A los pocos días de despedir el año, me he parado a pensar en lo que no fue ni será, esas cosas que creemos algo seguro y que el destino se encarga de aclararnos que no existe tal cosa. La fiesta de los años 20 es una de ellas. No era nada trascendental, en realidad nada importante, pero yo lo esperaba con cierta ilusión. Sin embargo, es tiempo de afanarse en los estudios ya que, al contrario que muchos, no quiero ser estudiante eternamente, y la prioridad es la carrera. Por tanto, alguna que otra fiesta debe anularse.
A pesar de todo, mi mente camina con independencia de mis decisiones, y en los últimos días no he parado de pensar en “los locos años veinte”, la época del desenfreno y la frivolidad, los caballeros galantes y las damas descocadas. Imagino cómo habría sido mi vida de haber nacido a comienzos del siglo XX y no a finales, cuando ya todo estaba hecho y sólo quedaba disfrutarlo, que es lo que nos ha tocado a los de mi generación. En nuestros tiempos naces hombre o mujer, pero luego eres lo que te da la gana. Antes no, tu condición traía consigo una serie de obligaciones, convencionalismos, diríamos ahora. Yo, sin duda, seguiría fumando cigarrillos, mientras los demás hombres fumaban cigarros.
Imagino a mis amigas convertidas en risueñas señoritas de buena familia, apasionadas de las fiestas con charlestón, ese baile tan atrevido. Todas ellas vestidas y peinadas a la última moda de París, disfrutando de los últimos cotilleos sobre las señoritas que no son ni familia ni amigas, a la última moda de España. La música de saxofón, trompetas y un piano enloquecido recorren cada habitación, desde el gran salón hasta el invernadero, abriéndose paso entre los invitados y el servicio. En cada sonrisa descarada hay una historia y en cada arrogante bocanada de humo se esconde un secreto.
Carmela está en edad de casarse, pero no está dispuesta a regalar su libertad al apellido de un hombre; antes señorita de ochenta años que señora de veinte. Sabela no quiere dejar de disfrutar de la música, su pasión, a la que se entrega en cada fiesta a la que es invitada. Su vestido de seda azul celeste demasiado escotado para una señorita decente llama la atención de los amigos de sus padres, pero a ella no le podría importar menos, de hecho le divierte, y es ese descaro el que le hace sobrellevar el aburrimiento de vivir en una ciudad pequeña, mientras todo lo interesante pasa en Madrid. Mara tampoco está cosida por el mismo patrón que el de las lenguas viperinas que las critican desde el otro lado de la sala, esas mojigatas, casadas desde su nacimiento, que acallan su conciencia con insulsas obras de caridad y matan el aburrimiento convenciéndose de que no tienen más opciones. No, mis amigas estarían adelantadas a su tiempo, resueltas mujeres del mañana, que ya es hoy.
Yo, enfundado en un chaqué idéntico al del resto de caballeros, las observo admirado. Ni ellas ni yo somos libres en este mundo, por mucho que nos esforcemos en aparentar lo contrario. Todas ellas tendrían que entregarse a un hombre de posibles, y yo a una de ellas. Ambos tendríamos que atarnos, si quisiéramos ser libres. La elegida sería la más afortunada, porque sería la única cuyo marido permitiría sus desmanes. Yo la dejaría fumar en compañía de invitados, me deleitaría al verla vestida con unos trajes que sacarían los colores de las demás señoras y, sobre todo, la dejaría encontrarse con el atractivo mozo de las caballerizas siempre que quisiera sentir el delicioso latigazo de una pasión verdadera. La dejaría ir con gusto, porque yo mejor que nadie sabría lo que supone tener un amor imposible, y tan imposible, pecado mortal, la deshonra de la familia, un escándalo que llenaría las bocas de toda la ciudad. Yo también me encontraría con mi amante en nuestro propio escondrijo y agradecería a Dios por darme una compañera tan buena, cuando al resto de hombres les han caído en desgracia la esposa perfecta, de la que huyen día tras día, ya sea para ir a beber coñac al Casino o para buscar alivio en las prostitutas del palomar de las afueras. Yo tendría la suerte de tener a mi amante en casa, si no a mi lado en la cama, al menos en alguna habitación adyacente. Probablemente los hijos no llegarían, y de ser así lo harían con mi apellido, pero no con mi sangre, aunque eso no me impediría amarlos como si fuesen míos, porque serían los hijos de mi mejor amiga.
También puedo ver con claridad a Eloy y Alberto, los únicos amigos verdaderos entre todos los colegas del Club de Caballeros, los tres unidos por un secreto común. Eloy es el buen doctor, que justifica su soltería aduciendo su total entrega a su profesión. Sabe todo lo que las señoras ocultan a sus maridos, es el confidente ideal, porque se debe a sus pacientes, a las que envidia por vivir una vida que desearía para él. Alberto luce el uniforme del ejército, ya que no le quedó más opción que alistarse para acallar los rumores sobre sus desmanes con su maestro de esgrima. Era o eso o el seminario y, como nunca fue un hombre de fe, ignoró la llamada de Dios y eligió ser llamado a las armas. Así, al menos, no le faltarían juergas en días de permiso. El verde militar y los galones son el disfraz que necesita para seguir siendo el bon vivant de siempre, enamorado de las noches y el vino, solo que con el respeto de sus congéneres ganado de antemano en la Gran Guerra.
Resulta sorprendente cómo el tiempo en que vivimos puede determinar nuestra existencia. Pero basta de mirar atrás, de imaginar y suponer. Un año acaba y otro comienza. El futuro, del que no tenemos noción alguna, es lo importante.
A pesar de todo, mi mente camina con independencia de mis decisiones, y en los últimos días no he parado de pensar en “los locos años veinte”, la época del desenfreno y la frivolidad, los caballeros galantes y las damas descocadas. Imagino cómo habría sido mi vida de haber nacido a comienzos del siglo XX y no a finales, cuando ya todo estaba hecho y sólo quedaba disfrutarlo, que es lo que nos ha tocado a los de mi generación. En nuestros tiempos naces hombre o mujer, pero luego eres lo que te da la gana. Antes no, tu condición traía consigo una serie de obligaciones, convencionalismos, diríamos ahora. Yo, sin duda, seguiría fumando cigarrillos, mientras los demás hombres fumaban cigarros.
Imagino a mis amigas convertidas en risueñas señoritas de buena familia, apasionadas de las fiestas con charlestón, ese baile tan atrevido. Todas ellas vestidas y peinadas a la última moda de París, disfrutando de los últimos cotilleos sobre las señoritas que no son ni familia ni amigas, a la última moda de España. La música de saxofón, trompetas y un piano enloquecido recorren cada habitación, desde el gran salón hasta el invernadero, abriéndose paso entre los invitados y el servicio. En cada sonrisa descarada hay una historia y en cada arrogante bocanada de humo se esconde un secreto.
Carmela está en edad de casarse, pero no está dispuesta a regalar su libertad al apellido de un hombre; antes señorita de ochenta años que señora de veinte. Sabela no quiere dejar de disfrutar de la música, su pasión, a la que se entrega en cada fiesta a la que es invitada. Su vestido de seda azul celeste demasiado escotado para una señorita decente llama la atención de los amigos de sus padres, pero a ella no le podría importar menos, de hecho le divierte, y es ese descaro el que le hace sobrellevar el aburrimiento de vivir en una ciudad pequeña, mientras todo lo interesante pasa en Madrid. Mara tampoco está cosida por el mismo patrón que el de las lenguas viperinas que las critican desde el otro lado de la sala, esas mojigatas, casadas desde su nacimiento, que acallan su conciencia con insulsas obras de caridad y matan el aburrimiento convenciéndose de que no tienen más opciones. No, mis amigas estarían adelantadas a su tiempo, resueltas mujeres del mañana, que ya es hoy.
Yo, enfundado en un chaqué idéntico al del resto de caballeros, las observo admirado. Ni ellas ni yo somos libres en este mundo, por mucho que nos esforcemos en aparentar lo contrario. Todas ellas tendrían que entregarse a un hombre de posibles, y yo a una de ellas. Ambos tendríamos que atarnos, si quisiéramos ser libres. La elegida sería la más afortunada, porque sería la única cuyo marido permitiría sus desmanes. Yo la dejaría fumar en compañía de invitados, me deleitaría al verla vestida con unos trajes que sacarían los colores de las demás señoras y, sobre todo, la dejaría encontrarse con el atractivo mozo de las caballerizas siempre que quisiera sentir el delicioso latigazo de una pasión verdadera. La dejaría ir con gusto, porque yo mejor que nadie sabría lo que supone tener un amor imposible, y tan imposible, pecado mortal, la deshonra de la familia, un escándalo que llenaría las bocas de toda la ciudad. Yo también me encontraría con mi amante en nuestro propio escondrijo y agradecería a Dios por darme una compañera tan buena, cuando al resto de hombres les han caído en desgracia la esposa perfecta, de la que huyen día tras día, ya sea para ir a beber coñac al Casino o para buscar alivio en las prostitutas del palomar de las afueras. Yo tendría la suerte de tener a mi amante en casa, si no a mi lado en la cama, al menos en alguna habitación adyacente. Probablemente los hijos no llegarían, y de ser así lo harían con mi apellido, pero no con mi sangre, aunque eso no me impediría amarlos como si fuesen míos, porque serían los hijos de mi mejor amiga.
También puedo ver con claridad a Eloy y Alberto, los únicos amigos verdaderos entre todos los colegas del Club de Caballeros, los tres unidos por un secreto común. Eloy es el buen doctor, que justifica su soltería aduciendo su total entrega a su profesión. Sabe todo lo que las señoras ocultan a sus maridos, es el confidente ideal, porque se debe a sus pacientes, a las que envidia por vivir una vida que desearía para él. Alberto luce el uniforme del ejército, ya que no le quedó más opción que alistarse para acallar los rumores sobre sus desmanes con su maestro de esgrima. Era o eso o el seminario y, como nunca fue un hombre de fe, ignoró la llamada de Dios y eligió ser llamado a las armas. Así, al menos, no le faltarían juergas en días de permiso. El verde militar y los galones son el disfraz que necesita para seguir siendo el bon vivant de siempre, enamorado de las noches y el vino, solo que con el respeto de sus congéneres ganado de antemano en la Gran Guerra.
Resulta sorprendente cómo el tiempo en que vivimos puede determinar nuestra existencia. Pero basta de mirar atrás, de imaginar y suponer. Un año acaba y otro comienza. El futuro, del que no tenemos noción alguna, es lo importante.