El tiempo está infravalorado. Ésto es algo de lo que me he dado cuenta durante los últimos días. Una noche cualquiera de la semana pasada mis tíos vinieron de visita a la casa de mis padres, trayendo con ellos a su hijita Stella de tres años. Yo llegaba de la biblioteca, agotado después de una tarde que se he había hecho interminable, cuando ellos estaban terminando de cenar y disfrutaban de una amena conversación acompañada de un delicioso batido de vainilla preparado por mi madre.
Apenas llevaba una hora con ellos cuando comprendí lo rápido que pasan los años y la incapacidad que tenemos las personas para notarlo.
De un lado estaban mis padres, mi tío y su mujer, que correspondían a la generación de aquellos que viven de los recuerdos de la juventud perdida, una juventud todavía cercana pero pasada al fin y al cabo. En sus ojos se podía leer su propio epitafio al que ellos mismos se habían resignado cuando, un día cualquiera entre los treinta y los cuarenta, descubrieron horrorizados que ya no podían salir de fiesta hasta has siete de la mañana, que estaban muy lejos de poder disfrutar del dinero que ganaban con su trabajo, ahora sustento de una personita convertida en el involuntario centro de sus vidas.
Del otro lado se encontraba mi prima, que superaba en energía y vitalidad a cualquiera de los allí presentes. No podía parar quieta un sólo segundo y su curiosidad infantil le obligaba a tocar todo aquello que estuviera a su alcance. Ella era el paradigma de vida, una palabra que definía a la perfección con cada paso que daba. A diferencia de sus padres, la joven Stella no tenía nada que añorar ni lamentar ya que, aunque lo desconocía, tenía toda su vida por delante. Su sonrisa era el reflejo de un alma ansiosa por conocer y experimentar todo aquello que sus padres habían dejado atrás.
En medio de ambos frentes estaba yo, sintiéndome como el punto de inflexión entre las dos generaciones, razón por la cual comprendí aquello de que el tiempo está infravalorado.
Yo me encuentro en ese punto de la existencia humana en que invertimos demasiado tiempo en soñar con el futuro y planificar la vida que deseamos tener una vez podamos considerarnos adultos de pleno derecho en lugar de limitarnos a exprimir al máximo los escasos días de juventud que nos vienen dados. Ahora no lo sabemos, pero algún día miraremos atrás y nos lamentaremos por aquel camino voluntariamente cerrado, aquella tarde que pasamos en casa o aquel amor al que no dimos una oportunidad por culpa del miedo.
Mi amigo Alberto, "Ber" para los amigos, suele decir que existen dos tipos de personas. Unas son las personas activas, aquellas que ignoran el miedo al riesgo y se lanzan a cualquier experiencia que consiga llenarles tanto en cuerpo como en espíritu. Las demás son las personas contemplativas, que se caracterizan por invertir más tiempo en planificar que en actuar, eternas soñadoras y habitantes de su propio mundo de fantasía. Éstas últimas son la gran mayoría, lo que hace que me pregunte, ¿por qué resulta más seductor vivir una fantasía que una experiencia real? Tal vez pensemos que, si una fantasía tiene lugar en un mundo que en realidad no existe, es probable que ésta no nos quite tiempo real, un error que podría costarnos la misma vida, una historia a la que prestamos poca atención y termina antes de lo que nos gustaría imaginar.
Apenas llevaba una hora con ellos cuando comprendí lo rápido que pasan los años y la incapacidad que tenemos las personas para notarlo.
De un lado estaban mis padres, mi tío y su mujer, que correspondían a la generación de aquellos que viven de los recuerdos de la juventud perdida, una juventud todavía cercana pero pasada al fin y al cabo. En sus ojos se podía leer su propio epitafio al que ellos mismos se habían resignado cuando, un día cualquiera entre los treinta y los cuarenta, descubrieron horrorizados que ya no podían salir de fiesta hasta has siete de la mañana, que estaban muy lejos de poder disfrutar del dinero que ganaban con su trabajo, ahora sustento de una personita convertida en el involuntario centro de sus vidas.
Del otro lado se encontraba mi prima, que superaba en energía y vitalidad a cualquiera de los allí presentes. No podía parar quieta un sólo segundo y su curiosidad infantil le obligaba a tocar todo aquello que estuviera a su alcance. Ella era el paradigma de vida, una palabra que definía a la perfección con cada paso que daba. A diferencia de sus padres, la joven Stella no tenía nada que añorar ni lamentar ya que, aunque lo desconocía, tenía toda su vida por delante. Su sonrisa era el reflejo de un alma ansiosa por conocer y experimentar todo aquello que sus padres habían dejado atrás.
En medio de ambos frentes estaba yo, sintiéndome como el punto de inflexión entre las dos generaciones, razón por la cual comprendí aquello de que el tiempo está infravalorado.
Yo me encuentro en ese punto de la existencia humana en que invertimos demasiado tiempo en soñar con el futuro y planificar la vida que deseamos tener una vez podamos considerarnos adultos de pleno derecho en lugar de limitarnos a exprimir al máximo los escasos días de juventud que nos vienen dados. Ahora no lo sabemos, pero algún día miraremos atrás y nos lamentaremos por aquel camino voluntariamente cerrado, aquella tarde que pasamos en casa o aquel amor al que no dimos una oportunidad por culpa del miedo.
Mi amigo Alberto, "Ber" para los amigos, suele decir que existen dos tipos de personas. Unas son las personas activas, aquellas que ignoran el miedo al riesgo y se lanzan a cualquier experiencia que consiga llenarles tanto en cuerpo como en espíritu. Las demás son las personas contemplativas, que se caracterizan por invertir más tiempo en planificar que en actuar, eternas soñadoras y habitantes de su propio mundo de fantasía. Éstas últimas son la gran mayoría, lo que hace que me pregunte, ¿por qué resulta más seductor vivir una fantasía que una experiencia real? Tal vez pensemos que, si una fantasía tiene lugar en un mundo que en realidad no existe, es probable que ésta no nos quite tiempo real, un error que podría costarnos la misma vida, una historia a la que prestamos poca atención y termina antes de lo que nos gustaría imaginar.
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