Hoy ha sido el día. Me he decidido a poner orden en mi habitación. Pasado casi un mes desde mi vuelta a casa no podía aplazarlo más. Los libros formaban columnas sobre un suelo acolchado por montones de ropa; sepultando mi mala conciencia, los apuntes de las asignaturas no aprobadas se amontonaban en el escritorio.
El primer paso fue deshacerme de lo inservible, es decir, todo aquello que había acumulado pensando que lo necesitaría en un futuro, como la colección de números atrasados de Fotogramas que llevaba años resistiéndome a tirar. Finalmente lo hice, y a pesar de todo seguía necesitando espacio. Decidido a que mi antiguo materialismo no interfiriese en el actual, me vi obligado a abrir el viejo baúl que descansa a los pies de mi cama, donde el cadáver de mi adolescencia llevaba años pudriéndose. El polvo, la única constante, cubría democráticamente los restos mortales de la variable -y variada- personalidad de mi yo pasado. La colección de tebeos de Tintín, el héroe de mi infancia; varias películas en formato VHS; una bolsa de plástico azul repleta de accesorios de Playmobil, protagonistas y atrezzo de mis primeras historias. Entre todo aquello había un tesoro, del tipo de objeto que, a fuerza de arrastrarte hacia el pasado, te induce a perder la noción del tiempo. Se trataba de un álbum de fotos. Lo abrí, y de dentro brotaron en cascada miríadas de recuerdos. Cogí una de las láminas para mirarla de cerca, y la primera sensación que experimenté fue de nostalgia, no por lo que se veía en ella, sino por el tacto del papel. Los recuerdos ya no se tocan; ahora se descargan.
En todas aquellas fotos me veía rodeado de personas que, en su mayoría, ya no formaban parte de mi vida -ni siquiera en Facebook-, y las que sí lo hacían se veían tan distintas a quienes eran ahora, no solo en el aspecto físico, también en sus gestos y expresiones, que lo único que me inspiraban era una vaga indiferencia. También me resultó chocante no encontrar a ninguno de mis amigos actuales. No existían en aquella realidad, y, por asociación, la persona que yo soy ahora tampoco. Sí había un niño, bajito y desgarbado, de plácida mirada, cuando no perdida; sonriente, de quien al menos una parte, por pequeña que fuera, se las había ingeniado para sobrevivir intacta durante veinticinco años. En cambio no aquella sonrisa -su sonrisa, apenas mía- que mostraba con naturalidad en la foto. El tiempo pasa. Un ligero mareo me indicó que ya había tenido suficiente; como rellenando de paja el forro de un espantapájaros maltratado por el viento, guardé las fotografías de mala manera dentro del álbum y lo volví a dejar dentro del baúl.
El tiempo pasa.
Abandoné mi habitación antes de terminar de ordenarla, y, como todo lo que se deja a medias, había quedado peor que en su estado inicial. Salí a dar un paseo, caminar un poco y no pensar demasiado. El tiempo pasaba, y no quería que me pillase metido en casa.