Era un día soleado, tanto que las
bajas temperaturas de aquella mañana de invierno suponían, más que un
desagradable inconveniente, una buena razón para llevar abrigo y bufanda,
prendas olvidadas en el fondo del armario el resto del año. Entré en el colegio
sonriendo, y seguí haciéndolo el resto de la jornada. Estaba radiante. Los
niños me saludaban amigablemente a medida que me cruzaba con ellos por los pasillos y, al entrar en la sala de profesores, una compañera me cedía solícita
el periódico, que ella había acabado de leer, al mismo tiempo que los demás me
daban los buenos días. Dejé la información diaria para otro momento y me dirigí
a mi aula, donde los chicos me esperaban. 9:00 – Lengua castellana y
Literatura. Un rápido saludo y el familiar sonido de los libros abriéndose en
la página señalada. El timbre sonó.
Y, de un manotazo, apagué el
despertador.
Nunca me he planteado ser maestro.
No en serio. No hasta verme tan feliz. Corrijo: tan satisfecho. No hasta verme
tan satisfecho conmigo y con mi vida. Se trataba de un sueño, lo sé, pero la
realidad que me había mostrado era realmente agradable, y me lo siguió
pareciendo al acostarme a la noche siguiente y en los días sucesivos. Álvaro,
profe de lengua. No puedo evitar sonreír cada vez lo pienso.
Abrirse camino como aspirante a
escritor no es fácil, tampoco seguro, y sospecho que mi subconsciente,
comprendiendo esta realidad mejor de lo que lo estaba haciendo mi mente
consciente, había tomado la determinación de ofrecerme una alternativa a mi
sueño, a través de un sueño.
-Me pegas como profe -dijo Laura,
imaginándome entrando en clase, maletín en mano, colocándome el fular sobre los
hombros mientras planeaba una forma tan didáctica como estimulante de contagiar
a mis alumnos mi pasión por las letras.
-No sé. Tengo muy poca paciencia
-reflexioné yo, considerando las razones que siempre había esgrimido para
descartar dicha profesión.
-A veces descubrimos nuestro camino
sobre la marcha -apuntó Alberto, despertando mi interés-. No hay que cerrarse
puertas.
Tenía razón. Las únicas puertas que merece la pena
cerrar son aquellas que ya hemos abierto y, al no interesarnos lo que tras
ellas se esconde, hemos salido dejando atrás la duda de habernos equivocado. Y
la duda es de todos el mayor obstáculo para alcanzar la respuesta correcta. O
eso decía un antiguo profesor.