Mientras camino hacia el punto de encuentro no puedo evitar distraerme observando a los transeúntes que me rodean. Padres y madres ocupándose de sus revoltosos hijos, ancianos quejándose de sus cada vez más frecuentes achaques, crías que visten y actúan como si tuvieran más edad de la que marca su DNI... Cada uno inmerso en su particular mundo tan distinto y parecido al del resto. Entre todos ellos, representantes silenciosos de los diferentes grupos de edad, se encuentra aquel al que yo mismo pertenezco. Me estoy refiriendo a la azarosa y efímera etapa de los veinte.
Me llamo Álvaro y tengo veintidós años. Es cierto, soy nuevo en la que dicen será la mejor época de mi vida pero el año de un veinteañero equivale a un mes en la vida de un anciano. Lo que para uno es el interminable devenir de las horas y los días, lo es la fugaz sucesión de acontecimientos para el otro.
Es cierto que el tiempo pasa volando, sobre todo cuando la vida parece un regalo de la divina providencia, un espacio de ocio que se supone debes disfrutar antes de convertirte en un adulto, momento en que la despreocupación no tiene cavida y el sentido de la obligación es un imperativo biológico.
Lo reconozco, soy de la clase de persona que vive pensando en el futuro, adoro imaginar cómo será mi vida cuando termine los estudios y empiece a formarme como hombre independiente de papá y mamá, lo que no significa que no disfrute de este entretiempo que dura sólo diez años.
A mi alrededor caminan chicos y chicas de mi edad, unos apurados porque llegan tarde a su destino y otros caminando pausadamente, disfrutando del buen día y la música que les ofrece su ipod, instrumento de uso frencuente entre nosotros los jóvenes, aquel con el que conseguimos aislarnos parcialmente del mundo en el que vivimos.
Cada uno de ellos es un ejemplo de la diversidad de personalidades con las que enfrentarse a los problemas diarios, lo plural de las personas que están buscando una identidad con la que vestirse y sentirse a gusto durante las 24 horas que dura un día.
Todos ellos me acompañan sin saberlo al lugar donde he quedado con mis amigos. Cuando llego sólo está Eloy, que acaba de cumplir veinticuatro años, lo que le ha hecho darse cuenta de que no siempre será joven. Cuando antes cumplir años era motivo de alegría y celebración, ahora supone una carga más en la larga lista de inconvenientes que se acumulan con cada año pasado. Terminar la carrera se convierte en una contrarreloj y parece que no dará tiempo a conseguir todo aquello que se espera de la vida.
Alberto no tarda en llegar acompañado de su característica mirada con la que dice sin palabras "¿a qué estamos esperando?". Ahora sólo se refiere a lo que haremos para pasar la tarde, pero en el fondo de su alma se puede adivinar la impaciencia que camina de la mano con su edad, veintidós años aprovechados al minuto, un espíritu que permanece activo día y noche ansioso por divertirse durante una época que espera recordar con una sonrisa el día de mañana.
En cuanto a mí, ¿qué puedo decir que me caracterice? Me queda poco para cumplir los veintitrés y, en ocasiones, mi espíritu soñador me impide ver lo que se presenta ante mis ojos para que lo coja. Tal vez sea insatisfacción personal lo que me empuja a refugiarme en mis fantasías, o puede que no sea más que una imaginación desbordante a la espera de ser canalizada. Lo único cierto es que queda mucho para que cumpla los treinta y en este periodo de transición espero tener éxito en mi búsqueda. Porque, en definitiva, de eso se tratan los veinte, de buscar y, tal vez, encontrar.
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