Todos los días sueño que me puedo marchar. Como todos los sueños, nunca se cumple.
Sin embargo, lo único que me ayuda a soportar el día a día de mi vida son esos momentos de irrealidad donde mi mundo no es gris y termino el día con algo más que esta sensación de vacío, esta horrible sensación de conformismo.
Sé que nada va a cambiar y hace años que dejé de creer que había algo más para mí.
Ni siquiera sé por qué pierdo el tiempo lamentándome cuando eso no va a hacer cambiar mi suerte.
Es de noche ahí fuera y las calles duermen en silencio, tal y como yo mismo haré en el mismo momento en que mi derrotado cuerpo repose sobre el agujereado y mohoso colchón que tengo por cama.
Sin tener en cuenta los quince minutos para comer que me están permitidos, mi patrón no me deja un sólo segundo de descanso durante el tiempo que estoy trabajando, de seis de la mañana a diez de la noche. Llego a la pensión donde vivo preguntándome de dónde saco tal resistencia. Puede que mis compañeros tengan razón cuando dicen que, para unos miserables peones como nosotros, no hay lugar para el descanso y la paz de espíritu. Aquellos son lujos de gente rica.
Yo soy uno de ellos en mis sueños, en ese mundo que mi caprichosa mente ha decidido crear consiguiendo que el mundo real parezca todavía más sórdido e injusto. Es ahí donde me siento como debería sentirse todo hombre y mujer, tranquilo, protegido, feliz.
Entonces despierto y vuelvo a la muerte en vida.
Al mirar por la ventana veo muchas cosas, todas ellas sin importancia pero que me ayudan a distraerme en esta noche donde mi cansancio no ha podido con mi inquieta alma. Veo a las prostitutas venderse a los sucios marineros que buscan el calor de una mujer antes de zarpar nuevamente, las ratas que corretean de un lado a otro en busca del que para ellas es alimento y para las personas es desperdicio.
El cielo está despejado y puedo admirar la luna creciente actuando de vigía en la noche londinense, sirviendo de faro para los borrachos que salen de las tabernas bañados en su propia inmundicia. Estoy seguro de que la reina Victoria no ha visto semejante escenario ni en la más lúgubre de las obras teatrales.
Vuelvo a refugiarme en mi habitación, donde también hay ratas y desperdicios, mientras escucho el tañir de las campanas marcando la medianoche.
Hoy es mi cumpleaños y, sabiendo que seré el único que lo hará, me felicito por haber sobrevivido un año más a este mundo en el que he sido soltado cual bestia, obligada a valerse por si misma si quiere llegar a vieja.
Veinte años, la mitad de lo que suele durar una vida humana en estos días.
Me queda la otra mitad.
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