En algunas tribus primitivas, llegados a una cierta edad, a los jóvenes se les obligaba a enfrentarse a un animal salvaje para demostrar que ya podían ser considerados hombres. Se trataba de un rito de paso. En nuestra sociedad también los hay, aunque no haya que poner en riesgo la vida para superarlos.
Como personas civilizadas que -normalmente- somos, nosotros nos enfrentamos a las transiciones de una forma menos peligrosa y, definitivamente, mucho más teatral y simbólica.
Admitámoslo, los humanos somos unos teatreros.
El lugar fue el Paraninfo de la Facultad de Geografía e Historia, una sala rectangular rematada en un fastuoso fresco con Minerva, la diosa de la sabiduría, mirando desde lo alto a aquellos que, cada año, entramos allí para darnos a conocer como los nuevos portadores del conocimiento acumulado durante el obligado periodo de cinco años, tiempo establecido para superar todo tipo de pruebas hasta la última y definitiva.
De un lado, nuestras familias y amigos, como muestra de apoyo, nos acompañaron en todo el proceso; del otro, las autoridades y padrinos, sacerdotes de la más laica de las religiones –el humanismo-, actuaron de oficiantes en una ceremonia que conocían como la palma de sus manos, ya que ellos mismos habían tenido que pasar por ella antes.
Todos nosotros, los neófitos, vestidos para la ocasión (el atuendo ritual, compuesto de tacones para las mujeres y corbata para los hombres), escuchamos con una emoción disimulada en la seriedad de nuestros rostros la letanía de discursos de que estaba compuesta la liturgia, hasta el momento de recogida del “diploma”. Lo escribo entre comillas porque no era más que un papel atado a un lazo rojo, simbolizando la licenciatura de que sólo unos pocos ya eran poseedores en el momento de recibirlo de manos de las autoridades, y que la mayoría –entre los que me incluyo- tardaría algo más en alcanzar.
Todo fue un teatro, una representación. Una obra muy hermosa y llena de significado. Tanto que llegué a emocionarme al comprender algo que de lo que no había sido plenamente consciente hasta aquel momento. Se trataba del final de una etapa de mi vida. Tal vez no como estudiante, pero lo que me queda como estudiante de Historia del Arte no es más que los cabos sueltos en un plan trazado cinco años atrás que ya se acerca a su consecución final.
El Acto de Licenciatura fue, sin duda, un rito de paso en mi vida, o una parte del gran rito de paso que supone toda una existencia. Un niño no se convierte en adulto de la noche a la mañana, en una lucha decisiva contra un animal. Lo hace día a día, cumpliendo años, experimentando situaciones, tomando decisiones y aprendiendo de errores.
No sé si a ojos de la sociedad en que vivo esto ha hecho de mí un hombre, lo que sí sé es que “graduarme” me ha hecho un poco más yo, cualquiera que sea su significado.
Como personas civilizadas que -normalmente- somos, nosotros nos enfrentamos a las transiciones de una forma menos peligrosa y, definitivamente, mucho más teatral y simbólica.
Admitámoslo, los humanos somos unos teatreros.
El lugar fue el Paraninfo de la Facultad de Geografía e Historia, una sala rectangular rematada en un fastuoso fresco con Minerva, la diosa de la sabiduría, mirando desde lo alto a aquellos que, cada año, entramos allí para darnos a conocer como los nuevos portadores del conocimiento acumulado durante el obligado periodo de cinco años, tiempo establecido para superar todo tipo de pruebas hasta la última y definitiva.
De un lado, nuestras familias y amigos, como muestra de apoyo, nos acompañaron en todo el proceso; del otro, las autoridades y padrinos, sacerdotes de la más laica de las religiones –el humanismo-, actuaron de oficiantes en una ceremonia que conocían como la palma de sus manos, ya que ellos mismos habían tenido que pasar por ella antes.
Todos nosotros, los neófitos, vestidos para la ocasión (el atuendo ritual, compuesto de tacones para las mujeres y corbata para los hombres), escuchamos con una emoción disimulada en la seriedad de nuestros rostros la letanía de discursos de que estaba compuesta la liturgia, hasta el momento de recogida del “diploma”. Lo escribo entre comillas porque no era más que un papel atado a un lazo rojo, simbolizando la licenciatura de que sólo unos pocos ya eran poseedores en el momento de recibirlo de manos de las autoridades, y que la mayoría –entre los que me incluyo- tardaría algo más en alcanzar.
Todo fue un teatro, una representación. Una obra muy hermosa y llena de significado. Tanto que llegué a emocionarme al comprender algo que de lo que no había sido plenamente consciente hasta aquel momento. Se trataba del final de una etapa de mi vida. Tal vez no como estudiante, pero lo que me queda como estudiante de Historia del Arte no es más que los cabos sueltos en un plan trazado cinco años atrás que ya se acerca a su consecución final.
El Acto de Licenciatura fue, sin duda, un rito de paso en mi vida, o una parte del gran rito de paso que supone toda una existencia. Un niño no se convierte en adulto de la noche a la mañana, en una lucha decisiva contra un animal. Lo hace día a día, cumpliendo años, experimentando situaciones, tomando decisiones y aprendiendo de errores.
No sé si a ojos de la sociedad en que vivo esto ha hecho de mí un hombre, lo que sí sé es que “graduarme” me ha hecho un poco más yo, cualquiera que sea su significado.