Me encanta ir a la biblioteca porque, de todos los lugares que frecuento durante la semana, es el único donde sé que me voy a enamorar. No es real y dura poco, pero resulta inofensivo, y eso es algo que no se puede decir de muchas historias de amor reales.
Ayer por la tarde conocí a mi más reciente amor de biblioteca, aunque conocer es mucho decir de alguien con quien no intercambié más que un par de miradas fugaces. Siempre sigo el mismo sistema. Lo veo entre la multitud de cabezas gachas que ocupan la sala, e inmediatamente después, me dedico a deducir en base a señales que bien podían significar una cosa o todo lo contrario, cualidades de su persona.
Ayer por la tarde conocí a mi más reciente amor de biblioteca, aunque conocer es mucho decir de alguien con quien no intercambié más que un par de miradas fugaces. Siempre sigo el mismo sistema. Lo veo entre la multitud de cabezas gachas que ocupan la sala, e inmediatamente después, me dedico a deducir en base a señales que bien podían significar una cosa o todo lo contrario, cualidades de su persona.
Poco después de ocupar una mesa cualquiera, sentado de cara a la puerta para mantenerme al tanto de las entradas y salidas –y luego me pregunto por qué suspendo-, un par de manos captaron mi atención. Estaban nerviosas, o eso supuse viendo cómo sus dedos jugaban con un bolígrafo mordisqueado, alternando malabarismos irregulares con el subrayado de unos apuntes de materia desconocida. A excepción de un par de manchas de tinta azul, resultado de juegos temerarios con el bolígrafo, eran unas manos perfectas, limpias, propias de un chico que no se mordía la uñas ni fumaba, de hábitos saludables, puede que incluyendo algún deporte. Al levantar la mirada hacia la cara del dueño de aquellas prodigiosas manos, comprobé que el universo a veces podía obrar milagros, ya que las manos estaban en perfecta sintonía con todo lo demás. Era moreno, de pelo negro y corto, rizado si lo tuviera más largo, su tono de piel era más bien claro, del tipo que se mantiene en un permanente estado de sonrojo.
Era cuestión de tiempo que, en alguna ocasión en que estuviera mirándole, levantara la cabeza y me pillase. Cuando eso pasó, durante los escasos dos segundos que tardé en reaccionar y agachar la cabeza, pude comprobar dos cosas: tenía los ojos marrones y mirada de buena persona. Bueno, la naturaleza de su mirada pudo haber sido obra de mi imaginación, pero esto es lo bueno de una fantasía, que se forma de todo aquello que uno quiera, por muy ilusorio e inverosímil que pueda ser.
El chico sonreía pícaramente, prueba evidente de que se había dado cuenta de mi indiscreción, lo que me sumió en un estado de claustrofobia que casi me obliga a ponerme en pie y salir todo lo rápido que mis temblorosas piernas me hubieran permitido. Pero no lo hice por aquella misma razón, mis piernas no lo hubieran permitido. Además, estaba enganchado a él, o a lo que mi imaginación había hecho de él. Si me marchaba, lo haría para no volver, entonces nada podría asegurarme que fuese a verle allí de nuevo o en cualquier otra parte, ni siquiera tratándose de una ciudad tan pequeña, por muy universitaria que ésta fuese.
No, me quedé sentado, aguanté el tipo disimulando lo mejor que supe y esperé a que pasara el tiempo, hasta que una vez más me armé de valor y, con suma cautela, dirigí la mirada por encima de mis gafas hacia mi objetivo, que volvía a estar enfrascado en el estudio, indiferente –que no inconsciente- a su admirador.
En cuestión de minutos creé toda una idílica historia que viví como si fuera real. Él volvía a pillarme, pero esta vez no apartaba la mirada, divertido, sino que me guiñaba un ojo y hacía un gesto con la cabeza indicándome la puerta de salida. Yo le seguía y, después de reírnos de la situación, hablábamos durante el tiempo suficiente para determinar que nos gustábamos lo suficiente para intercambiarnos los números de teléfono y dirección de correo electrónico. Esa misma noche me encontraba con una solicitud de amistad en Facebook y Messenger, chateamos hasta las tantas de la madrugada y, al día siguiente, teníamos nuestra primera cita oficial. Imaginé a mis amigos escuchando lo que me había pasado en la biblioteca, sus bromas y chistes, sus consejos. Los dos besos de saludo al verle en el lugar donde quedamos, la conversación, los nervios, el miedo a que se me notase el temblor de manos al coger el vaso, la despedida, la esperanza de recibir un sms poco después de separarnos. Ese primer beso perfecto en su imperfección, nuestra primera vez durmiendo juntos y todo lo demás.
La vibración de mi teléfono me sacó a patadas de mi ensoñación. La boda tendrá que esperar hasta más tarde, pensé mientras leía el nombre de quien me llamaba. Era Alberto. Había quedado con él y Eloy y ya llegaba tarde.
Me costó recoger mis cosas y salir de allí. El chico se quedaba. Mientras me dirigía a la salida me pareció ver cómo me miraba con timidez por el rabillo del ojo, pero bien pudo haber sido un vestigio de mi ensoñación. La puerta se cerró a mi espalda y aquel golpe seco me devolvió definitivamente a la realidad.
Como no podía ser de otra manera, en la calle hacía frío.
Me costó recoger mis cosas y salir de allí. El chico se quedaba. Mientras me dirigía a la salida me pareció ver cómo me miraba con timidez por el rabillo del ojo, pero bien pudo haber sido un vestigio de mi ensoñación. La puerta se cerró a mi espalda y aquel golpe seco me devolvió definitivamente a la realidad.
Como no podía ser de otra manera, en la calle hacía frío.