Como era de esperar, la biblioteca había alcanzado su aforo máximo en la primera media hora de la noche. Muchos asientos estaban reservados desde antes de las nueve, momento que la mayoría de estudiantes aprovechaba para tomarse un descanso y cenar algo rápido en sus casas antes de retomar el estudio. Ahora todos estaban de vuelta, con energía renovada y ánimo ligeramente gastado. Pasarían allí la noche, hasta que cerraran sus puertas de madrugada.
Algunas caras eran conocidas, después de varias semanas viéndose cada día resultaba difícil no identificarse como habituales. Uno de ellos destacaba entre la mayoría, como iluminado por una luz especial, impidiendo que centrase mi atención en la materia que ya llevaba con retraso. Tenía mi misma edad y, por lo que pude descubrir tras semanas cotilleando sus apuntes para averiguar algo más de él, era estudiante de ingeniería o algo relacionado con números y complicados algoritmos matemáticos que un chico de letras como yo no era capaz de entender. No importaba, a mí me interesaba el estudiante, no lo que estudiaba.
El chico en cuestión solía ir a la biblioteca acompañado de un par de amigas, igual que yo, desplegando con desenfadado encanto la sonrisa más arrebatadora que podía brillar entre la multitud de rostros anónimos, adueñados del resto de asientos a su alrededor. Me fijé en él el primer día, pero no fue hasta la segunda semana cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez. En aquella ocasión, una especie de corriente viajó por mis extremidades de medio a medio, y lo seguía haciendo cada vez que iniciábamos aquel excitante juego de pensamientos implícitos poco después de tomar asiento en nuestras mesas habituales.
Ninguno parecía querer dar el siguiente paso, el simple intercambio de miraditas resultaba tan divertido como emocionante, lo importante era mantenerlo; aquello era lo único que nos ayudaba a sobrellevar días como aquellos, empujándonos a sacudirnos la pereza para encaminarnos al campus un día más. El chico que destacaba sobre la multitud –¡qué guapo era!- movió los labios formando la palabra “hola”. Al día siguiente empezaban los exámenes y cada uno se marcharía a su respectivo destino universitario, tal vez no quería dejar pasar la oportunidad de conocernos. Yo respondí al reclamo con una sonrisa nerviosa y un torpe saludo con la mano libre de subrayadores.
Mi móvil empezó a vibrar sobre la mesa, llamando la atención de la gente –alguno incluso me puso mala cara-, así que me dirigí a la salida con paso apurado para responder a la llamada. Era mi madre, que quería saber cómo lo llevaba, consiguiendo hacerme sentir culpable por no estar a lo que tenía que estar. La conversación no duró mucho, se trataba de un simple seguimiento materno de rutina. Enseguida volví a sentarme, impaciente por encontrarme de nuevo con los ojos de mi objeto de devoción. Entonces, un miedo lacerante me atravesó como una jabalina lanzada con la certera puntería de un cazador. El chico ya no estaba y sus apuntes tampoco, lo que indicaba que no volvería. Nunca habría imaginado que un espacio vacío pudiese causar en mí aquel efecto. Normalmente, encontrar un sitio libre en la biblioteca aseguraba una jornada de productivo estudio en un lugar cómodo y bien iluminado.
Estudio. Los exámenes estaban al caer.
Mis apuntes todavía descansaban sobre la mesa, a la espera de ser leídos, subrayados y, finalmente, memorizados. Tras un breve momento de incertidumbre ante lo que podía haber sido, decidí continuar con lo que había venido a hacer, esperando que la próxima distracción no tenga una sonrisa tan bonita.
Algunas caras eran conocidas, después de varias semanas viéndose cada día resultaba difícil no identificarse como habituales. Uno de ellos destacaba entre la mayoría, como iluminado por una luz especial, impidiendo que centrase mi atención en la materia que ya llevaba con retraso. Tenía mi misma edad y, por lo que pude descubrir tras semanas cotilleando sus apuntes para averiguar algo más de él, era estudiante de ingeniería o algo relacionado con números y complicados algoritmos matemáticos que un chico de letras como yo no era capaz de entender. No importaba, a mí me interesaba el estudiante, no lo que estudiaba.
El chico en cuestión solía ir a la biblioteca acompañado de un par de amigas, igual que yo, desplegando con desenfadado encanto la sonrisa más arrebatadora que podía brillar entre la multitud de rostros anónimos, adueñados del resto de asientos a su alrededor. Me fijé en él el primer día, pero no fue hasta la segunda semana cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez. En aquella ocasión, una especie de corriente viajó por mis extremidades de medio a medio, y lo seguía haciendo cada vez que iniciábamos aquel excitante juego de pensamientos implícitos poco después de tomar asiento en nuestras mesas habituales.
Ninguno parecía querer dar el siguiente paso, el simple intercambio de miraditas resultaba tan divertido como emocionante, lo importante era mantenerlo; aquello era lo único que nos ayudaba a sobrellevar días como aquellos, empujándonos a sacudirnos la pereza para encaminarnos al campus un día más. El chico que destacaba sobre la multitud –¡qué guapo era!- movió los labios formando la palabra “hola”. Al día siguiente empezaban los exámenes y cada uno se marcharía a su respectivo destino universitario, tal vez no quería dejar pasar la oportunidad de conocernos. Yo respondí al reclamo con una sonrisa nerviosa y un torpe saludo con la mano libre de subrayadores.
Mi móvil empezó a vibrar sobre la mesa, llamando la atención de la gente –alguno incluso me puso mala cara-, así que me dirigí a la salida con paso apurado para responder a la llamada. Era mi madre, que quería saber cómo lo llevaba, consiguiendo hacerme sentir culpable por no estar a lo que tenía que estar. La conversación no duró mucho, se trataba de un simple seguimiento materno de rutina. Enseguida volví a sentarme, impaciente por encontrarme de nuevo con los ojos de mi objeto de devoción. Entonces, un miedo lacerante me atravesó como una jabalina lanzada con la certera puntería de un cazador. El chico ya no estaba y sus apuntes tampoco, lo que indicaba que no volvería. Nunca habría imaginado que un espacio vacío pudiese causar en mí aquel efecto. Normalmente, encontrar un sitio libre en la biblioteca aseguraba una jornada de productivo estudio en un lugar cómodo y bien iluminado.
Estudio. Los exámenes estaban al caer.
Mis apuntes todavía descansaban sobre la mesa, a la espera de ser leídos, subrayados y, finalmente, memorizados. Tras un breve momento de incertidumbre ante lo que podía haber sido, decidí continuar con lo que había venido a hacer, esperando que la próxima distracción no tenga una sonrisa tan bonita.