domingo, 20 de septiembre de 2009

Botellón con/sin alcohol

Durante la última semana he estado en dos botellones en el piso de mi amiga Mara. El primero tuvo lugar el miércoles, yo estaba cansado y no tenía ganas de beber, mucho menos de salir de casa. El viernes fue bien distinto; como suele pasarme cuando no busco emborracharme, empiezo bebiendo una copita de vino y acabo absorviendo todo líquido que se ponga al alcance de mi garganta. Pasados los días, superada ya la resaca de la última noche de juerga, me paré a analizar las dos visiones totalmente distintas de la misma situación. El resultado es el siguiente y, sinceramente, no sé con cuál quedarme:

Bebedor: Voy por la tercera copa y sigo estupendamente ¡qué aguante tengo!
Abstemio: Van por la tercera copa y ya están fatal, ¿cómo no se dan cuenta?

Bebedor: ¡Subir la música, que no se escucha nada!
Abstemio: Van a venir los vecinos... ¡Bajar esa música, que vamos a acabar todos en comisaría!

Bebedor: Me voy a subir a la mesa a bailar en plan sexy. Podría caerme pero, ¡qué caray!
Abstemio: Ni loco me subo yo a la mesa para bailar como una guarrilla. Sólo me faltaba caerme y darme la ostia de mi vida.

Bebedor: ¡Qué conversación más profunda estamos teniendo!
Abstemio: Me he perdido. ¿Cuál era el tema de conversación?

Bebedor: Creo que Paula me pone. Tengo que dejar de beber o me lanzo sobre ella.
Abstemio: Esta noche Paula está guapísima. Seguro que si hubiese bebido le encontraría el punto y todo.

Bebedor: ¡Esta noche me he puesto más guapete que nunca! Seguro que ligo.
Abstemio: Menudo careto de borrachuzas que se le está quedando a ése. Si se viera en un espejo se moriría del susto.

Bebedor: ¡Jajaja! Mañana me voy a morir de la resaca que voy a tener, no pienso moverme de la cama... ¡Jajaja!
Abstemio: Mañana voy a levantarme a una hora prudente, lo suficientemente temprano para hacer un poco de ejercicio, ir de compras y dar una vuelta, que seguro que hará buen tiempo. ¡Pienso aprovechar todo el día!


En fin, todo depende del punto de vista desde donde se mire...

jueves, 10 de septiembre de 2009

Ellas y su bolso



Cuando me reúno con mis amigas no puedo evitar observarlas en silencio. Mientras ellas se intercambian los pequeños detalles sobre sus vidas durante los últimos días, yo me abstraigo por un momento y, sin darme cuenta, me dedico a enumerar los pequeños detalles de su apariencia y personalidad -más unidos de lo que puede parecer-, razones por las que las adoro incondicionalmente.
Durante este proceso descriptivo junto estos detalles mentalmente, como completando un puzzle -y mira que odio los puzzles-, y me imagino redactando con un teclado imaginario una breve y al mismo tiempo compleja descripción que almaceno en mi memoria para futuras referencias. Hay un elemento muy particular del género femenino que, si bien es cierto que los chicos también lo utilizamos, los de ellas tienen un pasado más lejano.
Estoy hablando del bolso.
Es curioso que algo tan accesorio llegue a definirnos tan bien -lo he podido comprobar recientemente-, como si con ello exteriorizásemos lo esencial de nuestra personalidad. Lo elegimos por razones puramente estéticas, que están basadas en nuestro gusto, y nuestro gusto forma parte de nuestra personalidad. Visto así no es tan extraño que nuestra estética nos dé pistas de lo que llevamos dentro.

Mara. 24 años. Estudiante universitaria. Desastre emocional que se extiende a los demás aspectos de su vida, desde su selvático dormitorio hasta el contenido del elemento que nos ocupa. Utiliza un "big bag" negro que, a pesar de su peso, lleva colgando del antebrazo. Dentro podemos encontrar desde los más razonables hasta los más absurdos elementos. Una cartera, un teléfono móvil, una cajetilla de tabaco vacía y una a medio acabar, varios mecheros que no funcionan y mi preferido, un rollo de papel higiénico, original sustitutivo del clásico paquete de cleenex que yo mismo he incluido en mi lista de indispensables.

Carmela. 24 años. Casi licenciada. "Pija alternativa", alma perdida que ansía encontrar su lugar en el mundo. En el proceso intenta ir ligera de equipaje, con un bolso pequeñito donde lleva lo justo. Tabaco, móvil y cartera.

Pili. 25 años. Periodista. La "chica buena", dulce, inteligente y responsable. Su trabajo le exige un bolso cómodo y funcional, que pueda combinar con su portafolios sin que abulte demasiado. Móvil siempre cargado a tope, carnet de prensa, maquillaje suave para retocarse cuando sea necesario, una grabadora, un bloc de notas y un bolígrafo.

Paula. 23 años. Recién licenciada. La "alegoría de la sinceridad". Es muy observadora, prueba de ello es el objetivo de la cámara fotográfica que lleva colgando de un hombro. Su carácter va parejo del afecto con que responde a sus amigos y es tan duro como el cuero con que está hecha su mochila, adquirida en una feria de artesanía, en cuyo interior nunca puede faltar el tabaco que calma sus nervios siempre a flor de piel.

Sabela. 23 años. La "despreocupación de ojos azules". Algún día aprobará las dos asignaturas que le quedan, mientras tanto vive la vida en una constante búsqueda de nuevos grupos musicales que descargar en su ipod, objeto clave de su iconografía personal, que lleva en un bolso encontrado en alguna tienda en Londres o Amsterdam, ciudades del mundo que mantiene como referentes.

Ana. 24 años. Trabajadora social. El tabaco que siempre está intentando dejar y un mechero siempre a punto son los dos únicos objetos que nunca faltan dentro de su bolso de mano. Estudiar unas oposiciones y volver a casa de sus padres tras no ser renovada en su último trabajo le está poniendo verdaderamente difícil desengancharse.

Conclusión: los ojos son el reflejo del alma. El bolso -o lo que se guarda en él-, sin embargo, lo es de la personalidad. En cuanto a aquellos que no usamos bolso, bueno, no cantemos victoria. Algo habrá que nos delate a nosotros también.

viernes, 28 de agosto de 2009

Distracciones Durante el Estudio

Como era de esperar, la biblioteca había alcanzado su aforo máximo en la primera media hora de la noche. Muchos asientos estaban reservados desde antes de las nueve, momento que la mayoría de estudiantes aprovechaba para tomarse un descanso y cenar algo rápido en sus casas antes de retomar el estudio. Ahora todos estaban de vuelta, con energía renovada y ánimo ligeramente gastado. Pasarían allí la noche, hasta que cerraran sus puertas de madrugada.
Algunas caras eran conocidas, después de varias semanas viéndose cada día resultaba difícil no identificarse como habituales. Uno de ellos destacaba entre la mayoría, como iluminado por una luz especial, impidiendo que centrase mi atención en la materia que ya llevaba con retraso. Tenía mi misma edad y, por lo que pude descubrir tras semanas cotilleando sus apuntes para averiguar
algo más de él, era estudiante de ingeniería o algo relacionado con números y complicados algoritmos matemáticos que un chico de letras como yo no era capaz de entender. No importaba, a mí me interesaba el estudiante, no lo que estudiaba.
El chico en cuestión solía ir a la biblioteca acompañado de un par de amigas, igual que yo, desplegando con desenfadado encanto la sonrisa más arrebatadora que podía brillar entre la multitud de rostros anónimos, adueñados del resto de asientos a su alrededor. Me fijé en él el primer día, pero no fue hasta la segunda semana cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez. En aquella ocasión, una especie de corriente viajó por mis extremidades de medio a medio, y lo seguía haciendo cada vez que iniciábamos aquel excitante juego de pensamientos implícitos poco después de tomar asiento en nuestras mesas habituales.
Ninguno parecía querer dar el siguiente paso, el simple intercambio de miraditas resultaba tan divertido como emocionante, lo importante era mantenerlo; aquello era lo único que nos ayudaba a sobrellevar días como aquellos, empujándonos a sacudirnos la pereza para encaminarnos al campus un día más. El chico que destacaba sobre la multitud –¡qué guapo era!- movió los labios formando la palabra “hola”. Al día siguiente empezaban los exámenes y cada uno se marcharía a su respectivo destino universitario, tal vez no quería dejar pasar la oportunidad de conocernos. Yo respondí al reclamo con una sonrisa nerviosa y un torpe saludo con la mano libre de subrayadores.
Mi móvil empezó a vibrar sobre la mesa, llamando la atención de la gente –alguno incluso me puso mala cara-, así que me dirigí a la salida con paso apurado para responder a la llamada. Era mi madre, que quería saber cómo lo llevaba, consiguiendo hacerme sentir culpable por no estar a lo que tenía que estar. La conversación no duró mucho, se trataba de un simple seguimiento materno de rutina. Enseguida volví a sentarme, impaciente por encontrarme de nuevo con los ojos de mi objeto de devoción. Entonces, un miedo lacerante me atravesó como una jabalina lanzada con la certera puntería de un cazador. El chico ya no estaba y sus apuntes tampoco, lo que indicaba que no volvería. Nunca habría imaginado que un espacio vacío pudiese causar en mí aquel efecto. Normalmente, encontrar un sitio libre en la biblioteca aseguraba una jornada de productivo estudio en un lugar cómodo y bien iluminado.
Estudio. Los exámenes estaban al caer.
Mis apuntes todavía descansaban sobre la mesa, a la espera de ser leídos, subrayados y, finalmente, memorizados. Tras un breve momento de incertidumbre ante lo que podía haber sido, decidí continuar con lo que había venido a hacer, esperando que la próxima distracción no tenga una sonrisa tan bonita.

martes, 18 de agosto de 2009

Amor, curiosidad, prozac y dudas de Lucía Etxebarría


No hay nada mejor que llenar las horas de los días sumergido en el mundo inventado de tu escritor favorito, del que terminas formando parte sin siquiera darte cuenta, desde el primer personaje del que te has enamorado hasta la atmósfera de la última novela que ha llegado a tus manos.
Yo no tengo escritor favorito, más bien una lista y, sin duda, Lucía Etxebarría está incluida.
Un Milagro en Equilibrio fue la primera novela de la escritora valenciana que leí, la última publicada en aquel momento. Su forma de narrar los acontecimientos a base de saltos en el tiempo, como un anecdotario de relatos pasados que se enlazan formando un contexto global alrededor del presente de los personajes, esencialmente mujeres, consiguió engancharme a la historia desde la primera línea.
Era cuestión de tiempo que terminase buscando entre los atestados estantes de alguna librería el siguiente título de la escritora -en edición de bolsillo, que soy estudiante- de cuya protagonista esperaba enamorarme igual que lo había hecho de Eva Agulló en
Un Milagro en Equilibrio. Y leí el volúmen de relatos Una Historia de Amor como Otra Cualquiera, seguido de De Todo lo Visible e Invisible, y Cosmofobia. Hasta que llegué a Amor, Curiosidad, Prozac y Dudas.
ACPyD es la primera novela publicada de Lucía Etxebarría, unicamente precedida de La historia de Kurt y Courtney: aguanta esto, biografía de Kurt Cobain y Courtney Love.
La primera de sus novelas está protagonizada por tres hermanas completamente diferentes en apariencia pero que, a medida que se suceden los acontecimientos, nos damos cuenta de lo mucho que se parecen en realidad.
No voy a engañar a nadie, esta no es la mejor lectura para mentes depresivas. Cada una de las protagonistas narra en primera persona las desgracias de sus vidas personales, asoladas por un trabajo desagradecido, la insatisfacción emocional o la falta total de aspiraciones en la vida. Se trata de una historia de historias tristes, donde cualquier veinteañero podría sentirse identificado, sobre todo con el personaje de Cristina, una chica de veintitantos que comienza su narración relatando su último polvo, tan intrascedente como todos los demás en comparación con los que echaba con su ex novio, con quien ha cortado antes de iniciarse la novela. No resulta difícil identificarse con esa forma tan contemporánea de buscar el amor, o el sustitutivo rápido que ofrece el sexo. Pero no todo es drama, ni en la vida ni en la literatura, y cada personaje, cada uno a su manera, intenta cambiar las cosas de la mejor manera que se le ocurre, unas más afortunadas que otras.
En cualquier caso me ha encantado la novela, genial inicio de la carrera literaria de su autora, una de mis favoritas, y la recomiendo encarecidamente.

jueves, 23 de julio de 2009

El Verano de Nuestro Descontento

Son las 17.00 de una tarde cualquiera en el mes de julio. Mientras escribo en el ordenador de sobremesa de casa de mis padres -refugio estival al que regreso cada año- puedo ver a través de la ventana el sol asomándose alternativamente, trampeando las impenitentes nubes empeñadas en no despejar el cielo. Aún no he salido de casa, pero pronostico una jornada caracterizada por el clima típicamente nórdico de esta época del año, ni frío ni caluroso, muy alejado del arquetípico verano soleado que invita a visitar la playa o piscina más cercanas. Esto es Galicia y, como todo lo demás en esta tierra, el tiempo es impredecible, así que lo mejor es hacer planes sobre la marcha. El que decida tomarse el lujo de organizar una semana en un camping o algo parecido donde el buen tiempo resulte imprescindible para disfrutarlo, debería aceptar el riesgo que supone la posibilidad de que el hombre del tiempo no haya hecho bien su trabajo.
Resulta innecesario terminar de leer el primer párrafo para adivinar que no soy un ferviente admirador del verano, unos meses que los estudiantes -en teoría- esperamos con entusiasmo, unas semanas que los trabajadores aguardan con desesperación.
Yo considero el verano un tiempo entre tiempos, una época del año que, más que actuar como el periodo de descanso que debería ser, representa una especie de pausa en mi vida, como si nada fuera a suceder hasta llegado su final. Resulta contradictorio que piense de esta manera, ya que temo septiembre con todas mis fuerzas, pero al menos cuando tengo exámenes siento que estoy haciendo algo, me mantengo ocupado y al final, lo malo se convierte en lo necesario, porque me proporciona esa vitalidad que sólo las preocupaciones saben darnos.
Por lo que a mí respecta, el aburrimiento es una de las peores sensaciones que una persona puede experimentar, y el verano sabe cómo despertarlo, al menos en mí. Muchos de los amigos con los que uno suele relacionarse durante el resto del año se marchan a sus casas, algunos demasiado lejos para visitarlos con regularidad; la multitud de obligaciones que normalmente ocupan tu mente dejan de existir, siendo sustituídas por la nada más absoluta y, en el caso del lugar donde me ha tocado nacer y crecer, la naturaleza no suele regalarnos días en los que apetezca cualquier cosa que implique salir a la calle. Como consecuencia, la vida social se reduce al mínimo, el ánimo lúdico también y, para colmo, hace un tiempo que da asco.
Lo reconozco, soy de los que critican el verano y luego, cuando empieza el curso de nuevo, no veo la hora de que llegue julio, pero es así porque la promesa de un corto periodo sin mayor obligación que la de dormir lo que no he dormido en nueve meses resulta demasiado seductora en la distancia. Nunca se me ocurre pensar en lo que sucede entre siesta y siesta y, sobre todo, en lo que no sucede ni va a suceder hasta empezar el curso.
Por todo esto me quedo con las estaciones frías, que es donde, en realidad, tiene lugar todo lo interesante, ya sea bueno o malo, que es, en definitiva, a lo que llamamos comúnmente «nuestra vida».

sábado, 16 de mayo de 2009

Follow


Encontrar el camino a casa, un cerebro, un corazón, valor... todos buscamos algo en la vida, todos seguimos nuestro camino de adoquines amarillos, esperando que nos conduzca a la consecución de ese deseo que ansiamos ver cumplido.
Damos el siguiente paso porque pensamos que estaremos más cerca de la Ciudad Esmeralda, porque de lo contrario no nos moveríamos. Nos enfrentamos a los conflictos que se presentan interponiéndose en nuestro camino para, finalmente, saber que el poder estaba en nuestro interior. El poder para cambiar, para mejorar y para lograr. ¿Lograr qué...?

CUALQUIER COSA


Esta actualización está dedicada a todos aquellos que se han desviado del camino o no han comenzado a recorrerlo. Sabed que da igual, porque nosotros podemos perdernos, pero el camino nunca se moverá de su sitio.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Soñar despierto y dormirse soñando

Existe el topicazo de que los jóvenes sólo sabemos divertirnos bebiendo, fumando y saliendo hasta las tantas, pero lo cierto es que entre el frenético ritmo de clases y la cantidad de obligaciones diarias que en realidad tenemos, hay días donde lo único que nos apetece es quedarnos en casa a ver alguna película en compañía de un par de amigos lo suficientemente cercanos como para no incomodarse con el silencio.

Sin embargo, a veces sucede lo inesperado y quienes deseábamos un poco de tranquilidad delante del televisor, nos pasamos la noche hablando de todo y de nada, ignorando la película que habíamos alquilado.

Eloy, Alberto y yo lo sabemos muy bien. Cuando pensábamos que pasaríamos una noche en casa como otra cualquiera viendo alguna peli más asquerosa que terrorífica, nos descubrimos hablando de nuestras aspiraciones, sueños y proyectos para el futuro con una naturalidad que sólo se consigue cuando no se busca.

Preguntándonos qué nos depararía el futuro, cada uno expresó su particular visión de cómo imaginaba su propio porvenir, un interrogante que todos nos hacemos en algún momento. Es inevitable querer saber en qué punto estaremos dentro de diez o quince años, sobre todo cuando estamos empezando a construir nuestra vida como adultos; y una parte fundamental de dicha curiosidad es la tendencia a imaginar esa versión de nosotros mismos que está por llegar. ¿En qué consistirá mi trabajo? ¿Estaré casado? ¿Veré cumplidos mis sueños?

En mi caso, mi vida dentro de diez años la imagino delante de un ordenador, escribiendo mi próximo artículo igual que ahora, con la diferencia de que entonces estaré ganándome la vida con ello. Es posible que más adelante logre publicar una novela y alcance mi máxima aspiración, que consiste en verme a mí mismo como un escritor de éxito reconocido por público y crítica.

Si la mía es la palabra escrita, la pasión de Alberto es el baile. Mi amigo santiagués se siente pleno cuando su cuerpo se mueve al ritmo de la música, una sensación que se puede ver reflejada en su mirada si uno se fija lo suficiente. Falto de delirios de grandeza, Alberto no busca la fama a nivel mundial ni las ovaciones públicas. Lo que él quiere no es más que el simple hecho de poder vivir de la danza, ya sea como maestro en una escuela o como miembro de una compañía.

El sueño de Eloy se construye a partir de los cimientos de un hotel, el negocio que le gustaría dirigir en un futuro. Como síntoma de su espíritu emprendedor, mi compañero de piso está estudiando medicina con el fin de conseguir el dinero suficiente para invertir en este proyecto a largo plazo que consigue distraerle durante horas y horas, tiempo que ocupa imaginando los pequeños detalles que harán de su hotel un acogedor refugio para sus huéspedes.

Todos tenemos nuestro propio sueño y, unos más que otros, hacemos lo posible por verlo hecho realidad algún día. Para ello estudiamos una carrera, trabajamos y aprovechamos las oportunidades que se nos ofrecen. Esto nos empuja hacia delante, motivándonos y dándonos una razón para vivir. Pero, ¿qué sucede cuando dedicamos más tiempo a soñar que a lograr el sueño en cuestión? ¿Por qué resulta más gratificante fantasear que vivir las fantasías?

Es evidente que la realidad nos sobreviene libre de los aderezos que nuestra fértil imaginación proporciona durante nuestros sueños, pero en éstos no existe el tacto real de nuestro amante, así como tampoco podemos disfrutar de la gratificante sensación que proporciona un éxito profesional. Así que es fácil suponer que tendríamos que decantarnos por la realidad, pero nada más lejos. Cuántas veces nos habremos quedado en cama media hora más, imaginándonos llenos de éxito a todos los niveles, cuando podríamos habernos levantado para dar el primer paso hacia el éxito real.

Tal vez ahí resida la trampa, la comodidad que proporciona el suave manto con que nos cubre nuestra propia imaginación, únicamente existente en nuestra cabeza donde, por supuesto, no existe el fracaso. Porque es esa y no otra la razón última de nuestra zozobra a la hora de aventurarnos a alcanzar las metas que nosotros mismos nos proponemos: el miedo al fracaso.

Sobreponerse a ese miedo es el mayor sueño de muchos, en realidad. Pero, como ya sabemos, los sueños, sueños son. Esto es así, desde luego, hasta que hacemos algo por verlos hechos realidad.