jueves, 29 de diciembre de 2011

Desde Galicia con amor

-¿Por qué no vamos al Museo do Pobo Galego? –Laura y yo recibimos la propuesta de Alberto con moderado entusiasmo, pero la expectativa de otra tarde desaprovechada con el repetitivo plan de tomar una caña en algún bar nos dio el ánimo necesario para emprender rumbo al edificio depositario de buena parte de nuestro patrimonio histórico.

Dejando atrás un mostrador hundido bajo folletos de toda clase nos adentramos en el claustro, pisando con reverencial respeto el mismo suelo de piedra que siglos atrás pisaban los monjes del antiguo convento de Bonaval. Si mirábamos al patio podíamos encontrar la viva imagen de lo que era Galicia, un espacio revestido de vegetación donde algo tan natural como el batir de las ramas a causa de la tormenta, enmarcado en un escenario de gótica arquitectura, daba a una noche cualquiera la atmósfera de un cuento de meigas y trasgos.

Como el susurro de un fantasma del pasado, a nuestros oídos llegaba el alegre silbido de música portuaria; la seguimos, llegando a la Sala do Mar, donde toda clase de instrumentos pesqueros ilustraban el leitmotiv del norte de España. Una humilde embarcación ocupaba el espacio central, y, al tocar la resistente madera de que estaba hecha, se me ocurrió que de aquella misma robustez y porosidad estarían hechas las manos de quienes se habían subido a ella para faenar antes de que se viera reducida a un nostálgico elemento de exposición.

Atravesamos las salas dedicadas a los oficios, donde las herramientas del ferreiro descansaban tras años peleándose con los distintos metales y la labor de las tecedeiras, vibrando secretamente en las inactivas máquinas de tejer, parecía haber sido congelada en el tiempo.

Mientras Laura leía los titulares de O Tío Marcos da Portela, el primer periódico escrito en gallego, imaginando tiempos mejores en su profesión, mis ojos se dejaban seducir por la evocación romántica de una antigua imprenta. Aquel rudimentario instrumento había perpetuado las palabras de Rosalía de Castro, cuyos restos descansaban en el Panteón de Galegos Ilustres a pocos metros de nosotros, dotando a la autora de la inmortalidad que un talento como el suyo merecía.

Salimos a la calle con la sensación de habernos conocido un poco más y la intención de mantener encendido el fuego del hogar, que tan acostumbrados estábamos a desatender. La noche era fría, húmeda y silenciosa; ya no llovía, pero el viento soplaba en nuestra contra, como si quisiera empujarnos de nuevo al interior del museo.

Nos habría gustado quedarnos un poco más, pero, como el estricto horario de visitas de un hospital, el horario del museo limitaba con rigidez el acceso a la más enferma de todas las madres: la Historia.

7 comentarios:

Madrilenials dijo...

"Nos habría gustado quedarnos un poco más, pero, como el estricto horario de visitas de un hospital, el horario del museo limitaba con rigidez el acceso a la más enferma de todas las madres: la Historia."

Qué final tan contundente.
Genial, una lectura fantástica. Ágil. Muy bien ambientada.

p.

Vértigo dijo...

que bueno.. me ha encantado! tendrás que volver...

Mandarina dijo...

Por lo menos no se va a mover de donde está, no como las expos itinerantes que tienes que cogerlas al vuelo!

Jorge Ferro dijo...

feliz año a ti también jefe!! un saludo desde Santiago, con amor! One.

Unknown dijo...

Feliz Año, desde Asturias

Anónimo dijo...

Bueno, de todo lo que has dicho, me quedo con la imprenta, su arte, su vocabulario... No sé qué tiene ese invento que me fascina, me parece la única máquina capaz de fabricar productos perfectos: libros. Quizás de ahí la magia que tiene para mí.

Cuando vaya a Galicia ya sé otro lugar que tengo que visitar. Tomo nota. Abrazo.-

Salamandra dijo...

Me encanta ese final. Tienes tanta razón! La historia y la identidad, que las tenemos a las dos muy desatendidas :S Con todo lo que tiene Galicia para ofrecernos y lo dejamos ir.