lunes, 30 de enero de 2012

El profe de lengua


Era un día soleado, tanto que las bajas temperaturas de aquella mañana de invierno suponían, más que un desagradable inconveniente, una buena razón para llevar abrigo y bufanda, prendas olvidadas en el fondo del armario el resto del año. Entré en el colegio sonriendo, y seguí haciéndolo el resto de la jornada. Estaba radiante. Los niños me saludaban amigablemente a medida que me cruzaba con ellos por los pasillos y, al entrar en la sala de profesores, una compañera me cedía solícita el periódico, que ella había acabado de leer, al mismo tiempo que los demás me daban los buenos días. Dejé la información diaria para otro momento y me dirigí a mi aula, donde los chicos me esperaban. 9:00 – Lengua castellana y Literatura. Un rápido saludo y el familiar sonido de los libros abriéndose en la página señalada. El timbre sonó.

Y, de un manotazo, apagué el despertador.

Nunca me he planteado ser maestro. No en serio. No hasta verme tan feliz. Corrijo: tan satisfecho. No hasta verme tan satisfecho conmigo y con mi vida. Se trataba de un sueño, lo sé, pero la realidad que me había mostrado era realmente agradable, y me lo siguió pareciendo al acostarme a la noche siguiente y en los días sucesivos. Álvaro, profe de lengua. No puedo evitar sonreír cada vez lo pienso.

Abrirse camino como aspirante a escritor no es fácil, tampoco seguro, y sospecho que mi subconsciente, comprendiendo esta realidad mejor de lo que lo estaba haciendo mi mente consciente, había tomado la determinación de ofrecerme una alternativa a mi sueño, a través de un sueño.

-Me pegas como profe -dijo Laura, imaginándome entrando en clase, maletín en mano, colocándome el fular sobre los hombros mientras planeaba una forma tan didáctica como estimulante de contagiar a mis alumnos mi pasión por las letras.

-No sé. Tengo muy poca paciencia -reflexioné yo, considerando las razones que siempre había esgrimido para descartar dicha profesión.

-A veces descubrimos nuestro camino sobre la marcha -apuntó Alberto, despertando mi interés-. No hay que cerrarse puertas.

Tenía razón. Las únicas puertas que merece la pena cerrar son aquellas que ya hemos abierto y, al no interesarnos lo que tras ellas se esconde, hemos salido dejando atrás la duda de habernos equivocado. Y la duda es de todos el mayor obstáculo para alcanzar la respuesta correcta. O eso decía un antiguo profesor.

lunes, 23 de enero de 2012

Una historia de (mucha) violencia y (nada) de sexo


Bien entrados en la era digital ya es costumbre ver las mesas de toda biblioteca ocupadas por los ordenadores portátiles de los estudiantes, que ahora, en lugar de hundir la cabeza en verdaderas lagunas de apuntes, densas y profundas, se dejan hipnotizar por el inmediato torrente de imágenes que salta de la pantalla a sus ojos. Claro está, no siempre dichas imágenes corresponden a las presentaciones de Power Point de los viejos apuntes, y hay ocasiones en que se puede descubrir al compañero de estudio explorando la red en busca de los trailers de los próximos estrenos. Como el de la última película de terror protagonizada por adolescentes. O por sus órganos internos, porque es eso lo que reclama el público de este género, más incluso que la anatomía externa de los actores, cuyo atractivo sería más comprensible, pero que apenas es posible admirar a causa de una extraña prudencia por parte de los medios.

Recuerdo un día, siendo todavía un crío, de los muchos que había comido en casa de mi abuela paterna. Ella tenía por costumbre ver la telenovela de sobremesa, y yo disfrutaba viéndola con ella. Recuerdo una escena en particular, donde uno de los personajes, una mujer entrada en años, entre sorbo y sorbo del whisky con hielo que se acababa de servir en el mueble bar de su barroco salón, echaba en cara a un hombre de similar edad que se hubiese "llevado al huerto" a una mujer mucho más joven que él. En aquel momento mi curiosa mente infantil, ávida de toda nueva información, se detuvo; le pregunté a mi abuela qué significaba aquello de que se la había llevado al huerto, y ella, viéndose en un aprieto, me dio la primera explicación que se le había pasado por la cabeza: "Quiere decir que la ha enterrado después de matarla." Fue una reacción impulsiva, inmediata, en absoluto premeditada, y por tanto ilustra con claridad el hecho de que mi abuela pensase, en lo más profundo de su subconsciente, que, antes que conducir mi imaginación (la de un niño que, gracias a su desconocimiento sobre ciertos asuntos, conservaba intacta la inocencia) hacia la imagen de dos personas manteniendo relaciones sexuales, era preferible, y mucho menos peligrosa, la idea de un asesinato.

El sexo siempre ha sido el gran tabú de la especie humana. El pecado original, la razón de que el gran mito de nuestro origen explique que el primer hombre y la primera mujer fueran expulsados del Paraíso, condenados por su empeño en saborear el jugo de la fruta prohibida a padecer una existencia de sufrimientos.

El cine y la televisión hacen lo posible -cierto es que cada vez menos- por evitar el detallismo en las escenas de sexo; el pene de un hombre casi nunca se muestra en pantalla -desde luego nunca en erección- y las posturas se coreografían como si de un baile se tratase. Mientras tanto, las escenas de violencia resultan cada vez más explícitas, más retorcidas y, por su elaborado parecido con la realidad, más cruentas y morbosas. Nos hemos acostumbrado a ver miembros amputados -o arrancados-, cuellos cercenados, vísceras colgantes y órganos extirpados; cabezas despellejadas, apuñalamientos, hemorragias y toda clase de atrocidades. Sin embargo, la visión de una vagina siendo penetrada por el miembro de un hombre nos sigue pareciendo más violenta que todo eso. Me parece inquietante la idea de que tengamos mas pudor que escrúpulos, o que consideremos más importante lo primero. ¿Qué clase de sociedad muestra más tolerancia con las mil formas de destruir el cuerpo humano que con la única forma de crearlo?

jueves, 19 de enero de 2012

¿Alguna vez te has sentido traicionado?


En 25 años me he sentido traicionado pocas veces. Tal vez la primera haya sido a los seis años, cuando mi hermano me delató a nuestra madre, acusándome de ser el causante de la destrucción en pedazos de un horrible y molesto jarrón que había en el salón de nuestra casa. El tiempo no se llevó el recuerdo, pero sí el rencor.

Además de esta, pocas han sido las traiciones que he sufrido, y, en cualquier caso, nunca han sido más graves. Intento rodearme de buenas personas, y cuando detecto el gen de la maldad, me doy prisa en suprimir de mi vida al sujeto en cuestión.

Solo una persona se empeña en hacerme la vida imposible, buscando nuevas formas de atormentarme, de mantener en jaque mi ya de por sí inestable estado de ánimo. Esa persona me acompaña donde quiera que vaya, me sigue como una sombra, pegada a mis pies; esa persona está en ellos, en mis pies, en mis extremidades, en mis manos, en el tronco, en el cuello y en mi cabeza. Está en mi mente, su rincón favorito del mundo, el lugar donde, si fuera el archienemigo de un superhéroe, instalaría su guarida secreta para maquinar sus planes de destrucción con un mínimo necesario de secretismo. Esta persona, mi némesis, mi contrario, la causa de mis males, el mayor traidor que haya podido conocer, soy yo. Soy yo quien se complica la vida al escoger siempre el camino más difícil, quien se empeña en pasarlo mal aun cuando no hay necesidad; soy yo, y no otro, el que se traiciona con cada decisión mal tomada, ya sea por falta de razón, impaciencia o testarudez. Yo soy el mayor traidor, porque traiciono a quien debería ser mi mayor aliado y mi mejor amigo. Soy el mayor traidor porque me traiciono a mí mismo.


Este texto, que responde a la pregunta del título, me consiguió una noche en un hotel de cinco estrellas en Dublín y dos entradas para un pase especial, antes del estreno, de "Indomable" (Haywire), la última película de Steven Soderbergh.

Cuando leí el email que me comunicaba el premio salté de la cama en busca de Ester; quería -necesitaba- compartir la noticia con alguien, lo que para mi impresionada mente supondría la reafirmación de que la noticia no era producto de mi imaginación. Durante los últimos meses, en mis conversaciones con Alberto sobre cuál sería nuestro próximo destino, yo no había dejado de insistir en lo atrayente que siempre me había resultado Irlanda, un país coloreado con el verde de su folklore, cualidad que lo emparentaba directamente con nuestro propio lugar de origen. Se trataba de una tierra que siempre había tirado de mí. Todos tenemos un punto concreto del mundo al que nos sentimos conectados a pesar de no guardar con este, en principio, la menor relación. El mío es Irlanda, compartido sin duda con Francia, aunque esa es otra historia.

Al bajar del avión y ver los primeros carteles indicadores escritos tanto en inglés como en gaélico me dije, con tanta confianza como perplejidad, "Estás en Irlanda", y seguí caminando envuelto en una nube de viajeros dejándome llevar por la alegría de ver cumplido un deseo largamente anhelado.

Sin duda habría supuesto una traición, el día que encontré el enlace del concurso convocado por La Sexta y Aurum Producciones, haber pasado de largo pensando que, dado el elevado número de participantes, no saldría ganador; me habría traicionado al no confiar en mí mismo, en la validez de mi propia respuesta. Habría fallado, pero lo cierto es que he ganado. Una pequeña victoria que me ha demostrado la importancia de confiar en uno mismo, de arriesgarse y probar suerte en un mundo que no da demasiadas oportunidades de sonreír.

Fueron 24 horas que recordaré el resto de mi vida, una ilusión cumplida que agradezco a aquellos que la han hecho posible.

miércoles, 11 de enero de 2012

Cuestión de tiempo

Tres meses, doce semanas, ochenta y cuatro días aproximadamente. Para mí han supuesto toda una experiencia vital. En ese tiempo me he sacudido las últimas gotas de un -emocionalmente- tormentoso verano, me he hundido en el gélido oceano de mi infierno particular y he empezado a subir a la superficie, que cada día parece más próxima. Estos tres meses han sido toda una época para mí; para otros, estrellas menos conscientes de los satélites que giran a su alrededor, han pasado con la misma ligereza que un fin de semana largo o unas vacaciones cortas.

El mismo espacio de tiempo puede pasar para unos con la misma lentitud e inestabilidad de un viaje trasatlántico, tedioso en extremo o excitante hasta el delirio; mientras tanto, es posible que para otros transcurra al frenético ritmo del caudal de un río, hasta que este es interrumpido de forma brusca por la aparición de un tronco que frena la corriente, lo que en una analogía humana sería el indeseado inicio del horario laboral o un acontecimiento inesperado que rompe contra la rutina. Estos últimos tienden a pensar que el resto de personas han percibido el paso del tiempo del mismo modo que ellos, y no les preocupa irrumpir en las vidas de los otros -incluso aquellos a los que han dejado atrás con total indiferencia- sin tan siquiera plantearse que estos no se encuentran en su misma situación, que su vida ha seguido un curso diferente o se ha pausado indefinidamente -y en ambos casos ya no esperan lo que antes esperaban de ellos-, y una reaparición no solo es inoportuna; además, hasta cierto punto, resulta indeseada por arrogante y falta de tacto.

El tiempo es una variable que, como los pequeños acontecimientos del día a día, es percibida de formas tan diversas como personas hay en el mundo. Lo importante no es seguir el ritmo de los demás, así como tampoco esperar que los demás vayan a seguir tu ritmo. Lo importante, y lo que diferencia a los considerados de los egoístas, es saber cuándo es oportuna la presencia de uno, y cuando no es más que un estorbo a destiempo.

Como se suele decir, el momento lo es todo, y cuando este se pasa no queda absolutamente nada.

jueves, 5 de enero de 2012

10 razones para follarte

1. No estás bueno, pero cómo me pones.

2. No estás bueno, lo que reduce la competencia considerablemente.

3. La suave aspereza de tus manos.

4. La áspera suavidad de tus besos.

5. Te da igual no gustar a la gente, mientras le gustes a tu gente.

6. Tu sonrisa de cómico, más sexy que unas piernas de futbolista o un torso de nadador.

7. La despreocupación en cada paso que das, contagiando la sensación de que todo es, en realidad, sencillo.

8. Tu olor. ¿A qué hueles? A ti.

9. Tu sabor. ¿Qué sabor es ese? El tuyo.

10. La razón más importante de todas: follar contigo es follar nosotros.

martes, 3 de enero de 2012

Adultescent Horror Story

Era de noche y el lugar donde me encontraba -la entrada de mi facultad- apenas estaba iluminado. La luz de las farolas en la calle entraba por las ventanas de la fachada, haciendo parcialmente visibles las escaleras de piedra.

-Parece que nunca saldremos de aquí. -La voz de Ester me sobresaltó a pesar de su dulce cadencia. Me miraba de frente, nostálgica, no por el recuerdo una época añorada, sino por la ensoñación de un futuro que no parecía llegar.

Dejé atrás a mi compañera de piso, internándome en el claustro que rodea al patio central, donde la hierba parecía más espesa que al sol de la mañana y las ramas de los árboles arremetían contra cristales y paredes a causa del viento. Las aulas estaban cerradas, así que solo podía caminar hacia delante. Habiendo avanzado unos pasos, iluminada por el claro de luna, me encontré con la indolente figura de Alberto, apoyado sobre una columna en una esquina con la mirada fija en mí.

-No tengas tanta prisa por graduarte -me dijo, dándome la sensación de que hablaba la voz de la experiencia, una experiencia triste y decepcionante-. Allá afuera está tan oscuro como aquí.

Sin más giró sobre su propio eje y se perdió al otro lado del corredor. El eco de unos pasos y después nada.

No iba preparado para el frío de un edificio antiguo y empecé a temblar. Intenté encontrar calor en mi propio abrazo, pero fue inútil; la pétrea temperatura del ambiente se me había metido en los huesos. Seguí caminando hacia la salida trasera. Al pasar delante del ascensor este se abrió, bañando el suelo a mis pies con un amarillo artificial. No había nadie dentro. Impaciente, me lancé sobre la puerta de salida y empecé a zarandearla. Echando un vistazo a través del cristal comprobé que estaba encadenada desde fuera, calentando la desesperación que llevaba tiempo fraguándose en mi piel, a la que, hasta aquel momento, había podido moldear a duras penas.

-Aquí, al menos, estás a salvo de la gente. -Como empujado por la dueña de aquellas palabras me di la vuelta, tragándome un grito ahogado mientras descubría la esbeltez de Laura semioculta entre las sombras, que se habían vuelto a apoderar del lugar al cerrarse la puerta del ascensor-. Cada vez resulta más difícil fiarse de nadie. Cuanto más quieres a alguien, más poder le otorgas para que te haga daño.

A la suya se unieron otras voces familiares, igualmente incisivas en sus sentencias y descorazonadoras en sus razones. Laura ya no estaba delante de mí, ni tampoco los demás, pero sus advertencias sí; estas permanecieron, dispersándose a mi alrededor -por todas partes- como la mortecina oscuridad que tan temible hacia la permanencia en aquel lugar.

A medida que corría un alarido se hizo paso en mi garganta, hasta que una cristalera saltó por los aires empujada por una rama violenta, sacándome fuera de aquel horrible sueño.

Ya era de día cuando abrí los ojos. Un día como los demás. Ni mejor ni peor.