de todos los saberes y su omnipotencia resulta proverbial. Incluso es probable quesupere al propio dios. Al fin y al cabo, a diferencia del mayor voyeur de todos los tiempos Internet ofrece a sus fieles un servicio ajeno a todo sentimiento de culpa propio de otros cultos y no incorpora más jerarquía sacerdotal que la de la compañía telefónica, cuya única exigencia es cumplir con el conveniente pago mensual por los servicios prestados.
Una vez has entrado en tu chat favorito puedes esperar a que alguien te escoja de entre la lista de conectados, que sería algo así como la barra donde los rezagados esperan a que alguien se fije en ellos, o puedes tomar la iniciativa e iniciar una conversación privada con alguien sin molestarte en invitarle a un trago.
Así fue como yo mismo empecé la relación más duradera de toda mi vida, escogiendo de la lista de conectados un nombre, en lugar de un hombre.
Por lo que sabía podía ser un psicópata, un pervertido o, incluso peor, mi último novio que, en realidad, reunía todos los adjetivos citados pero decidí probar suerte y, afortunadamente, acerté en la elección.
Aunque suene mal que yo lo diga, un chat para gays es mucho peor que uno orientado a personas heterosexuales. Y defiendo dicha teoría alegando que la mayoría de los que iniciaron conmigo una conversación privada lo primero que escribieron fueron frases del tipo «¿la tienes grande?», «quiero follar» o «si la tienes grande quiero follar.»
Como iba diciendo, empecé a hablar con GUAPETE21 y seguí haciéndolo durante un prolongado periodo, forjando un sentimiento de comodidad entre ambos consolidado con el tiempo. Sin darme cuenta dejé de chatear con un nick y empecé a conocer a Nico.
Entonces empecé a pensar acerca de lo que éramos o lo que yo mismo quería que fuésemos. Podría quedar con él para que lo nuestro pasase al siguiente nivel o dejar que las cosas se mantuviesen como estaban.
Me preocupaba que si nos llegásemos a conocer me arriesgaría a perder algo genial con una persona estupenda simplemente por querer más de lo que tal vez podía pedirle a esta clase de relación. Y fue ahí cuando me di cuenta de la clave en esta cuestión.
No me sentía bien porque tenía una relación que marchaba de maravilla, sino que me sentía cómodo porque no estaba obligado a enfrentarme a la dura prueba de ser juzgado físicamente.
Esa es la razón última de que este modo de relacionarnos haya funcionado de forma tan rápida, porque ni siquiera el más atractivo físicamente se siente seguro en ese campo cuando quiere gustar a alguien, siempre tenemos algo que desearíamos eliminar, cambiar o aumentar y eso es algo por lo que Internet no restringe su admisión.
La persona con la que chateamos no nos ve y, por tanto, siente interés por lo que estamos diciendo en lugar de ocupar el tiempo pensando en lo gordo que estás, las cejas demasiado pobladas o tu falta de volumen pectoral. De modo que, a cierto nivel, guardamos la esperanza de que después de superar la primera cita satisfactoriamente podamos prorrogar el problema de la atracción física para cuando la otra persona ya se sienta atraída por uno.
Viviendo en una sociedad donde la imagen resulta fundamental para lograr la realización personal era cuestión de tiempo que apareciera un medio para intentar encontrar el amor sin la necesidad de preparar el envoltorio tanto como el interior del paquete.
La soledad es el cáncer de nuestra era y lo peor de todo es que lo alimentamos sin darnos cuenta siquiera. Antes estábamos dispuestos a curarnos de dicho mal cultivando nuestra capacidad para socializar. Ahora nos hemos vuelto tan vagos que ni siquiera nos planteamos darle nuestro número de teléfono a alguien que nos gusta en el mismo momento de verlo.
Y, a pesar de todo, no nos damos cuenta de lo desesperados que estamos. Pero, ¿estamos tan desesperados por conseguir pareja que no nos importa buscarla en un lugar ocupado en su 99% por pornografía?
Dejo la pregunta en el aire ya que me dispongo a pegarme una buena ducha para después ponerme la ropa que mejor me siente y salir con mis amigos de juerga hasta que encuentre un hombre interesante apoyado en una barra al que pueda acercarme. Después de todo, puede que él se sienta tan intimidado por el contacto físico como lo estamos todos los demás cuando no hay una pantalla de plasma entre nosotros.Y esto será lo mejor que habré hecho en toda la semana, tirar mis complejos a la papelera de reciclaje.