domingo, 23 de noviembre de 2008

Soñar despierto y dormirse soñando

Existe el topicazo de que los jóvenes sólo sabemos divertirnos bebiendo, fumando y saliendo hasta las tantas, pero lo cierto es que entre el frenético ritmo de clases y la cantidad de obligaciones diarias que en realidad tenemos, hay días donde lo único que nos apetece es quedarnos en casa a ver alguna película en compañía de un par de amigos lo suficientemente cercanos como para no incomodarse con el silencio.

Sin embargo, a veces sucede lo inesperado y quienes deseábamos un poco de tranquilidad delante del televisor, nos pasamos la noche hablando de todo y de nada, ignorando la película que habíamos alquilado.

Eloy, Alberto y yo lo sabemos muy bien. Cuando pensábamos que pasaríamos una noche en casa como otra cualquiera viendo alguna peli más asquerosa que terrorífica, nos descubrimos hablando de nuestras aspiraciones, sueños y proyectos para el futuro con una naturalidad que sólo se consigue cuando no se busca.

Preguntándonos qué nos depararía el futuro, cada uno expresó su particular visión de cómo imaginaba su propio porvenir, un interrogante que todos nos hacemos en algún momento. Es inevitable querer saber en qué punto estaremos dentro de diez o quince años, sobre todo cuando estamos empezando a construir nuestra vida como adultos; y una parte fundamental de dicha curiosidad es la tendencia a imaginar esa versión de nosotros mismos que está por llegar. ¿En qué consistirá mi trabajo? ¿Estaré casado? ¿Veré cumplidos mis sueños?

En mi caso, mi vida dentro de diez años la imagino delante de un ordenador, escribiendo mi próximo artículo igual que ahora, con la diferencia de que entonces estaré ganándome la vida con ello. Es posible que más adelante logre publicar una novela y alcance mi máxima aspiración, que consiste en verme a mí mismo como un escritor de éxito reconocido por público y crítica.

Si la mía es la palabra escrita, la pasión de Alberto es el baile. Mi amigo santiagués se siente pleno cuando su cuerpo se mueve al ritmo de la música, una sensación que se puede ver reflejada en su mirada si uno se fija lo suficiente. Falto de delirios de grandeza, Alberto no busca la fama a nivel mundial ni las ovaciones públicas. Lo que él quiere no es más que el simple hecho de poder vivir de la danza, ya sea como maestro en una escuela o como miembro de una compañía.

El sueño de Eloy se construye a partir de los cimientos de un hotel, el negocio que le gustaría dirigir en un futuro. Como síntoma de su espíritu emprendedor, mi compañero de piso está estudiando medicina con el fin de conseguir el dinero suficiente para invertir en este proyecto a largo plazo que consigue distraerle durante horas y horas, tiempo que ocupa imaginando los pequeños detalles que harán de su hotel un acogedor refugio para sus huéspedes.

Todos tenemos nuestro propio sueño y, unos más que otros, hacemos lo posible por verlo hecho realidad algún día. Para ello estudiamos una carrera, trabajamos y aprovechamos las oportunidades que se nos ofrecen. Esto nos empuja hacia delante, motivándonos y dándonos una razón para vivir. Pero, ¿qué sucede cuando dedicamos más tiempo a soñar que a lograr el sueño en cuestión? ¿Por qué resulta más gratificante fantasear que vivir las fantasías?

Es evidente que la realidad nos sobreviene libre de los aderezos que nuestra fértil imaginación proporciona durante nuestros sueños, pero en éstos no existe el tacto real de nuestro amante, así como tampoco podemos disfrutar de la gratificante sensación que proporciona un éxito profesional. Así que es fácil suponer que tendríamos que decantarnos por la realidad, pero nada más lejos. Cuántas veces nos habremos quedado en cama media hora más, imaginándonos llenos de éxito a todos los niveles, cuando podríamos habernos levantado para dar el primer paso hacia el éxito real.

Tal vez ahí resida la trampa, la comodidad que proporciona el suave manto con que nos cubre nuestra propia imaginación, únicamente existente en nuestra cabeza donde, por supuesto, no existe el fracaso. Porque es esa y no otra la razón última de nuestra zozobra a la hora de aventurarnos a alcanzar las metas que nosotros mismos nos proponemos: el miedo al fracaso.

Sobreponerse a ese miedo es el mayor sueño de muchos, en realidad. Pero, como ya sabemos, los sueños, sueños son. Esto es así, desde luego, hasta que hacemos algo por verlos hechos realidad.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Esto es Halloween

Día de Todos los Santos, Víspera de Difuntos, 1º de noviembre… Son muchos los nombres que se usan en la actualidad para referirse al viejo Samhain, la festividad de origen celta consagrada al recuerdo de nuestros muertos, tradición que ha perseverado hasta nuestros días. Pero últimamente uno de ellos se ha estado escuchando con más frecuencia que sus análogos. Me refiero a Halloween, otro término entre tantos que hemos importado de nuestros vecinos ingleses, referido a una idea mucho más festiva que la solemne festividad a la que los españoles estábamos acostumbrados.

Todos los Santos se caracterizaba por ser una jornada de recogimiento donde las familias se reunían para acudir al cementerio con el fin de visitar la tumba de sus seres queridos, cambiarle las flores resecas y mostrar sus respetos a aquellas personas que ya no están con nosotros. Durante todo el día se podía sentir cierto aire de melancolía, talvez producido por el recuerdo colectivo de aquellos a quienes perdimos, como si dichos pensamientos impregnasen el ambiente de las calles causando un contagio generalizado de cierta tristeza.

Sin embargo, ésta no es la única manera de festejar el primer día de noviembre. Poco a poco hemos recogido de los países anglosajones un cúmulo de símbolos que han logrado cambiar el concepto de este día hasta darle la imagen que hoy conocemos. En los escaparates de las tiendas vemos calabazadas con rostros fantasmales dibujados en ellas, dibujos de brujas pirujas y vampiros sanguinarios; los padres acompañan a sus hijos en busca del disfraz más espeluznante para acudir a las fiestas organizadas en los colegios y las tiendas de caramelos hacen su agosto, vendiendo más provisiones que en cualquier otra época del año.

En cuanto a los jóvenes, para quienes el día de difuntos pasaba desapercibido, ahora esperan Halloween como una de las noches más divertidas del año. Uno de ellos es Eloy, mi compañero de piso, que dedicó las primeras semanas del curso a organizar una fiesta donde la puesta en escena fue el principal reclamo para sus invitados. Murciélagos de cartulina, velas en las esquinas y telarañas artificiales constituyeron el decorado de nuestro piso durante una noche en que olvidamos nuestra identidad para convertirnos en un icono de la mitología fantasmal del siglo XXI. El anfitrión –disfrazado de gato negro- recibió a murciélagos, fantasmas, vampiros y demás fauna nocturna que ocuparon nuestra morada hasta bien entrada la noche. Yo, vestido de rojo y negro como un diablo de la vieja escuela –con cuernos, cola y tridente-, observaba cómo nuestro piso se había convertido en una casa de los horrores mientras analizaba este fenómeno cultural y la rapidez con que se había implantado en nuestra sociedad. Era cuestión de tiempo que, el sector de la sociedad más proclive a la asimilación de nuevas formas de consumo –léase, la juventud- tomase Halloween como su nueva festividad.

Muchos opinan que éste no es más que otro ejemplo de cómo las culturas extranjeras consiguen contaminar nuestro propio bagaje, como otra manera de demostrar su afán imperialista; en mi opinión se trata de una visión exagerada y absurda de algo que lleva sucediendo desde que el mundo es mundo. Los países nos nutrimos de lo que nos ofrecemos los unos a los otros, se trata de un intercambio de ideas y tradiciones, fenómeno facilitado por el mundo globalizado en que vivimos.

No olvidemos que, después de todo, nuestros antepasados permanecen en nuestro pensamiento y seguimos cambiando las flores marchitas de sus tumbas. Lo único que ha cambiado es que, al caer la noche, jugamos a ser demonios, brujas y fantasmas antes de dar comienzo a otro día ordinario, donde nuestro único disfraz es la ropa escogida para marcar nuestra identidad, la que utilizamos para camuflarnos entre otro tipo de demonios, brujas y fantasmas.