La noche ha caído
en la mitad del mundo, y tú en tu cama. Cierras los ojos. Estás
inquieto, preocupado, y pensabas que todo se pasaría al bajar la
persiana. Error. Sigues viéndolo todo negro, ahora en más de un sentido. Esta oscuridad es total
-salvo por alguna de esas lucecitas que se proyectan sobre los
párpados cerrados-, y no hace otra cosa que adherirse a la oscuridad
que hasta ese momento solo existía en tu pensamiento.
Abres los ojos. La
luz está apagada, pero no tardas en acostumbrarte a la penumbra de
tu habitación, y el blanco del techo, la lámpara que cuelga de este
y toda una serie de detalles indefinidos se perfilan tímida e
inquietantemente a tu alrededor.
Esperando que esta
vez te arrope el sueño, vuelves a cerrar los ojos. Tu cuerpo te pide
un descanso, tu mente también, pero ni uno ni otro ponen de su
parte. Las piernas no encuentran la postura adecuada, los brazos se
revelan contra las endemoniadas mantas, el cuello empieza a dolerte y
el estómago burbujea. Te duele la cabeza, y como ya habías tomado
una aspirina antes de acostarte, esta se une a la huelga a la
japonesa que el resto de tu anatomía ha comenzado con
impenitente obstinación.
Te preguntas qué te
pasa. Sabes qué es y lo analizas. Lo exageras. Lo distorsionas,
convirtiendo el problema en tragedia, y la tragedia en novela rusa.
Te ríes de ti mismo, porque sabes cómo eres; eres un melodramático,
e inmediatamente te enfadas contigo mismo, porque esta actitud no es
saludable, te deteriora; te impide dormir y, en consecuencia, hará
que el día de mañana te comportes como un zombie, uno que, en lugar
de comer cerebros, solo podrá pensar en que el suyo no encuentra
descanso.
Te has dormido. Te
darás cuenta al día siguiente, tras dos horas de sueño. El
problema, o lo que sea que te ha estado martilleando la cabeza,
seguirá trabajando a pleno rendimiento. ¿Hasta cuándo? Hasta que
te enfrentes a ti mismo -no al problema, que, en caso de existir,
probablemente no sea tan grave-; hasta que te plantes cara y, tal y
como haces con la gente cuya actitud no te preocupa censurar y, a
veces, corregir, te digas, con una determinación inaudita en ti:
¡Basta ya!