sábado, 26 de diciembre de 2009

Vida en los 20

A los pocos días de despedir el año, me he parado a pensar en lo que no fue ni será, esas cosas que creemos algo seguro y que el destino se encarga de aclararnos que no existe tal cosa. La fiesta de los años 20 es una de ellas. No era nada trascendental, en realidad nada importante, pero yo lo esperaba con cierta ilusión. Sin embargo, es tiempo de afanarse en los estudios ya que, al contrario que muchos, no quiero ser estudiante eternamente, y la prioridad es la carrera. Por tanto, alguna que otra fiesta debe anularse.
A pesar de todo, mi mente camina con independencia de mis decisiones, y en los últimos días no he parado de pensar en “los locos años veinte”, la época del desenfreno y la frivolidad, los caballeros galantes y las damas descocadas. Imagino cómo habría sido mi vida de haber nacido a comienzos del siglo XX y no a finales, cuando ya todo estaba hecho y sólo quedaba disfrutarlo, que es lo que nos ha tocado a los de mi generación. En nuestros tiempos naces hombre o mujer, pero luego eres lo que te da la gana. Antes no, tu condición traía consigo una serie de obligaciones, convencionalismos, diríamos ahora. Yo, sin duda, seguiría fumando cigarrillos, mientras los demás hombres fumaban cigarros.
Imagino a mis amigas convertidas en risueñas señoritas de buena familia, apasionadas de las fiestas con charlestón, ese baile tan atrevido. Todas ellas vestidas y peinadas a la última moda de París, disfrutando de los últimos cotilleos sobre las señoritas que no son ni familia ni amigas, a la última moda de España. La música de saxofón, trompetas y un piano enloquecido recorren cada habitación, desde el gran salón hasta el invernadero, abriéndose paso entre los invitados y el servicio. En cada sonrisa descarada hay una historia y en cada arrogante bocanada de humo se esconde un secreto.
Carmela está en edad de casarse, pero no está dispuesta a regalar su libertad al apellido de un hombre; antes señorita de ochenta años que señora de veinte. Sabela no quiere dejar de disfrutar de la música, su pasión, a la que se entrega en cada fiesta a la que es invitada. Su vestido de seda azul celeste demasiado escotado para una señorita decente llama la atención de los amigos de sus padres, pero a ella no le podría importar menos, de hecho le divierte, y es ese descaro el que le hace sobrellevar el aburrimiento de vivir en una ciudad pequeña, mientras todo lo interesante pasa en Madrid. Mara tampoco está cosida por el mismo patrón que el de las lenguas viperinas que las critican desde el otro lado de la sala, esas mojigatas, casadas desde su nacimiento, que acallan su conciencia con insulsas obras de caridad y matan el aburrimiento convenciéndose de que no tienen más opciones. No, mis amigas estarían adelantadas a su tiempo, resueltas mujeres del mañana, que ya es hoy.
Yo, enfundado en un chaqué idéntico al del resto de caballeros, las observo admirado. Ni ellas ni yo somos libres en este mundo, por mucho que nos esforcemos en aparentar lo contrario. Todas ellas tendrían que entregarse a un hombre de posibles, y yo a una de ellas. Ambos tendríamos que atarnos, si quisiéramos ser libres. La elegida sería la más afortunada, porque sería la única cuyo marido permitiría sus desmanes. Yo la dejaría fumar en compañía de invitados, me deleitaría al verla vestida con unos trajes que sacarían los colores de las demás señoras y, sobre todo, la dejaría encontrarse con el atractivo mozo de las caballerizas siempre que quisiera sentir el delicioso latigazo de una pasión verdadera. La dejaría ir con gusto, porque yo mejor que nadie sabría lo que supone tener un amor imposible, y tan imposible, pecado mortal, la deshonra de la familia, un escándalo que llenaría las bocas de toda la ciudad. Yo también me encontraría con mi amante en nuestro propio escondrijo y agradecería a Dios por darme una compañera tan buena, cuando al resto de hombres les han caído en desgracia la esposa perfecta, de la que huyen día tras día, ya sea para ir a beber coñac al Casino o para buscar alivio en las prostitutas del palomar de las afueras. Yo tendría la suerte de tener a mi amante en casa, si no a mi lado en la cama, al menos en alguna habitación adyacente. Probablemente los hijos no llegarían, y de ser así lo harían con mi apellido, pero no con mi sangre, aunque eso no me impediría amarlos como si fuesen míos, porque serían los hijos de mi mejor amiga.
También puedo ver con claridad a Eloy y Alberto, los únicos amigos verdaderos entre todos los colegas del Club de Caballeros, los tres unidos por un secreto común. Eloy es el buen doctor, que justifica su soltería aduciendo su total entrega a su profesión. Sabe todo lo que las señoras ocultan a sus maridos, es el confidente ideal, porque se debe a sus pacientes, a las que envidia por vivir una vida que desearía para él. Alberto luce el uniforme del ejército, ya que no le quedó más opción que alistarse para acallar los rumores sobre sus desmanes con su maestro de esgrima. Era o eso o el seminario y, como nunca fue un hombre de fe, ignoró la llamada de Dios y eligió ser llamado a las armas. Así, al menos, no le faltarían juergas en días de permiso. El verde militar y los galones son el disfraz que necesita para seguir siendo el bon vivant de siempre, enamorado de las noches y el vino, solo que con el respeto de sus congéneres ganado de antemano en la Gran Guerra.
Resulta sorprendente cómo el tiempo en que vivimos puede determinar nuestra existencia. Pero basta de mirar atrás, de imaginar y suponer. Un año acaba y otro comienza. El futuro, del que no tenemos noción alguna, es lo importante.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Cuarenta y diez

Hoy es un día especial. Hace cincuenta años nació una persona, una mujer, Ángeles Rodríguez-Volta, que años más tarde se convertiría en mi madre. Si le preguntas, te dirá que cumple cuarenta y diez, o algo parecido, porque como no aparenta la edad que tiene -y tampoco se siente mayor- le parece una tontería definirse con un número en el que no encaja. Es una mujer ejemplar y mejor persona, y no es amor de hijo, sino una realidad indiscutible. Lleva con éxito su propio negocio, algo que nunca le ha impedido desatender a los suyos. Es un ejemplo de equilibrio, incansable trabajadora y devota madre de familia. Sus hijos y su marido nunca la hemos echado de menos, no porque no la queramos, sino porque siempre está con nosotros.
Nació con el don de la música y, por si fuera poco, tiene la capacidad de transmitir ese conocimiento tan maravilloso, una de las siete artes, que tanta falta hace en este mundo de números. Es una excelente maestra, en todos los sentidos. Lo dicen sus alumnos, que siguen adorándola incluso años después de serlo, y lo decimos sus hijos, que también somos sus pupilos en cierta manera.
No me cabe la menor duda de que ella es el mejor ejemplo que podría seguir, en todos los sentidos. Es mi modelo de conducta. Ha sabido enfrentarse a la vida cuando la corriente iba en su contra, y lo ha superado manteniendo su sonrisa, esa sonrisa que me hace echar de menos mi casa. Pero qué otra cosa puedo decir yo, si es mi madre. ¡Y menuda madre!
Desde aquí muchas veces he reflexionado sobre el proceso de madurar, hacerse mayor, cambiar, para bien y para mal. Ángeles ya ha pasado por todo eso, y lo ha superado con éxito. Desearía llegar a los cincuenta de la misma manera que ella, porque sigue siendo joven, en cuerpo y alma, más guapa que nunca, no hay más que verla.
Madre, sabes que te quiero aunque a veces no lo demuestre, pero ya sabes cómo somos los hijos, porque tú también lo eres. Y algún día yo seré padre, entonces te entenderé mejor que ahora, te llamaré y te diré: mamá, ¡qué razón tenías cuando me decías "ya te tocará a ti"!
En fin, otra etapa que acaba, y a seguir viviendo. Cincuenta más o los que tengan que ser, pero tan bien como ahora o mejor, si es posible.
Te quiero mucho, mamá.

sábado, 12 de diciembre de 2009

La "novia de"

Hay una clase de chica que me saca de quicio. Es la "novia de". Se presenta ante ti con la mirada bien arriba, el cuello recto, digna y orgullosa; no orgullosa de ella misma, sino de su propiedad, que es su novio. Él es perfecto, es maravilloso, el hombre ideal, su hombre ideal. Se siente tan feliz de formar parte de su vida, o de que él forme parte de la suya, que cualquier otro ser humano que los ronde es una posible amenaza para ella.
Te lanza una mirada desafiante con la que pretende dejarte claro que no le gustas, te llama puta -o marica- con esos ojos entrecerrados y el ceño fruncido, pero antes de eso te ha analizado de arriba a abajo, por dentro y por fuera, para calibrar el nivel de riesgo que tu existencia supone para el bienestar de su relación. Esa mirada sólo significa una cosa: "él es mío, atrévete a tocarlo".
Es una leona. Defiende lo suyo con uñas y dientes. Es una borde consumada y encantada de serlo, porque hace todo lo posible por resultar desagradable a los demás, con la esperanza de aislar a su querido novio de la sociedad. Quiere a su "cari" todo para ella. Ni amigos, ni salidas nocturnas -no sin ella-, ni nada que la excluya.
La "novia de" se ha comportado así con todos sus novios desde que empezó a salir con chicos a los dieciséis. La mayoría acaban mandándola a la mierda, por pesada, por obsesiva y por celosa, porque no hay nada peor que una pareja con tales defectos. Mantiene esta conducta a los veintitantos, sus novios la siguen dejando por las mismas razones de siempre, pero ella no cae de la burra. Es tan ignorante que piensa que no hace nada mal, por eso, cuando se convierta en "señora de", será la típica mujer que pone en ridículo a su marido delante de sus amigos -los pocos que le queden después del noviazgo-, le acuse de serle infiel a pesar de que el pobre hombre es un buenazo y acapare la navidad para ella sola y su propia familia, evitando hasta el límite de lo razonable la relación con su familia política. En ellas la palabra "esposa" adquiere un significado global. Sus propias acciones la convertirán en una ex mujer odiosa y vengativa que hará con sus hijos lo mismo que hizo con los amigos de su marido.
Si los hombres son más fuertes, las mujeres ganan en inteligencia, que se atreva alguien a negarlo. Por eso un hombre celoso utiliza la fuerza para imponerse sobre su pareja, y una mujer celosa lo hace a través de la manipulación y el chantaje emocional.
Son como perros, echando una meada encima de cada árbol, esquina y farola con la que se rozan. Son unas perras.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Despertar

Cuando desperté ayer, lo primero que hice fue mirar el reloj de pulsera que dejo en la mesilla de noche. Bueno, es algo que hago cada mañana, pero ayer lo hice de muy mala gana. Vale, todos los días lo hago de mala gana, pero ayer con más mal humor de lo normal. Esperaba que fuese ya la hora de levantarse, pero no eran ni las siete. Tenía dos opciones. Intentar quedarme dormido de nuevo para aprovechar el tiempo que me quedaba hasta las ocho, o empezar el día antes de lo previsto. Fiel a mi naturaleza perezosa, me quedé en cama.
Al poco rato comprendí que no volvería a conciliar el sueño. Comprobé la hora y no habían pasado ni diez minutos, me resultaba imposible encontrar la postura y no conseguía mantener los ojos cerrados por más que me esforzase, y es que cuanto más empeño ponía, más despierto me sentía.

Me puse boca arriba y, con los ojos abiertos, esperé a que mi visión se acostumbrase a la oscuridad. No paraba de pensar en el día que me esperaba, preguntándome cómo conseguiría llegar a la hora de la cena sin caer rendido. La noche anterior me había acostado más bien tarde y, habiéndome despertado antes de lo necesario, probablemente no había dormido más de cinco horas, es decir, la mitad de lo que mi cuerpo me pide que duerma para estar descansado.

Me dejé llevar por mis pensamientos, intentando dejar a un lado el mal humor que amenazaba con acompañarme el resto del día. Entre tanta oscuridad y silencio, se me dio por pensar en la muerte, y eso me cabreó más, porque no quería empezar el día con una cosa así en la cabeza. Intenté imaginar que a mi lado en la cama estaba un chico guapo e interesante, o guapo solamente, porque para lo que estaba intentando imaginarlo no necesitaba darme conversación. A pesar de todo, la idea de la muerte me seguía rondando la cabeza.

Aquello era como un limbo, un espacio entre la vida y la muerte, donde no es posible alcanzar el final del camino, aunque tampoco es posible retroceder. No podía quedarme dormido de nuevo, pero tampoco era la hora de levantarse. El despertador me avisaría una vez llegado el momento. La muerte no avisa, pasa y punto. Quieras o no.

No tardé en darme cuenta de que no era la muerte mortal lo que me estaba dando dolor de cabeza, sino esas pequeñas muertes a las que sucumbimos todos los días de la vida, las pequeñas traiciones que nos convierten en la persona que llegamos a ser en el momento en que nos vamos del mundo para siempre. Hace apenas un año era muy propio de mí levantarme a partir de la una de la tarde, la gente lo consideraba una característica propia de la persona que era. Ahora me cuesta lo mismo, eso no ha cambiado, pero me obligo a empezar el día a una hora prudente, ya que de otra manera no tendría tiempo para hacer todo con lo que mi sentido común me dice que debo ocupar el día. Desde luego, éste es un buen cambio, aunque cada mañana mi cuerpo me suplica que vuelva a mis viejas costumbres.
Otros cambios no son tan positivos. Hasta hace poco me consideraba una persona de lo más tranquila, dejaba que las cosas pasasen, sin agobios. Ahora soy un manojo de nervios, y debo esforzarme por mantener la calma cuando veo que llevo el trabajo con retraso.
En ese tiempo de sueño en la vigilia, pasaron ante mis ojos las cualidades que han constituido la base de mi personalidad hasta el momento presente, cuáles se han perdido en el tiempo, cuáles han sido sustituidas, y cuáles prevalecen. No creo que sea una mala persona, con eso ya salgo ganando con el cambio. La única conclusión a la que llegué fue que soy demasiado joven para hacer un balance de mi vida. Me prometí que a los treinta rendiría cuentas conmigo mismo.

La alarma del despertador se impuso sobre todo lo demás. Sin darme cuenta, me había vuelto a quedar dormido.

Ya eran las ocho y no había posibilidad de prórroga. Me levanté y me dispuse a empezar el día, contra todo pronóstico, con una sonrisa que me acompañó hasta que volví a refugiarme bajo las sábanas horas más tarde.