En
25 años me he sentido traicionado pocas veces. Tal vez la primera
haya sido a los seis años, cuando mi hermano me delató a nuestra
madre, acusándome de ser el causante de la destrucción en pedazos
de un horrible y molesto jarrón que había en el salón de nuestra
casa. El tiempo no se llevó el recuerdo, pero sí el rencor.
Además
de esta, pocas han sido las traiciones que he sufrido, y, en
cualquier caso, nunca han sido más graves. Intento rodearme de
buenas personas, y cuando detecto el gen de la maldad, me doy prisa
en suprimir de mi vida al sujeto en cuestión.
Solo
una persona se empeña en hacerme la vida imposible, buscando nuevas
formas de atormentarme, de mantener en jaque mi ya de por sí
inestable estado de ánimo. Esa persona me acompaña donde quiera que
vaya, me sigue como una sombra, pegada a mis pies; esa persona está
en ellos, en mis pies, en mis extremidades, en mis manos, en el
tronco, en el cuello y en mi cabeza. Está en mi mente, su rincón
favorito del mundo, el lugar donde, si fuera el archienemigo de un
superhéroe, instalaría su guarida secreta para maquinar sus planes
de destrucción con un mínimo necesario de secretismo. Esta persona,
mi némesis, mi contrario, la causa de mis males, el mayor traidor
que haya podido conocer, soy yo. Soy yo quien se complica la vida al
escoger siempre el camino más difícil, quien se empeña en pasarlo
mal aun cuando no hay necesidad; soy yo, y no otro, el que se
traiciona con cada decisión mal tomada, ya sea por falta de razón,
impaciencia o testarudez. Yo soy el mayor traidor, porque traiciono a
quien debería ser mi mayor aliado y mi mejor amigo. Soy el mayor
traidor porque me traiciono a mí mismo.
Este
texto, que responde a la pregunta del título, me consiguió una
noche en un hotel de cinco estrellas en Dublín y dos entradas para
un pase especial, antes del estreno, de "Indomable"
(Haywire), la última película de Steven Soderbergh.
Cuando
leí el email que me comunicaba el premio salté
de la cama en busca de Ester; quería -necesitaba- compartir la
noticia con alguien, lo que para mi impresionada mente supondría la
reafirmación de que la noticia no era producto de mi imaginación.
Durante los últimos meses, en mis conversaciones con Alberto sobre
cuál sería nuestro próximo destino, yo no había dejado de
insistir en lo atrayente que siempre me había resultado Irlanda, un
país coloreado con el verde de su folklore, cualidad que lo
emparentaba directamente con nuestro propio lugar de origen. Se
trataba de una tierra que siempre había tirado de mí. Todos tenemos
un punto concreto del mundo al que nos sentimos conectados a pesar de
no guardar con este, en principio, la menor relación. El mío es
Irlanda, compartido sin duda con Francia, aunque esa es otra
historia.
Al
bajar del avión y ver los primeros carteles indicadores escritos tanto en
inglés como en gaélico me dije, con tanta confianza como perplejidad,
"Estás en Irlanda", y seguí caminando envuelto en una
nube de viajeros dejándome llevar por la alegría de ver cumplido un
deseo largamente anhelado.
Sin duda habría supuesto una traición, el día que encontré el enlace del concurso convocado por La Sexta y Aurum Producciones, haber pasado de largo pensando que, dado el elevado número de participantes, no saldría ganador; me habría traicionado al no confiar en mí mismo, en la validez de mi propia respuesta. Habría fallado, pero lo cierto es que he ganado. Una pequeña victoria que me ha demostrado la importancia de confiar en uno mismo, de arriesgarse y probar suerte en un mundo que no da demasiadas oportunidades de sonreír.
Fueron
24 horas que recordaré el resto de mi vida, una ilusión cumplida
que agradezco a aquellos que la han hecho posible.